Texto publicado por Fátima Osores

EL CUENTO DE SOL

EL CUENTO DE SOL

I
Se llama Sol Aguirre. Llega a Tucumán arrastrando su valija y su acento cordobés.
El remisero la ha mirado feo cuando mencionó el nombre del barrio al que se dirigía.
En la puerta de la casa, la tía inválida la mira con horror y luego con piedad. Sol viene a acompañarla ahora que ha terminado la secundaria y no sabe aún qué camino seguir en la vida.
La tía es profesora de literatura pero ya está jubilada. No le gusta la tecnología, ni siquiera tiene máquina de escribir, así que Sol será la encargada de ir al cyber a pasar en computadora los trabajos que entretienen su ocio; son en su mayoría críticas de libros que la tía devora fervorosamente.
Como el barrio es peligroso, Sol toma un colectivo y va a un cyber en el centro. Va casi siempre con la cabeza baja pero ha descubierto que de vez en cuando debe mirar por dónde camina. Al doblar la esquina, por ejemplo, se ha cruzado con una figura humana y ha tenido que levantar sus ojos para verla.
Esa breve mirada cambiará su vida, pues el muchacho que ha visto la ha deslumbrado. Es alto, delgado, de cara sonriente, y sus ojos transmiten tanta dulzura, la misma dulzura que la inunda cuando, unos pasos más adelante, oye su voz respondiendo a un saludo. Sabe ya su nombre, y en las sucesivas visitas al cyber se las ingeniará para saber más de él: su apellido, su trabajo y, finalmente, su número.
Y Sol empieza a escribirle. No se hace ilusiones; ¿cómo podría ella pretender algo serio con ese joven tan distinguido que seguramente tiene a sus pies a todas las chicas que lo rodean? Solo le escribe porque quiere acercarse, quiere entretener su soledad con esa compañía virtual tal como la tía entretiene la suya con los libros.
Y el joven le responde, al principio entusiasta. Sol es feliz, cree que con sus halagos ha logrado conquistarlo; llamar, al menos, su atención. Pero él es serio, no quiere jugar. Y sospecha, cree que Sol no es quien dice ser, que es alguien que él conoce.
Le pregunta dónde vive y ella, recordando la mirada del remisero, siente vergüenza de nombrar ese barrio de mala fama.
Quiere oír su voz, dice, que ha de ser muy dulce. Ella le pide que no la llame; le explica que su tía duerme, que tiene el sueño muy liviano. Pero él no le cree. ¡¿Por qué no le cree?!
La carita de Sol se vuelve cada día más triste. Creía que encontraría una compañía, y en cambio siente que su soledad se hace cada vez más abismal.
Él le ha preguntado de dónde se conocen y ella ha estado a punto de contarle que cuando va al cyber… pero sabe que él no la mira, que él nunca la mirará, y no sabe qué le duele más, si la certeza de que no la mira o el pensamiento de que un día pueda mirarla. Sol cierra los ojos; no necesita ver para saber que el espejo reproduce las lágrimas rodando por esa cicatriz, la que le recorre la mejilla derecha, la que, desde el día que perdió a sus padres, es su estigma y su cruz.

II
Lo conocí casi por azar, en una entrevista de trabajo. Ese primer día no me llamó mayormente la tención, aunque alguien comentó que era simpático.
En el transcurso del año siguiente la relación laboral nos acercó, y algo fue creciendo, gradualmente, en mi interior.
Él era amable conmigo, pero, ¿cómo tomar esa amabilidad por otra cosa si lo era con todo el mundo?
Por las noches yo soñaba con verlo, pero cuando lo encontraba quería huir… ¡Y él siempre tan amable!
Me trataba con deferencia, casi podría decirse que me brindaba una incipiente amistad, pero yo no podía acercarme más. Su posición me cohibía. Había tantos detalles que quería saber de su vida, ¡y no podía preguntárselos!
Yo deshojaba la margarita: “me quiere, no me quiere. ¿Me querrá?, ¿no me querrá? Y oía las canciones que parecían escritas para mí.
Miles de conjeturas se amontonaban en mi cabeza. Porque no podía no amarme; no podía no saber lo que yo sentía por él.
Y pedía señales, y buscaba presagios.
Y un día fue la plaza, el chip de una amiga… y el cuento de Sol.
Fátima Osores
2011