Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El príncipe felíz. De los de Oscar Wilde es quizá el que mas me gusta. ¡disfrútenlo conmigo.

Oscar Wilde
EL PRÍNCIPE FELIZ
Dominando la ciudad, sobre una alta columna, descansaba la estatua del
Príncipe Feliz. Cubierta por una capa de oro magnífico, tenía por ojos
dos zafiros
claros y brillantes, y un gran rubí centelleaba en el puño de su espada.
Era admirado por todos: “Es tan hermoso como el gallo de una veleta”
-afirmaba uno de los dos concejales de la ciudad que deseaba ganar fama
como conocedor
de las bellas artes- “nada más que no resulta tan útil” -añadía,
temiendo que las gentes pudieran juzgarle impráctico; cosa que en
realidad no era.
-“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” -decía una madre
razonable a su pequeño que lloraba por alcanzar la luna- “Al Príncipe
Feliz nunca se
le ocurre llorar por nada”.
-“Me alegra que haya alguien en el mundo que sea tan feliz” -mascullaba
un pobre hombre frustrado, contemplando la estatua maravillosa.
-“Es igual que un Ángel” -comentaban los niños del coro de la catedral
cuando salían de ella con sus esclavinas rojas y sus roquetes blancos y
almidonados.
-“¿Cómo lo sabéis?” -replicaba el maestro de matemáticas-, “¿si nunca
habéis visto uno?”
-“¡Ah, porque los hemos visto en sueños!” -contestaban los muchachos; y
el maestro de matemáticas fruncía el ceño y tomaba una actitud muy seria
porque
no le gustaba que los niños soñasen.
Una noche voló sobre la ciudad una golondrina. Sus compañeras ya habían
partido hacia Egipto seis semanas antes, pero ella se retrasó porque
estaba enamorada
de un bellísimo junco. Lo había conocido al principio de la primavera
cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y
se sintió
atraída de tal manera por su tallo esbelto, que se detuvo para hablarle.
-¿Aceptas mi amor? -le preguntó la golondrina que nunca se andaba con
rodeos; y el junco hizo una ceremoniosa inclinación. Entonces la
golondrina voló
haciendo grandes círculos a su alrededor, rozaba la superficie de las
aguas con las puntas de sus alas, dejando brillantes estelas de plata.
Ésa era su
manera de cortejar; y así transcurrió todo el verano.
-“Son unas relaciones tontas” -gorjeaban las otras golondrinas-. “El es
pobre y tiene demasiados parientes”. -Y verdaderamente, el río estaba
lleno de
juncos. Entonces, al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el
vuelo.
Cuando ya se habían alejado, la golondrina se sintió sola, y comenzó a
cansarse de su amante. “No tiene conversación” -se decía-. “Además creo
que es casquivano,
orque constantemente coquetea con brisa”. -Y era verdad, en cuanto la
brisa comenzaba, el junco hacía las reverencias más graciosas.“Además
tengo que reconocer
que es demasiado casero” -continuaba- “y a mí me gusta viajar, y a mi
compañero, por tanto, deberá gustarle viajar conmigo.”
-“Te vendrías conmigo” -le preguntó al fin, pero el junco. sacudió la
cabeza,... ¡se sentía tan ligado a su hogar!
“¡Te has estado burlando de mí!” –gritó la golondrina-. “Me marcho a las
Pirámides, ¡adiós!” -y echó a volar.
Voló durante todo el día, y ya de noche llegó a la ciudad.
-“Dónde me alojaré” -se preguntó-. “Espero que la ciudad haya preparado
algún lugar para mí.”
Entonces divisó la gran columna,
-“Me cobijaré allá” -gorjeó-. “Es un magnífico lugar con bastante aire
fresco.” -Y así, se detuvo justamente entre los dos pies del Príncipe
Feliz.
-“Tengo una habitación dorada” -se dijo quedamente después de mirar en
torno suyo y preparándose a dormir; pero en el momento en que iba a
poner la cabeza
bajo el ala, una gran gota de agua le cayó encima-. “¡Qué
raro!”-exclamó- “no hay una sola nube en el cielo, las estrellas se ven
claras y brillantes,
y sin embargo está lloviendo. El clima en el norte de Europa es
verdaderamente terrible. Al junco le gustaba la lluvia, pero eso no era
más que puro egoísmo.”
