Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El pajonal: cuento.

EL PAJONAL

Roberto Vilmaux

Atracó el bote amarrándolo a la escalera de madera que hacía de muelle. Dejó su bolso y algunas herramientas sobre el pasto y se trepó sin dificultad. Tomó un machete que había dejado clavado en la tierra esa mañana y se encaminó hacia el fondo del terreno.

El hombre caminaba lentamente sintiendo el cansancio de una jornada laboral muy dura en la plantación. A las cuatro de la mañana había salido de su casa y luego de más de una hora de remo, le era imposible por ahora reparar el motor de su bote, le esperaron doce horas de forzados trabajos Luego otra vez remar para llegar a su casa, otra vez de noche, para volver a empezar todo de nuevo a las pocas horas.

Pasó de largo el rancho de madera y se acercó hasta el límite que marcaba la zona despejada de vegetación. Más allá el pajonal crecía firme con sus cortaderas y pajas bravas, hasta perderse de vista. Buscó las marcas que había hecho el día anterior y comprobó que todo iba bien. Siguió caminando en la oscuridad hacia su derecha mientras encendía un cigarrillo, siguiendo las marcas que había dejado. Estaba por culminar la ronda cuando se alarmó al ver que el pedazo de trapo blanco que había dejado hacía tres días estaba en el interior del pajonal.

Durante más de media hora, a pesar del cansancio, despejó con el machete una zona de unos cinco metros de largo por tres de ancho, avanzando sobre el pajonal. Luego volvió a dejar la marca en el límite que había limpiado y caminó hacia la casa.

Era una batalla que había comenzado apenas llegó a la isla. El albardón tenía allí apenas unos metros y pronto comenzaba el pajonal, que avanzaba hacia la costa del arroyo con una rapidez asombrosa. Cuando él llegó, ocupó el rancho construido por quien sabe quien, y antes de dedicarse a la reparación de la casa pasó varios días machete en mano limpiando el terreno. Todos los días, desde entonces, dedicaba unas horas a su guerra contra el pajonal.

Una vez dentro de la casa encendió el farol a kerosén y buscó algo para comer. Medio salamín, un pedazo de queso duro y un poco de pan fueron su cena. Estaba muy cansado para ponerse a cocinar. Mientras llenaba hasta rebalsar un vaso con un vino tinto de dudosa calidad, recordaba que fue su ex vecino, Don Carlos, quien le advirtió acerca del pajonal.

—Mire amigo —Decía—. Este pajonal tiene vida propia, no como un vegetal, sino como algo que realmente vive. ¿Me entiende? Ellos no nos quieren, este es su territorio. Nosotros somos intrusos. Desde que llegué estoy peleando. Y vea amigo, lo que le digo, a la larga, ellos van a ganar.

Al principio se reía, le parecían unas pavadas de un viejo delirante. Entre carcajadas lo había llamado ¡el pajonal inteligente!, pero con el correr del tiempo comenzó a cambiar de idea. Macheteaba aquí y al otro día la vegetación avanzaba en otro sitio.

Se durmió pensando en las palabras que le había dicho Don Carlos antes de mudarse.

—Fíjese que las plantas no crecen, avanzan. Usted corta en un sitio y a los dos o tres días ya cubrieron la zona, nunca hay plantas chicas, siempre están crecidas. Es porque todo el pajonal se mueve.

Lo había comprobado varias veces.

Pasaron tres meses. La obsesión por el pajonal crecía en él. Volvía del trabajo y antes de hacer nada recorría todo el perímetro del terreno con el machete en la mano. Había tendido una soga atada a estacas que marcaban su límite. Siempre encontraba alguna zona invadida y procedía a la limpieza.

Pronto comenzó a sentir que mientras hacía el trabajo era observado por algo o alguien. Nunca se adentraba mucho, los ceibos que crecían dentro del pajonal se le antojaban sospechosos. En el invierno, sin hojas, tenían un aspecto siniestro.

Aquella noche, mientras se acostaba, recordó otras palabras de Don Carlos.

—No me lo va a creer, pero yo los escucho cuando crecen y se acercan.

Se levantó y por primera vez desde que estaba en la isla atrancó la puerta.

Llegaba tarde al trabajo. Había cambiado de hábito, ya no se atrevía a acercarse de noche al pajonal, por lo que esperaba el amanecer para reanudar su lucha diaria contra la vegetación.

Fue a partir de aquella noche, que debido a la bajante no pudo atracar el bote frente a su casa. Siguió navegando hasta el terreno que ocupara su vecino, unos doscientos metros más allá. Era un lecho profundo allí, por lo que siempre había agua junto a la costa. Cuando descendió, en medio de la oscuridad, se vio cercado por su enemigo vegetal. La casa de madera estaba rodeada de un mar de pajas bravas y el sendero que conducía a su casa también estaba invadido.

