Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Un barrio de nombre Panfilovka: cuento.

Un barrio de nombre Panfilovka
Mijail Yelizarov (Rusia)
El barrio se llamaba Panfilovka por el nombre de la aldea a partir de la
cual se había originado. Como curiosidad, en los años treinta la aldea
se anexó
a la ciudad tras haberse convertido en un suburbio obrero. Después de la
guerra la mayoría de las casuchas particulares fueron derribadas para
dar vía
libre a nuevas construcciones. Sobrevivieron algunas casitas, que
acabaron sus días escoltadas por armaduras de hormigón.
El adolescente Anatoli vivía en el sector privado. Quizá por eso el
origen de sus sufrimientos era de naturaleza completamente chejoviana:
el fértil jardín
que rodeaba su casa. Sus viejos amigos, que vivían en bloques altos,
recibían cada verano su cánon de manzanas, peras o cerezas a cambio de
una buena relación,
pero si este tributo frutícola no les parecía suficientemente abundante,
llegaban malos tiempos para Anatoli. Una tarde de agosto Anatoli estaba
sentado
en la barandilla de un arenero y se secaba una sangre inexistente en los
labios. El amor propio le impedía trasladarse del patio común al
particular. Y
simplemente se había encaramado lejos de quienes le humillaban. Estaban
separados por la zona de juegos y una mesa con un tejadillo de madera en
la que
por las noches los hombres de los bloques cercanos echaban ruidosas
partidas de dominó. Anatoli vio que no había sangre, pero siguió
palpándose el labio
con diligencia. Cada vez que se lo rozaba, el tragar aire se volvía
doloroso. Ese sonido en los límites de la intensidad contenida honraba
por igual a
la persona que había asestado el golpe y al que lo había sufrido.
Anatoli era consciente, claro está, de su adulación oculta y sufría
doblemente por ello.
Otros años, sin fuerzas para soportar la separación, era el primero en
ir a hacer las paces, y entonces toda la panda abarrotaba su jardín y lo
saqueaba.
Y después la madre de Anatoli se iba a la cama con jaqueca porque esos
cultivos eran su medio principal de subsistencia y su escaso «remiendo»
monetario
no cubría este constante agujero en el presupuesto familiar. A su padre
Anatoli no lo recordaba. El grupo dejó de molestar físicamente a
Anatoli, pero
continuó acosándole de palabra. Los insultos no aludían personalmente a
Anatoli, pero se soltaban de la forma adecuada para que dieran justo en
el clavo.
Cualquier otro día se hubiera quedado callado, como en ocasiones
anteriores, pero hoy a su deshonra le surgió un testigo accidental. En
la mesa se había
sentado un tipo con el aspecto de un vulgar currito de unos cuarenta
años. Incluso de lejos se distinguían sus manos machacadas de trabajar.
El hombre
fumaba indolente, escupiendo de vez en cuando las hebras de tabaco que
se le quedaban pegadas en la lengua. No obstante, la presencia de un
extraño hizo
que Anatoli se revolviera. Y, al final, Anatoli «se pasó». Sin querer,
se le escapó un epíteto que le acarrearía consecuencias. Inmediatamente
del grupo
se separó el destacamento punitivo, formado por los tres chicos más
fuertes. Anatoli sintió la bilis en su boca, su mandíbula magullada
empezó a resentirse
por adelantado. Miró al hombre, pero éste examinaba con indiferencia las
punteras de sus bastas botas, similares a un canto rodado. Cuando el
primero de
los chicos se plantó a la altura de lo que parecía un trabajador
amodorrado, sucedió algo inesperado. El tipo, sin cambiar la posición de
su cuerpo, estiró
bruscamente una pierna. El chico cayó al suelo de golpe. Intentó
levantarse, pero recibió un puñetazo en la espalda y el chico se
desplomó de nuevo. Un
objeto afilado y corto, similar a una lezna, se le cayó de la mano, y el
tintineo apenas se oyó en el asfalto.
-Largo de aquí -dijo el hombre tranquilamente. El chico le miró a los
ojos desde abajo y, al parecer, percibió en ellos algo que le hizo
levantarse sin
abrir la boca y salir corriendo rápidamente en dirección a las casas. El
resto de los chavales se esfumó sin dejar huella.
-Déme un cigarrillo -Anatoli, por si acaso, inició un acercamiento. El
hombre hurgó en su bolsillo y sacó un paquete arrugado. Vacilando,
Anatoli enganchó
un cigarrillo con las uñas-. Me llamo Tolik, ¿y usted?