Entonces le cayó otra gota.
-“De qué me sirve una estatua, si no me protege de la lluvia” -dijo la
golondrina-. “Voy a buscar el copete de una chimenea”, y ya iba a
emprender el vuelo
pero antes de que hubiese desplegado las alas, le cayó encima una
tercera gota. Entonces miró hacia arriba y vio... ¡Ah!, ¿qué es lo que
vio?
Los ojos del príncipe estaban bañados en lágrimas, y las lágrimas
corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de
la luna que
la pequeña golondrina se sintió llena de lástima.
-‘¿Quién eres?” -le preguntó.
-“Soy el Príncipe Feliz”.
-“Entonces; ¿por qué lloras?” -dijo la golondrina-, “me has empapado.”
-“Cuando estaba vivo, y tenía un corazón humano” -contestó la estatua-,
“no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en el Palacio de
Sans-Souci, donde
a la tristeza no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis
amigos en el jardín, y en la noche yo dirigía las danzas en el Gran Salón.
“Alrededor del jardín se alzaba una tapia altísima, pero nunca me
preocupé por preguntar lo que se encontraba tras ella; todo lo que me
rodeaba era tan
bello. Mis cortesanos me llamaban El Príncipe Feliz, y en realidad lo
era, si es que el placer es la felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora
que estoy
muerto me han colocado a tal altura, que puedo ver toda la fealdad y
toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón ahora es de plomo, no
me queda más
remedio que llorar.”
-“Pues qué, ¿no está hecho de oro macizo?” -se dijo para sí la
golondrina, pues era muy cortés para hacer observaciones en voz alta.
-“Allá lejos” --continuó la estatua en voz baja y melódica-, “allá
lejos, en una callejuela, hay una casa muy pobre. Una de las ventanas
permanece abierta,
y por ella puedo ver una mujer sentada ante una mesa. Su cara se ve
demacrada y triste, tiene manos toscas y enrojecidas, y las yemas de sus
dedos picadas
por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias en un
vestido de seda que deberá lucir la más encantadora de las damás de
honor de la reina,
en el próximo gran baile de la Corte. Sobre una cama, en un rincón del
mismo cuarto, yace su pequeño hijo enfermo, con fiebre, y pide naranjas.
Su madre
no tiene nada para darle, más que el agua del río; y por eso el pequeño
llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no quisieras llevarle el
rubí del
puño de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal, y no puedo
moverme.
-“Me están esperando en Egipto” -contestó la golondrina-. Mis compañeras
ya vuelan de aquí para allá sobre el Nilo, y hablan con los grandes
lotos. Pronto
se recogerán a dormir en la tumba del Gran Rey. El Rey está allí mismo
dentro de su sarcófago pintado. Envuelto en bandas de lino amarillo y
embalsamado
con especies. Tiene puesto un collar de jades verde pálido, alrededor
del cuello, y sus manos son como hojas marchitas.”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el príncipe- “¿No podrías
quedarte conmigo una noche más, y ser mi mensajera?-¡El niño tiene tanta
sed, y
su madre está tan triste!”
-“No creo que me gusten los niños” -contestó la golondrina-. “El año
pasado cuando estaba en el río, andaban por allí dos muchachos groseros,
hijos del
molinero, y que siempre me tiraban piedras. Nunca llegaron a alcanzarme,
por supuesto; nosotras las golondrinas volamos demasiado bien, y además
yo procedo
de una familia famosa por su agilidad; pero aun así, eso no dejaba de
demostrar una gran falta de respeto”.
Pero El Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña golondrina se
sintió compadecida.
-“Aquí hace mucho frío” -dijo al fin- “pero me quedaré contigo por una
noche y seré tu mensajera.”
-“Gracias golondrinita” -contestó el Príncipe.
Entonces la golondrina arrancó el gran rubí del puño de la espada del
Príncipe, y llevándolo en el pico, voló sobre los techos de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde estaban esculpidos unos
ángeles en mármol blanco. Cruzó cerca del palacio y oyó la música del
baile. Una preciosa
joven se asomó al balcón junto a su novio.
-“¡Qué maravillosas son las estrellas!” -dijo él a la muchacha- ¡y
también qué asombroso el poder del amor!”
-“Espero que mi vestido esté terminado a tiempo para el baile oficial”
-respondió ella-. “He mandado bordar en él, pasionarias; pero las
costureras son
tan perezosas...”
