Enlace publicado por Jose Ignacio BW

Pasajes de la historia: Eugenia de Montijo #rosavientos

Cuando tras el desastre de Vitoria en 1813, José Bonaparte declinó su corona de “rey intruso”, un oficial español afrancesado de su guardia se negó a abandonarle: Cipriano Guzmán Palafox y Portocarrero, conde de Teba. El conde malvivió en el exilio y sólo a la caída del Primer Imperio francés se decidió, desilusionado, a volver a España amparándose en una amnistía decretada por Fernando VII, instalado de nuevo en el trono de Madrid tras la sangrienta guerra de la Independencia.

Por aquel entonces el aspecto de don Cipriano no debía de resultar en extremo seductor: de resultas de sus avatares había perdido el ojo derecho- que ocultaba con un parche-, tenía un brazo casi paralizado y cojeaba lastimosamente. Tales defectos no fueron obstáculo para su boda con una lozana y ambiciosa joven de veintitrés años, diez menos que él, María Manuela Kirkpatrick, hija de un comerciante de vinos escocés que había conseguido ser nombrado cónsul de Estados Unidos en Málaga. Había recibido educación en Londres y luego en casa de una tía suya en París. Las costumbres francesas la dotaron de cierto refinamiento, un interés aparente por la literatura- o más exactamente, por los literatos- y una bulliciosa conversación en varios idiomas. La condesa de Teba era, en suma, una mujer lista, hecha para destacar en el gran mundo.
Cuenta la leyenda que el 5 de mayo de 1826, un fuerte terremoto amedrentó de tal modo a los habitantes del granadino barrio de Gracia, que muchos salieron apresuradamente de sus casas para buscar refugio en campo abierto. El susto de la condesa de Teba fue tan grande que se vio sorprendida por los dolores de un parto prematuro en el jardín de su mansión, donde se había refugiado, y allí mismo, en una especie de improvisada tienda de campaña, dio a luz una niña de ocho meses llamada Eugenia.

Eugenia pasó en Granada los cuatro primeros años de su vida, para después trasladarse con su familia a Madrid. No obstante, siguió ligada a su tierra natal. Durante su juventud, visitaba la ciudad con su padre, al que acompañaba en sus largos paseos a caballo, durmiendo al sereno o pasando la noche entre los gitanos, por cuya cultura se sintió fascinada. Asimismo, pasó largas temporadas con su madre en Lanjarón.
En 1834, por la muerte de su cuñado sin sucesión directa, María Manuela quedó convertida en condesa de Montijo y duquesa de Peñaranda, con acceso directo a palacio. Deseosa de figurar entre las gentes de la nobleza y los círculos artísticos, la condesa promovió en su casa de Madrid continuas reuniones, tertulias y fiestas, siendo la introductora en España de los bailes de disfraces. Dedicaría todos sus esfuerzos a conseguir ventajosos matrimonios para sus dos hijas: Francisca y Eugenia.

Francisca de Sales –llamada familiarmente Paca- era la primogénita; una morena cuyo carácter dulce, sosegado y espiritual contrastaba con el de su hermana, un solo año menor, de cabello rojizo, vocinglera, vivaz y segura de sí misma; lo que con el paso del tiempo llegaría a conferirle una falsa apariencia de aventurera de lengua suelta. Ambas hermanas eran muy bellas. En casa de los Montijo se hablaba francés, hasta el punto de que sólo a la edad de doce años pudo escribir Eugenia a su padre: “ Empiezo a leer español”.
En 1837, María Manuela anunció a don Cipriano su traslado a París con las niñas para ingresarlas en el colegio del Sagrado Corazón. Instalada en la capital del Sena, la condesa probó las mieles de aquella brillante sociedad que su inquieta naturaleza reclamaba, hasta el punto de que circularon rumores en torno a una estrecha relación con el elegante Lord Clarendon, de quien se decía que había sido su amante, e incluso con un retrechero polaco de alta cuna y baja estofa, aparte del escritor Prosper Mérimée, a quien había conocido en España y que tuvo gran interés en la educación de las niñas. Aseguraban que María Manuela había inspirado el personaje de su Carmen inmortal.

La vida en París prosiguió durante los años de formación de Paca y Eugenia, alternándose con breves estancias en Madrid -donde don Cipriano falleció en 1839- y Granada, donde la condesa acudía a vender alguna que otra finca a fin de mantener su tren de vida parisino. Una anécdota, relatada por la propia Eugenia, debió de hacer mella por aquel entonces en su ánimo. La contó así: Fue en Granada. Una tarde subíamos al Sacromonte y varias gitanas nos acosaron pidiendo limosna. Una de ellas quiso decirme la buena ventura. Mi aya no la dejaba pero ella insistió: “Aunque no me muestre la mano, yo sé que esta niña será más que reina …” Estas palabras quedaron grabadas en mi mente. Cuál no sería mi sorpresa cuando años más tarde, en París, el abate Boudinet, reputado quiromante, durante una fiesta insistió en leerme las líneas de la mano y luego me confió, asombrado: “¡ He visto en su diestra una corona imperial !”
María Manuela todos los domingos ofrecía en su quinta de Carabanchel copetines a la sociedad que contaba. Su obsesión era velar por el porvenir de sus hijas y a este propósito invitaba a una legión de codiciados solteros de la nobleza. Las audacias casamenteras de la condesa llegaron a hacerse insoportables incluso para sus hijas. Entre los que rondaban a las señoritas de Montijo destacaban dos, que gozaban de la predilección de la condesa por tratarse, según ella misma admitía sin recato, de los mejores partidos de España: Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, y Pepe Alcañices, duque de Sesto.

El duque de Alba durante algún tiempo estuvo indeciso entre Paca y Eugenia, finalmente se decidió por la primera, muy atractiva en su languidez decimonónica. Se ha escrito que Eugenia se sintió tan contrariada por la elección y el malogro de las esperanzas en Alba depositadas, que intentó envenenarse con fósforos diluidos en leche. Era la primera decepción sentimental de su vida y poco después este desengaño sería seguido por otro, tal vez no tan impetuoso, pero que pareció dejar huella más profunda. Pepe Alcañices, el galán que se había ofrecido a consolarla, resultó ser un donjuán voluble que la desdeñó enseguida. Desde entonces, en las relaciones sentimentales de Eugenia rigió una frialdad que encubría, a la vez, prevención y cálculo. No iba a volver a fiarse de ningún hombre. Ni siquiera de su futuro marido.
Cuando en octubre de 1847, dos días después de hacerse con el gobierno, el general Narváez consiguió para su protegida, la condesa de Montijo, el cargo de camarera mayor de la reina Isabel II, María Manuela creyó haber colmado todas sus aspiraciones: su hija mayor duquesa de Alba y ella ocupando el puesto más importante e influyente de la corte de España, desde donde casaría a Eugenia con quien mejor le pluguiera. Dio una gran fiesta en la quinta de Carabanchel, con todo Madrid rendido a sus pies, creía ella. Pero se equivocaba: muchas linajudas familias no la consideraban más que una advenediza; se lo hicieron notar abiertamente y ella, orgullosa, presentó su dimisión y salió hacia París con Eugenia pegada a sus faldas.

Fuentes:
http://mujeresdeleyenda.blogspot.com.es/2010/09/eugenia-de-montijo-emper...
http://www.andalucia.cc/viva/mujer/aavgrana.html
Luis Balansó, Las Alhajas Exportadas. 1999 Plaza & Janés Editores S.A.
http://pasajesdelahistoria.ueuo.com/index.php/2012/10/20/eugenia-de-mont...

Acceso a la locución de Juan Antonio Cebrián (32:07)