Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El séptimo hijo: leyenda.

Nació una noche clara. La luna llena bañaba las verdes praderas del despoblado campo de aquellos inicios de nuestra patria.

Sus padres, como tantos otros, llegaron desde tierras muy lejanas, allende los mares, donde las guerras y el frío contrastaban con el amor y la esperanza de una vida nueva, donde la paz diera espacio al trabajo.

Como los pájaros, construyeron su nido. Nacieron sus pichones, quienes junto a sus padres aprendieron a trabajar y amar esta tierra.

En ese rancho donde el trabajo diario se amasaba con amor, nació el menor y más pequeño. Lo llamaron Eugenio.

El pequeño era muy distinto de sus padres y hermanos. Nació con menor peso. Sin que se supiera la razón, una espesa pelusa lo cubría.

Solo eso y su tamaño eran las diferencias; luego la espesa pelusa se tornó más oscura. Era voraz y crecía. Era amado por sus padres y hermanos.

Se dijeron muchas cosas. Vinieron hasta el rancho algunas personas mayores que acompañados del cura, hablaron con los padres.

Fue bautizado junto a su hermano mayor. Uno de los recién llegados, hombre mayor, anciano experiente, cuyo nombre era Benito, fue el padrino.

Eugenio creció bajo la mirada atenta de sus padres. Se tenía especial cuidado con él en las noches de luna llena.

Cuando tenía siete años, sucedió aquello que sería el comienzo de la gran preocupación. La luna aparecía enorme en el horizonte. El rostro velludo de Eugenio, sin razón aparente, comenzó a transformarse. Su voz era distinta, gesticulaba, sus manos tomaban posturas diferentes. Sus dedos se crisparon y una espesa baba salió de su boca. Se retorcía; casi aullaba. Se golpeaba contra el piso, contra su catre. Como fue posible lo dominaron, lo pusieron en el catre y para defenderlo de su mal, lo ataron.

No se sabe cuánto duró esa fea experiencia.pero las cosas ya no fueron como antes.

Regresó el cura y junto a su padrino, el anciano Benito, trajeron agua bendita. Entre las recomendaciones sobresalía aquella: Eugenio no podía estar fuera del rancho en las noches de luna llena.

Sucesos como aquel hubo varios. Eugenio comenzó a hablar con dificultad. Había cambiado.

Sus padres sabían, según las historias de ese lugar y de otros más lejanos, que había que tener mucho cuidado, que con el tiempo las cosas no mejorarían.

Lloraba a escondidas su madre. Sus hermanos lo veían como algo que debían sobrellevar.

Al llegar la pubertad, el cambio físico fue muy notorio.

Sus pelos se tornaron más hirsutos. La higiene se tornó cada vez más difícil. Eugenio se había vuelto rebelde. Sus padres lo notaban arisco, receloso, menos afable. Mucho menos, ya que esa característica casi había desaparecido después de aquel primer ataque de la luna a los siete años. Así lo recordaban
los suyos.

Como para todos, pasó el tiempo. Sus hermanos hicieron su rancho. Como los pájaros, encontraron su compañera. Sus padres envejecieron y Eugenio también fue adulto. Como no era de buen ver, siempre se quedó en el rancho. Se ocupaba de las gallinas, plantaba y cuidaba una pequeña huerta. Solitario, vivía
con sus padres.

El cura los visitaba siempre, y como siempre también traía agua bendita. Su padrino el anciano Benito venía con el cura. Cuando el padrino falleció le dieron aquel crucifijo que debía colgar de su cuello.

Por nada debía quitárselo.

No debía comer carne ni nada relacionado con ella. En las noches de luna llena debía encerrarse.

Con el tiempo comprendió todo aquello que el cura y sus padres le decían. Entonces, cuando lo atacaba el mal de la luna, él se recluía y pedía a sus padres que lo ataran al catre. No debía olvidar que él era quien debía cuidar de sus padres y que debía recordar todo cuanto el cura le había dicho.

Casi no hablaba, en aquella soledad, se sentía mejor que cuando por alguna razón debía estar entre otras personas que no fueran sus padres.

Primero falleció su padre. Solo quedó él con su mamá.

Los momentos de ternura que Eugenio tenía, le afloraban frente a los seres nuevos y pequeños. Algunas veces traía entre sus manos velludas y feas, un pollito pequeño, amarillo, suave, y con algo que quería ser una sonrisa y con balbuceos ininteligibles se lo daba a su madre.

También lo alegraban los árboles en flor. Brillaban sus ojos pequeños de su rostro velludo al sentir el aroma de los frutos maduros del enorme guayabo que junto a otros árboles, daba sombra al humilde rancho.

Cuando llegaba la primavera y oía el renacer de la vida en los pájaros que como todas las primaveras hacían sus nidos, para después llenar los lugares habituales con sus trinos y piares nuevos, entonces sus ojos tenían más brillo y sus manos feas parecían sentir el deseo de una caricia.

El tiempo no se detuvo. Un amanecer su madre no despertó.Todo fue entonces más solitario, Eugenio siguió su vida junto a lo que conocía y tenía a su alcance. Desde el camino se veía el rancho. Fauna y flora nativa eran sus amigos, su compañía constante y fiel.

Ha pasado mucho tiempo.

En la colina cerca del camino se levanta una escuela.

Ahora vive más gente. El campo está más poblado, las tierras son labradas y es otro el movimiento. La vida fluye. Allá lejos se ve cómo los árboles reunidos en un abrazo cubren la tapera, mientras el ojo espejado de la cachimba dialoga con el cielo.

Al pie del gran guayabo hay una cruz musgosa, de un musgo suave y verde que crece como una caricia. Poco a poco va cubriendo el nombre:

"Eugenio

Q.E.P.D".

Esa es la historia del séptimo hijo varón, que según la leyenda estaba condenado, y sería por siempre el hombre lobo, que por el amor de sus padres y los cuidados y bendiciones religiosas, viviría en esa paz hasta recibir el abrazo de la tierra madre y la piedad de Dios que recibiría su alma.

La realidad sobre esta leyenda y concretamente sobre lo sucedido a Eugenio, es que estaba afectado por Hipertricosis lanuginosa congénita.

Es esta una enfermedad extremadamente rara. Se han documentado desde la Edad Media solo cincuenta casos.

Las personas que la padecen están completamente cubiertas por un vello lanudo largo, excepto en las palmas de las manos y plantas de los pies. La longitud del vello puede llegar hasta veinticinco centímetros de largo.

No tiene ninguna otra consecuencia sobre la vida del que la padece. En el caso de Eugenio además de hipertricosis sufría episodios de epilepsia. El primero lo sufrió a los siete años, coincidiendo con la luna llena, pero fue solo una coincidencia.

Marie Díaz.