Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Las 3 basijas, parte primera: cuento.

LAS TRES VASIJAS

Parte I 

Roberto Vilmaux 

El bote a motor se acercó a la costa lentamente. Amanecía. El sol se asomaba por entre los troncos de la plantación de álamos. Hacía frío, pero el cielo
se encontraba completamente despejado. La niebla en el río empezaba a disiparse. Iba a ser un espléndido día de otoño.

El hombre maniobró el bote hasta ponerlo paralelo a la escalera del muelle. Detuvo el motor y aseguró el bote atándolo con un cabo a un poste del muelle.

Estaba por descender cuando algo le llamó la atención. Un camalote venía bajando con la corriente y en uno de sus extremos arrastraba, casi rodeado y oculto
por las hojas, un recipiente de color marrón. El hombre alargó un remo y atrajo el camalote justo a tiempo para alcanzar el recipiente antes de que la
planta acuática siguiera su curso aguas abajo.

Examinó el objeto. Era una vasija de barro, de forma cóncava, de unos veinte centímetros de diámetro en su parte más ancha. Terminaba en una boca angosta
que estaba cerrada con una tapa. Evidentemente era muy antigua, el agua había desgastado unas inscripciones que llevaba alrededor.

Casi inmediatamente sintió como un estremecimiento en el interior de la vasija. Intentó abrirla, pero alrededor de la tapa había una junta de barro que
la sellaba. Dejó por un momento el recipiente sobre el muelle.

Se ocupó de sus cosas en el bote. Tomó el bolsito con la comida del día. El mate, la yerba y el tetra brik de tinto que había comprado en la lancha almacén.
Subió la escalera del muelle y caminó internándose en la plantación. Enseguida se dio cuenta de que se había olvidado de la vasija.

Volvió al muelle. Sacó su navaja y comenzó a desgastar la junta alrededor de la tapa. El temblor dentro de la vasija iba en aumento. También su curiosidad.
No se detuvo ni por un momento a pensar si eso podía ser peligroso.

El barro, que durante casi un milenio, había mantenido asegurada la tapa fue cayendo sobre el muelle y poco a poco fue quedando liberada. De la rendija
que iba dejando, parecía salir una leve brisa.

Y la brisa se convirtió en tempestad.

Algo lo arrojó fuera del muelle en cuanto destapó la vasija. Fue como una ráfaga de viento que salió del recipiente. Un grito que no se había escuchado
en la tierra desde hacía mil años le taladró los oídos y lo paralizó de terror. Alcanzó a ver lo que salía de la vasija y murió sin comprender lo que veía. 

Seis Años después...  

El pontón se acercó a la Isla de los Laureles, en el río Paraná. El hombre robusto de manos grandes maniobró hasta encontrar un lugar apropiado para desembarcar.
Con dificultad bajó a tierra ayudándose con unas raíces que sobresalían en la costa un tanto escarpada. Parsimoniosamente amarró el pontón a un árbol que
crecía cerca de la costa, y del fondo de la embarcación extrajo un termo, yerba y un mate, los depositó sobre el pasto aún húmedo de la mañana.

Apenas pisó la isla, el hombre al que llamaban Don Mario, sintió la presencia de lo que venía a buscar. Percibía su ira.

Fueron seis largos años de búsqueda. Desde que había oído el rumor de que algo estaba causando terror en una zona del Delta. Era algo grande, no un simple
espíritu maligno al que se lo podía combatir fácilmente.

Y antes de enfrentarse a él, debía saber que era.

La búsqueda lo había llevado bien al norte, hasta aquel cementerio indígena y a las tres vasijas que habían desaparecido. A los sabios de la tribu se les
había encomendado la custodia de las vasijas, y estas fueron enterradas, bien profundas en el cementerio.

Cada una de ellas contenía un demonio que los dioses habían ayudado a vencer. El del aire, el del agua y el de la tierra.

Pero lo que había sido concebido para durar eternamente la naturaleza se encargó de hacerlo más fugaz, y en menos de mil años el agua socavó el cementerio
y las vasijas quedaron liberadas. El agua las fue llevando de arroyo en arroyo, y de río en río, hasta desembocar en el Paraná. El derrotero de las vasijas,
continuó por el Río Paraná, pasando frente a muchos centros urbanos y milagrosamente ninguna había sido encontrada y destapada. Hasta hacía seis años.

El hombre al que llamaban Don Mario sabía ahora, que una de ellas era la causante del mal que aquejaba una zona de lagunas y bajíos cerca del arroyo El
Ceibal, al sur del Paraná Guazú. Siguiendo la pista de las vasijas supo que la segunda se encontraba perdida en algún lugar del delta entrerriano, probablemente
entre el Río Gutiérrez y el Río Paraná Bravo.

Y la tercera estaba bajo sus pies.

Podía sentir la furia que subía por la tierra cuando el ser que había dentro de la vasija detectó su presencia.

Se encontraba parado en el extremo noroeste de la isla. Allí la naturaleza había revertido su labor. Unos años atrás la corriente había depositado el recipiente
en ese sitio y pronto los sedimentos traídos por el río lo fueron sepultando en el barro. Los juncos crecieron encima. La corriente disminuyó y más sedimentos
se asentaron. La vegetación costera creció. Un Sauce joven señalaba el lugar y sus ramas se inclinaban hacia el río.

No era suficiente.

Don Mario caminó alrededor del sauce. Miró al cielo. Faltaban algunos minutos para que el sol llegara al cenit. Se sentó a la sombra del árbol y todavía
con el mate en una mano y el termo en la otra, esperó el momento indicado.

Desde allí podía ver el espectáculo imponente del río. En ese punto debería tener unos tres kilómetros de ancho. La isla se encontraba más cerca de la
costa sur. De ese lado el brazo del río acompañaba el contorno de la isla dando una amplia curva, que terminaba varios kilómetros más atrás, en la isla
Dorado. Ambas islas ya casi se habían unido y sólo las separaba un angosto estrecho cubierto de juncos.

Llegó la hora. Don Mario dejó a un lado el mate y se concentró en el sauce.

Su mente llegó a la raíz. Ésta comenzó a crecer. Como dos brazos que se extendían a través de la tierra, la raíz llegó a la vasija y la rodeó. La sostuvo
mientras la tierra debajo del recipiente se abría formando un pozo de unos tres metros de profundidad. Don Mario consideró que era suficientemente profundo.
Los dos brazos de la raíz continuaron creciendo llevando la vasija hasta el fondo.

Ahora, en la profundidad del pozo, brotes laterales comenzaron a salir de la raíz y fueron rodeando la vasija hasta formar una red que la envolvió. La
prisión vegetal estuvo completa cuando una intrincada malla se formó y luego la tierra volvió a cerrarse sobre ella. El sauce sería a partir de ese día
el custodio de la vasija.

Don Mario volvió caminando lentamente al pontón. El esfuerzo lo había agotado. Ahora debía decidir de cual de los otros dos demonios se encargaba primero.
El que estaba suelto o el que estaba perdido. Le parecía más peligroso el que estaba perdido, debía encontrar la vasija y ponerla a salvo antes de tener
que vérselas con los dos sueltos.

Pero antes tenía que hacer algo muy importante. Llegó hasta su embarcación y eligió un buen lugar con sombra. Se recostó sobre el pasto y casi enseguida
se quedó dormido.

Una buena siesta siempre era importante. Los demonios podían esperar.

Tenía todo el tiempo del mundo.  

Continúa en LAS TRES VASIJAS parte II