La golondrina pasó por encima del río, y vio la luz de los fanales
colgados en los mástiles de los barcos. Voló sobre el Ghetto, y vio a
los viejos judíos,
negociando entre sí, y pesando el dinero en balanzas de cobre. Por fin
llegó a la pobre vivienda, y miró dentro. El niño se agitaba febrilmente
en su camastro,
y la madre se había dormido... ¡estaba tan cansada! ... Se deslizó rauda
en la habitación, y depositó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal
de la
costurera. Entonces, graciosamente, revoloteó alrededor de la cama,
abanicando con sus alas la frente del niño.
-“¡Qué fresco siento!” -exclamó el niño- “debo estar mejorando”, y se
sumergió en un sueño delicioso.
Entonces la golondrina regresó volando hacia el Príncipe Feliz, y le
narró lo que había hecho. “Es curioso, comentó, pero ahora me siento con
bastante
calor, a pesar de estar haciendo tanto frío.”
-“Es porque has realizado una buena acción” -dijo el Príncipe.
La golondrinita comenzó a reflexionar, y se quedó dormida. El pensar
siempre le daba sueño.
Cuando empezaba a amanecer bajó volando al río y se bañó.
-‘¡Qué fenómeno más notable!” -dijo el profesor de ornitología, al pasar
por el puente- “¡Una golondrina en invierno!”
Y escribió sobre este asunto una larga carta al periódico local. Todos
la citaban y hablaron de ella, ¡estaba llena de tantas palabras que no
alcanzaban
a entender! ...
-“Esta noche parto para Egipto” -dijo la golondrina, sintiéndose
entusiasmada con esta perspectiva.
Visitó todos los monumentos públicos, y estuvo descansando largo rato en
la cúspide del campanario. Donde quiera que fuese, los gorriones
gorjeaban y se
decían unos a otros:
-“Que forastera tan distinguida”.
Y se sentía muy contenta y halagada al oírlo.
Cuando salió la luna, voló de regreso al Príncipe Feliz.
-“¿No tienes ningún encargo para Egipto?” -le gritó-. “Ya me voy”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No
podrías quedarte conmigo una noche más?”
-“Me esperan en Egipto” -fue la respuesta-. “Mañana mis compañeras
volarán a la segunda catarata. Allí el hipopótamo descansa -sobre los
juncos y el dios
Memnón reposa sobre su gran trono de granito, vigilando las estrellas
durante toda la noche, y cuando surge brillante la estrella matutina,
lanza un gran
grito de alegría, y vuelve a quedar sileneioso. A medio día los leones
amarillos se acercan a las orillas para beber. Tienen ojos como
aguamarinas verdes,
y su rugido domina al de las cataratas.”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Lejos, más
allá de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado
sobre su mesa
llena de papeles, y enfrente tiene un vaso con un ramito de violetas
marchitas. Su cabello es castaño y rizado, sus labios rojos como granos
de granada;
y los ojos son hermosos y soñadores. Está tratando de concluir una obra
para el director del teatro; pero tiene un frío tan terrible que ya no
puede escribir
más. No hay fuego en la habitación, y el hambre ha hecho que se desmaye.”
-“Esperaré una noche más y me quedaré contigo” -contestó la golondrina,
que en verdad tenía muy buen corazón-. “¿Le llevaré otro rubí?”
-“¡Ay, ya no tengo rubí!” -dijo el Príncipe-. “Mis ojos son todo lo que
me queda. Están hechos con zafiros rarísimos, que fueron traídos de la
India, hace
mil años. Sácame uno, y llévaselo a él. Lo venderá a un joyero, y
comprará leña, y podrá terminar su obra.
-“Querido Príncipe” -replicó la golondrina- “no puedo hacer eso” -y
comenzó a llorar.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -insistió el Príncipe-. “Haz lo
que te ordeno”.
Así pues, la golondrina le sacó un ojo al Príncipe, y voló llevándolo
hasta la buhardilla del estudiante. Fue fácil entrar, pues había un
agujero en el
techo. Penetró por él como una flecha, a la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida entre las manos. No pudo percatarse del
aleteo del pájaro, y cuando levantó la cabeza, descubrió el hermoso
zafiro descansando
sobre las violetas marchitas.