Fue un shock para él. Había pasado menos de seis meses desde que Don Carlos y su familia se habían mudado, nunca se habría imaginado que en tan poco tiempo todo ese espacio estaría cubierto.

No sabía que hacer, sin machete, empezó a caminar sobre las plantas, bordeando la costa del arroyo. Pronto le pareció que le envolvían las piernas y no lo dejaban avanzar. Entró en pánico. Al principio quiso correr, pero era peor. Finalmente terminó en el lecho barroso del arroyo enterrándose hasta las rodillas en cada paso que daba.

Llegó a la casa embarrado hasta las orejas. Se lavó como pudo, atrancó la puerta, y cerró las ventanas con los postigos de madera. En la total oscuridad y el silencio dentro de la casa, comprobó que eran ciertas las palabras de Don Carlos.

Ahora los escuchaba avanzar.

Ya no iba al trabajo. Le parecía demasiado tiempo perdido fuera de la casa. Por las mañanas se levantaba con el alba y luego de tomar unos mates se dedicaba a limpiar el terreno. Estaba ganando la batalla. Había avanzado sobre el pajonal unos cuantos metros, llegando casi a la línea del primer ceibo.

Luego de la primera embestida matinal se sentaba en una silla, muy cerca del límite, con el machete en el regazo, vigilante, por si las plantas avanzaban.

Pero no avanzaban donde estaba él, pero si en otros sitios y eso lo ponía muy furioso.

De vez en cuando les lanzaba gritos de advertencia, blandiendo el machete en el aire.

—¡Plantas de mierda, ¿se creen que me van a ganar a mí?! ¡Les voy a prender fuego, no va a quedar una en toda la isla! ¡Esta es mí casa, mi terreno, mi isla!¡No me voy a ir echado por unas plantas mugrosas!

Por las noches era distinto. Perdía toda la valentía que le daba tener el machete en la mano. Apenas caía el sol se encerraba en el rancho, trancaba las puertas, cerraba las ventanas y los postigos y permanecía expectante a los sonidos de las plantas. Los escuchaba aún con los algodones que se ponía en los oídos. Había tapado todas las rendijas de las paredes. No se filtraba ni una gota de luz, ni de adentro ni de fuera.

Esa noche fue especial. El viento del sudeste traía infinidad de sonidos desde el pajonal. No pudo dormir, atento a que ninguna planta se le filtrase en el rancho subiendo por los pilotes.

Parecía que algo andaba por afuera. Sentía un roce debajo de los tablones del piso. Algo pareció rasgar el postigo de la ventana que daba al pajonal. Apoyó el oído allí para oír mejor. Los ruidos estaban en todos lados y como fondo sentía el avance del pajonal entero. La escalera. ¿Algo subía por la escalera?

Permaneció largo tiempo parado frente a la puerta. El corazón le latía con fuerza. No se atrevía casi a respirar para poder oír mejor. El machete en posición de descarga. Si algo entraba a la casa lo partiría en dos.

El alba lo encontró en esa posición. Medio dormido, solo se relajó cuando sintió el cantar lejano de los gallos y el estruendo de las pavas del monte.

Afuera todo estaba como el día anterior. El arroyo crecido por efecto de la sudestada. El pajonal en su sitio, aunque el sendero que conducía a la casa vecina estaba otra vez cubierto. Estaba muy cansado para limpiarlo.

Se sentó en su silla en el límite de la vegetación, casi al lado del ceibo. El machete seguía en su mano derecha desde el comienzo de la noche. El cansancio lo venció y se quedó dormido mientras el día avanzaba y en el cielo jirones de nubes bajas pasaban traídas por la sudestada.

Se despertó cerca del mediodía. Miró a su alrededor, primero de reojo y luego girando todo el cuerpo lentamente. Estaba como en un sueño, no pudiendo creer lo que veía. Cuando lo comprendió lanzó un alarido que hubiera puesto la piel de gallina al más valiente.

Estaba rodeado por el pajonal. La silla y el ceibo habían quedado en el centro de un pequeño claro y todo alrededor estaba cubierto por pajas bravas y cortaderas. Se lanzó a golpes de machete y gritando desaforadamente hacia la casa.

Junto a uno de los pilotes había dejado un bidón con combustible. A la carrera volvió al claro rociando el combustible en su camino. Una llamarada brotó cuando logró encenderlo. El fuego se extendió rápidamente, pero no tuvo en cuenta el efecto del viento. La sudestada empujó las llamas hacia el arroyo y su casa estaba en el camino. Ardió en pocos minutos. Pero a él ya no le importaba la casa. Continuó a los machetazos limpios avanzando hacia el interior de la isla.

A José Rodríguez, nadie lo volvió a ver. No tenía ningún familiar que lo reclamase.

El pajonal avanzó firme hasta costa del arroyo, cubriendo todo el albardón de la zona. Las plantas crecieron y pronto ocultaron los restos de varios pilotes de madera chamuscados por el fuego.

Fin