-Pues digamos que tío Vasia -el hombre se presentó sin ganas-. Oye,
Tolik -dijo de repente-, necesitaría un sitio donde quedarme, estoy de
paso. ¿Puedes
ayudarme? -preguntó dudando un poco.
-Venga a mi casa -se le ocurrió a un alegre Anatoli-. Tenemos una casa
grande, hay un montón de sitio; ¡puede quedarse todo el tiempo que quiera!
-No ocupo mucho -el hombre se animó-, y apenas tengo cosas -alzó un poco
un petate raído de electricista-. No estaré mucho tiempo, solo una
noche, aquí
no me retiene nada -dijo arrogante-. Mis camaradas de trabajo me
esperan. Tomaré un tren y directo a verlos, a mis camaradas. Tengo
buenos amigos, ojalá
todos fueran así -una emoción manifiesta podía sentirse en su voz.
-¿Y adónde va? -se interesó un Anatoli respetuoso.
-Adónde, adónde, a tomar por culo -respondió el hombre sin ironía. La
manida expresión le indicó a Anatoli que, sin duda alguna, manifestaba
una curiosidad
inoportuna. Anatoli sonrió y calló educado. Al hombre, por el contrario,
se le soltó la lengua y fue todo el camino desgranando distintos
detalles de su
vida, cordiales e íntimos, como una canción al son de la guitarra.
Trabajaba como instalador de circuitos y todas sus historias,
independientemente de
su contenido, terminaban con el mismo estribillo: «¡Menudo trabajo tan
formidable el mío!».
Anatoli le escuchaba sin prestar atención a los detalles. Sus argumentos
se parecían bastante a los de las películas que había visto sobre las
obras del
Komsomol, sobre la amistad y la camaradería, las dificultades y los
peligros y, por supuesto, sobre el amor cristalino hacia alguna
empaquetadora o cocinera,
por eso Anatoli no dudó ni por un momento sobre la veracidad de esas
historias. Mientras caminaba añoraba esa felicidad oída. Aparte de su
madre, no le
esperaba nadie, no se le suponían amigos fuertes y valientes,
instructores jefes, incendios e inundaciones, puestas de sol, fogatas,
besos; todo parecía
lejano e irrealizable. Solo se permitió una observación:
-Estaría bien ser electricista.
-Si quieres, puedes serlo -dijo el hombre y empezó un nuevo cuento.
Total, que antes de que llegara su madre, Anatoli se había convencido
totalmente de que había llegado el momento de romper con la escuela -de
todas formas
no le aportaba nada- y partir tras los pasos del tío Vasia o irse con
él. Para no disgustar a su madre, decidió no comunicarle sus intenciones
por el momento
y dejar pasar un poco de tiempo. El tío Vasia le cayó bien a su madre.
Delante de ella no contó historias, sino que se dedicó a reparar la
cerca. Durante
la cena también estuvo muy callado. Lo único que descompuso un poco esa
impresión fue cuando la madre le preguntó adonde iba. El tío Vasia,
sonriendo con
esfuerzo, respondió: «Adonde, adonde, a tomar por culo». Lo que se
interpretó como un infructuoso intento de hacer una gracia. La
embarazosa pausa que
surgió en la mesa se vio interrumpida por una tronada. A través de la
ventana resplandeció el lila de un rayo y retumbó otro trueno.
-Menudo chaparrón -dijo turbado el tío Vasia. Y entonces de repente se
fue la luz.
-Debe de ser algo en la instalación -conjeturó la madre con cautela-.
Qué suerte tenerle en casa. ¿Le echaría usted un vistazo, Vasili Artemovich?
Un fogonazo azul captó por un instante el rostro desfigurado por la
cólera del tío Vasia, y la habitación volvió a quedar sumida en la
oscuridad.
-Sin problemas -respondió amablemente el tío Vasia, encendiendo una
cerilla. Una sonrisa amistosa iluminaba su rostro, y resultaba
incomprensible que un
juego de luces hubiera podido desfigurarla de manera tan falsa en una
mueca colérica. Salió a la entrada, estuvo un rato atareado con el
contador. La lámpara
se encendió.
-Los fusibles están rotos -gritó desde la entrada el tío Vasia.
