Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Madelaine: Guadalupe Nettel.

El País /cultura
Madelaine

Debo la rebeldía de mi primera juventud a las reglas estrictas que siempre
recibí en casa.
Guadalupe Nettel.

El matrimonio, y sobre todo la reproducción, deberían estar vetados para
personas inmaduras. Cuando tenía veinte años cometí el error de enamorarme
de Víctor, un chico mexicano apenas mayor que yo con mucho talento para las
artes plásticas. Nos conocimos en París, durante una exposición colectiva
que organizó el Palais de Tokyo sobre artistas noveles del mundo. Con él
viajé a México, a Sudamérica y a la India, país por el cual sentíamos
entonces una gran afición. Fue un amor fulgurante y sin ambigüedades.
Estábamos convencidos de que permaneceríamos juntos el resto de nuestra vida
y por eso, cuando la casualidad quiso que me embarazara, nos pareció lógico
dar el paso al matrimonio. La maternidad, sin embargo, cambió mi manera de
ver las cosas. Ya no me interesaba tanto conocer lugares exóticos como crear
una estabilidad para que mi hija fuera a la escuela y tuviese un hogar
seguro. Dejé de acompañarlo a sus fiestas y a sus viajes y, como era de
esperar, él acabó enamorándose de otras.

Más que resignarme a perderlo, lo que realmente me costó fue educar sola a
Uma, nuestra hija. Nunca he sido una persona metódica, de modo que me
resultó muy difícil imponer límites y estructuras en casa. Dos o tres veces
al año, Víctor venía a París por cuestiones profesionales y aprovechaba para
convivir un tiempo con nosotras. Siempre que esto ocurría, mi frustración
era enorme. Llegaba cargado de juguetes y objetos exóticos de Yucatán:
caracolas gigantes donde podía oírse el mar, serpientes de colores talladas
en madera, blusas indígenas. Durante esas visitas, llevaba a Uma a conocer
museos y parques de atracciones. La dejaba comer a su antojo y a la hora que
fuera, echando por la borda todos mis esfuerzos. Como es natural, la niña
idolatraba a su padre mientras que a mí me consideraba la represión
personificada. Yo siempre temí que, a pesar de la distancia, la personalidad
de Víctor constituyera una influencia perjudicial para ella. Admiramos más a
quienes no están junto a nosotros. Uma no había vivido de cerca el
egocentrismo y la arbitrariedad de su padre, y, por supuesto, no podía
sospechar todos los defectos que se derivaban de éstos. No sabía, por
ejemplo, lo malhumorado y grosero que puede ser mientras está trabajando. El
hipismo de su padre la hacía soñar y, de alguna manera, determinó su
carácter. Así, a los catorce años, Uma viajó sin mi consentimiento haciendo
autoestop por varias ciudades de Francia, y durante ese trayecto se aficionó
a la marihuana. Aunque no había tenido relaciones sexuales todavía -me lo
confirmó el ginecólogo en una visita- según la directora de su colegio solía
tener escarceos eróticos en el patio de recreo. Por eso, la Navidad en que
su padre nos propuso reunirnos durante el verano siguiente para
intentar -¡vaya fantasía!- vivir en una misma casa con su nueva familia, mi
negativa fue rotunda. Sin embargo, Uma suplicó durante meses que la dejara
ir a ella. Mi voluntad se fue ablandando y acabé prometiéndole decidir en
función de sus resultados escolares, que ese año fueron deslumbrantes.

Sufrí mucho al verla subir al avión y también durante los dos meses que
duró su estancia en la playa de Bacalar. Temí por su educación, temí que sus
modales empeoraran y su rebeldía creciera hasta resultar incontrolable, temí
que se enganchase a las drogas y que se embarazara como me había sucedido a
mí misma. Sin embargo, las cosas ocurrieron de otro modo: Uma volvió
distinta del primer viaje, más paciente, más abierta a mis consejos. Si
antes, en distintas ocasiones, me había pedido que le refiriera la historia
de mi relación con su padre, esta vez me preguntó algo sutilmente distinto:
por qué razones, habiendo tantos hombres en el mundo, me había enamorado de
él. A lo largo del año, su correspondencia con los miembros de su familia
siguió siendo frecuente. En rasgos generales, todo parecía igual a antes de
su viaje y no fue hasta la siguiente visita de Víctor a París cuando noté
algo extraño en la actitud de ambos. Durante la primera cena familiar, Uma
le pidió a su padre que respetara los horarios de la casa: si sus parrandas
lo obligaban a permanecer fuera después de las dos de la mañana, era mejor
que se abstuviera de llegar esa noche para no despertarnos. Me quedé atónita
al escucharla y más aún al advertir la sumisión con la que éste acataba cada
nueva regla. Entonces empecé a hacer cuentas: la madre de Víctor, una mujer
ordenada y de costumbres conservadoras, había sido a su vez hija de una
cabaretera con un hombre casado. En lo que a mí respecta, debo la rebeldía
de mi primera juventud a las reglas estrictas que siempre recibí en casa. Si
quería que mi hija tuviera una vida estable y con estructuras, alejada del
vicio y de la bohemia, nada podía venirle mejor que el contacto frecuente
con su padre.