Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Padre de familia: Guadalupe Nettel.

El País/Cultura
Padre de familia
guadalupe Netel.

Me habría gustado que, en una misma casa, vivieran mi madre y mis dos
primeras mujeres.

He vivido con muchas mujeres a lo largo de mi vida. Lo femenino ha inspirado
mis esculturas desde el comienzo de mi trayectoria y está presente hasta en
las más abstractas, aunque sea de manera sugerida. Siempre preferí a la
Coatlicue que a Tezcatlipoca, a Ixchel que Itzamná, a Sati que a Shiva. No
es casual que en mi tercer viaje a la India, cuando tuve la fortuna de
encontrar a mi gurú, este apareciese bajo la forma de una poderosa maestra.
Tampoco es casual que haya tenido tres hijas (Uma, Saraswati y Kali) y no
varones. De niño, la influencia de mamá fue por mucho superior a la de mi
padre. A pesar de lo que opina la gente, soy un hombre esencialmente
romántico. Estoy seguro de que, en algún lugar del mundo, existe una mujer
perfecta para mí, y que, al igual que yo, ella me está esperando. He
dedicado gran parte de mi vida a buscar a mi compañera cósmica. Y, cuando
por fin creí poseer una pista de su paradero, no me frenaron ni la geografía
ni los prejuicios morales. Sin embargo, no he tenido suerte. Uno no elige su
destino. En tres ocasiones pensé haberla encontrado y durante años me aferré
a esa idea hasta convencerme, con inmenso dolor, de que estaba equivocado.
Con la primera, una mujer de belleza deslumbrante, tuve a mi hija Uma. La
segunda fue una escritora belga con quien viví un amorío de tres meses.
Cuando le anuncié que no era aquella a quien buscaba, se colgó de la
buhardilla donde ambos pernoctábamos en La Haya. Fue una experiencia atroz
de la que no me he recuperado. Los hombres somos destructores por
naturaleza. Basta estudiar un poco las principales cosmogonías de la tierra
para darse cuenta de que el principio masculino siempre acaba fragmentando
la armonía. Sé que he cometido errores pero siempre han sido animados por
una intención pura y espiritual. La tercera, una sanadora maya, descendiente
de chamanes, trajo al mundo a mis otras dos hijas, Kali y Saraswati, y debo
decir que cuida muy bien de estas. Con ella sigo viviendo por razones
prácticas, más que sentimentales. Supe muy pronto que tampoco era la buena,
pero en esta ocasión preferí no decir nada. Suspendí durante más de una
década la búsqueda y me entregué a mi trabajo como única descarga para todas
mis frustraciones. No me ha ido mal. Mis piezas se venden y ocupan un lugar
importante en el mercado del arte. Durante esos quince años, hasta que mis
hijas fueron adolescentes, no tuve ningún otro presentimiento.

Una de mis mayores fantasías habría sido la de reconstituir, al menos en la
medida de lo posible, la unidad familiar. Me habría gustado que, en una
misma casa, vivieran mi madre y mis dos primeras mujeres con nuestras tres
hijas. Hubo un tiempo en que intenté poner en marcha este proyecto. Le
escribí a mamá, quien tenía una residencia de playa en la península, y le
pedí que nos invitara a pasar un verano con ella. Sería, le aseguré, un
periodo magnífico que nos convencería de establecernos así definitivamente.
Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo. Mi primera esposa aceptó mandar
a Uma pero se negó a venir, pretextando que tenía otros planes menos
descabellados para sus vacaciones. Ese verano fue maravilloso. Mis hijas se
entendieron perfectamente, mi madre se enamoró de sus nietas, mi mujer
entabló con mi hija mayor lazos inesperados de complicidad. Todo parecía
encajar de maravilla. Lo único desconcertante fue el rechazo que Uma
desarrolló hacia mí durante las vacaciones. Cualquier cosa relacionada
conmigo, como mi aspecto, mis movimientos o mi forma de trabajar, le
despertaban una aversión notoria. Sin embargo, ese pequeño inconveniente no
me desanimó. El proyecto era demasiado hermoso como para renunciar a él por
una tontería. Por primera vez en mi vida estuve dispuesto a hacer
concesiones. Aunque estábamos en la playa, accedí a exagerar mi higiene
personal, a reducir mi ingesta de marihuana y otras sustancias psicotrópicas
que siempre me han ayudado en mi trabajo y a cambiar mi manera de expresarme
cuando me dirigía a ella. Tengo la seguridad de que nada de esto fue en
vano. Uma aceptó volver los dos años siguientes. Disponía de todo en casa y
nosotros acatábamos sus designios con una beatitud gozosa, casi con
devoción. Sin embargo, el último año ocurrió algo que nadie, ni yo mismo,
imaginaba: Uma empezó a aparecer en mis sueños con la forma de la diosa que
lleva su nombre y, al hacerlo, me aseguraba que era ella la encarnación de
aquella mujer con la que siempre había fantaseado. Para entonces mi hija
mayor rondaba los dieciséis. Su cuerpo era el de una mujer madura, en plena
fertilidad. La duda amorosa, que tanta destrucción había causado a mi
alrededor, volvió a aparecer con toda su fuerza y, lo que es peor, con mi
propia hija. Fue por amor a ella, y a todas las demás, por lo que prescindí
de mi proyecto de vida comunitaria y no volví a convocar jamás a la familia.