-Vaya -la madre le hizo un gesto a Anatoli, totalmente satisfecha con la
denominación del fallo-. Tolik, en vez de quedarte aquí sentado conmigo,
ve a
verlo trabajar -añadió sentenciosa, sin sospechar siquiera el terreno
que estaba abonando. La verdad es que deseaba decirle algo agradable a
su huésped.
Pero esa noche el huésped durmió intranquilo, se despertó repetidas
veces y todas ellas salió a fumar al jardín. Cuando regresaba, se
revolvía durante
un buen rato, hacía rechinar los muelles del viejo diván y se quedaba
dormido con un ronquido que a veces recordaba a un sollozo ahogado. Se
levantó al
amanecer, no eran ni las cinco. La madre se sorprendió de que Anatoli,
normalmente dormido a estas horas de la madrugada, también estuviera
despierto y
que con aspecto sombrío se sentara con el tío Vasia a tomar té.
Estuvieron comentando algo en voz baja, después el tío Vasia comunicó
que tenía que irse
a coger el tren:
-Bueno, ¿qué, Tolik, me acompañas hasta el autobús? -le hizo un guiño
pícaro a Anatoli y cogió su petate.
Salieron a la calle y echaron a andar hacia la parada.
-¿Estás realmente decidido a venirte conmigo? -preguntó desconfiado el
tío Vasia-, ¿Has pensado en tu madre?
-Mejor le escribo luego o la llamo por teléfono -gruñó Anatoli.
-Menos mal que me lo has recordado -el tío Vasia se dio incluso una
palmada en la frente-, precisamente tengo que hacer una llamada, hay que
avisar a los
compañeros de que no voy solo -su semblante se volvió enigmático y
severo-; si por lo que sea no quieren llevarte, me lo dirán, y así no
tendrás que irte
a ningún sitio.
-¿Por qué no van a querer? -se asustó Anatoli-. ¡Pero si usted mismo
dijo que necesitan hombres jóvenes y atrevidos! Además, ¿cómo va a
llamar si la oficina
de correos está todavía cerrada? -Anatoli se quedó mirando al tío Vasia
con pinta de infeliz total.
-No te preocupes -respondió el tío Vasia-, tengo línea directa con
ellos. Llevó a Anatoli a una caseta de transformadores. Sacó de su
petate una llave
especial y la abrió. Para sorpresa de Anatoli tras la llave apareció un
auricular con un pequeño cable. Entre la innumerable cantidad de
clavijas y tomas
de corriente el tío Vasia encontró el enchufe necesario y conectó el
cable del teléfono.
Tras acercarse el auricular a la oreja, comprobó la calidad de la
comunicación:
-¿Alo? ¿Alo? ¿Me oís? ¡Os recibo!
Por lo visto, al otro lado de la línea habían respondido, el tío Vasia
dijo «sí», «sí», sonrió a Anatoli alentándolo y se puso a hablar por el
auricular:
-No voy solo... Está conmigo -volvió a escuchar y desconectó el cable-.
Todo solucionado -metió el auricular en el petate-, nos están esperando.
A Anatoli se le quitó un peso de encima. Mientras tanto, el tío Vasia
hizo chisporrotear varios interruptores y dijo con aire preocupado:
-Será posible, cómo se ha recalentado -acercó su palma a un panel con
dibujos hechos con gotitas de estaño de las que salían unos hilos de
alambre-. ¿Quieres
sentir la corriente? Trae acá tu mano.
Obediente, Anatoli colocó su palma en el panel. La verdad, no sentía nada.
-Ya está -dijo el tío Vasia y su voz empezó a temblar de forma extraña-.
Y ahora nos vamos. ¿Sabes adonde?
Anatoli podía ver cómo en los ojos del tío Vasia resplandecían zigzags
de un azul claro.
-¿Adonde? -preguntó en un susurro.
-¡Adonde, adonde! -el tío Vasia soltó un terrible y solemne grito-. ¡A
tomar por culo!
Bruscamente el panel comenzó a chisporrotear. Anatoli intentó retirar la
mano pero estaba totalmente pegada. En un segundo la placa se carbonizó
y se desintegró,
como el agujero de una media, dando paso a un nuevo espacio. La poderosa
corriente eléctrica había absorbido a Anatoli y le había hecho girar en
el centro
de un colosal embudo que se extendía hasta el abismo. A su alrededor
resplandecían relámpagos y a través de violentas corrientes plagadas de
interferencias
llegaron las palabras del hechizo:
-¡Reparar los cables! ¡Yo solo un momento, tú siempre!
Anatoli se encontraba de nuevo junto a una caseta de transformadores
abierta, a su lado estaba el tío Vasia, pero el paraje que los rodeaba
era completamente
distinto. El cuadro que se descubrió le recordó a Anatoli el panorama de
los años de revueltas posteriores a la guerra tal y como aparecía en las
viejas
películas. Un interminable camino de tierra allanado por las ruedas se
extendía hacia el horizonte. En sus márgenes se alzaban postes con
cables arrancados.
A lo largo del camino se extendían campos, se divisaba un bosque y la
línea opaca de un río. Sobre el río se encaramaba un pueblecito, y de
vez en cuando
el viento traía desde allí fragmentos de una coral armoniosa.
-¡¿Qué es todo esto?! -instintivamente Anatoli se arrojó asustado hacia
el tío Vasia, pero éste lo apartó con brusquedad.
-Cállate y escucha -dijo-, solo tengo un minuto y si no me da tiempo a
contarte todo, será por tu culpa.
Anatoli tenía unas ganas horribles de echarse a llorar pero ese tono
glacial de advertencia, más terrorífico incluso que un grito, le hizo
prestar atención
a todo lo que el tío Vasia quisiera decirle.
-Estás A Tomar por Culo -el tío Vasia empezó a hablar impasible y a toda
mecha-, tienes que reparar el cable y continuar hacia delante hasta
recorrer los
Cien Mil Postes. Cada mil postes, habrá una caseta de transformadores,
informarás por teléfono sobre el trabajo realizado al Jefe de Obra
Supremo. No intentes
engañarle, pues si lo haces la cantidad de postes nuevos aumentará diez
veces. Cuando hayas conectado el cable al poste número cien mil, te
permitirán,
de acuerdo con el Jefe de Obra Supremo, salir al mundo antiguo a buscar
un relevo. Para ello el Jefe de Obra Supremo te concederá veinticuatro
horas exactas.
No tienes derecho a ocultar a tu relevo adónde lo llevas, debe venir
aquí por su propia voluntad. Si no te da tiempo a encontrar a tu
sustituto, entonces
regresarás y te quedarás para siempre.
-¡Pero si yo no sé arreglar cables! -suplicó Anatoli.
-No es difícil, las herramientas y las instrucciones imprescindibles
están en el petate -el tío Vasia se apresuró a poner su mano sobre el
panel negro
de la caseta de transformadores-. No me guardes rencor, Tolik.
Algo parecido a la compasión asomó de manera fugaz a su rostro. Una
chispa azul se encendió, el tío Vasia empezó a temblar y su interior
brilló en la oscuridad
con un fuego azul. Un grito horrible se escapó de su garganta, se
convirtió en un chorro vivo de corriente eléctrica y desapareció en el
transformador.
Anatoli se quedó solo. Permaneció sentado, sin moverse, puede que un
día, o puede que una semana. Perdió la noción del tiempo. Nada cambió en
el cielo,
siempre iluminado por un púrpura pálido que podía encajar tanto en la
salida como en la puesta de sol. En el petate, además del juego de
llaves, de alicates
y de unos «trepadores» de montador para escalar a los postes, había un
paquete de kéfir, queso fresco y bocadillos de chorizo. De todas formas,
no sentía
ni hambre ni sed. Dejándose llevar por un espejismo bucólico, salió del
camino y se dirigió hacia el pueblo, pero no avanzó ni un solo paso.
Comprendió
que aparte del camino no había nada objetivo. Siguiendo las
instrucciones impresas en un papel basto y con restos de serrín,
aprendió a tender los cables
arrancados. En su primer poste número mil el operador le comunicó con
voz artificial que en su cartilla laboral habían hecho el
correspondiente registro.
Una vez se le ocurrió suicidarse tocando un cable desnudo, pero la
corriente no le mató sino que se esparció entre sus dedos como el agua.
Dejó de buscar
la muerte porque en este mundo no existía. Sobrevivió al miedo a la
soledad y a la soledad misma, al miedo a la locura y a la locura misma.
Obstinado,
siguió reparando los cables viviendo de antemano el momento en que
saldría a su viejo mundo desde la caseta de transformadores.
En su cabeza preparaba las palabras melosas con las que atraería a su
futuro relevo a pasear con él por este A Tomar por Culo.