-“Empiezo a ser apreciado” -exclamó-. “Esto debe venir de algún gran
admirador. Ahora puedo terminar mi obra”-. Estaba verdaderamente dichoso.
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se detuvo en el
mástil de un gran barco, mirando a los marineros que sacaban grandes
cajas de la cala,
tirando de gruesas cuerdas.
-“¡Arriba, iza!” -gritaban según salía cada caja.
-“¡Yo voy para Egipto!” -gritó la golondrina; pero nadie le hizo caso; y
cuando se levantó la luna, regresó de nuevo al Príncipe Feliz, volando.
-“He vuelto para despedirme de ti, para decirte adiós.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No te
quedarías una noche más conmigo?”
-“Ya es invierno” -dijo la golondrina- “y la helada nieve pronto
llegará. En Egipto el sol es caliente sobre las palmeras verdes, y los
cocodrilos descansan
en el lodazal y miran perezosos a su alrededor. Mis compañeras están
construyendo sus nidos en el templo de Baalbec, y las palomas blancas y
rosadas las
vigilan, arrullándose entre sí. Querido Príncipe, tengo que abandonarte,
pero nunca te podré olvidar, y en la próxima primavera, te traeré dos
magníficas
piedras preciosas, en lugar de las que has regalado. El rubí será más
rojo que una rosa, y el zafiro será tan azul como el ancho mar”.
-“Allá abajo, en la plaza” -siguió diciendo el Príncipe Feliz- “está en
pie una niña vendedora de cerillos. Se le han caído todos los cerillos
al arroyo,
y ya no sirven. Su padre la maltratará, le pegará, si no trae algo de
dinero a la casa, y por eso llora. No tiene ni zapatos ni medias, y su
cabeza está
descubierta. Sácame el otro ojo, dáselo, y su padre no le pegará”.
-”Me quedaré una noche más contigo” -respondió la golondrina-, “pero no
puedo sacarte el otro ojo. Te quedarás completamente ciego”.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Haz lo que
te mando.”
Así las cosas, le sacó el otro ojo, y lo llevó consigo, descendiendo y
pasando junto a la pequeña vendedora de cerillos, le deslizó la gema en
la palma
de la mano.
- “Qué precioso vidrio” -gritó la niña-. Y corrió riendo hacia su casa.
Entonces la golondrina volvió al Príncipe.
-“Ahora estás ciego” -dijo-. “Así es que me quedaré para siempre contigo.”
-“No, golondrinita” -replicó el pobre Príncipe-. “Debes irte a Egipto.”
-“Me quedaré para siempre a tu lado” -dijo la golondrina. Y se durmió a
los pies del Príncipe.
Todo el día siguiente lo pasó sobre el hombro del Príncipe, y le contó
muchas cosas de todo lo que había visto en países extraños. Le habló de
los ibis
rojos, que permanecen inmóviles en largas hileras a orillas del Nilo, y
pescan peces dorados, con sus largos picos. De la Esfinge, que es tan
antigua como
el mundo, que vive en el desierto, y todo lo sabe. De los mercaderes,
que caminan despacio al lado de sus camellos, y van pasando las cuentas
de ámbar
de los rosarios entre sus dedos. Le hizo relatos del rey de las montañas
de la luna, que es tan negro como el ébano y que adora un gran bloque de
cristal.
También le describió la enorme serpiente verde que duerme enroscada en
una palmera, y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos
de miel.
Y también le dijo de los pigmeos que navegan por un gran lago, sobre
anchísimas hojas planas, y que siempre está en guerra con las mariposas.
-“Querida golondrinita” -dijo el Príncipe- “me cuentas cosas
maravillosas, pero más maravilloso que todo eso, es el sufrimiento de
hombres y mujeres. No
existe misterio más grande que el de la miseria. Vuela sobre mi ciudad,
golondrinita, y dime lo que ves en ella”.
Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad; y pudo ver a los ricos
holgar dichosos en sus hermosas mansiones, mientras los mendigos se
sentaban a
sus puertas. Voló a través de barriadas sombrías, y contempló las caras
lívidas de niños hambrientos mirando inmóviles hacia las calles en
tinieblas. Bajo
uno de los arcos de un puente, dos pequeños dormían abrazados tratando
de calentarse uno al otro.
-“Tenemos mucha hambre” -decían.
-“¡Aquí no se puede estar tumbado!” -gritó el vigilante.
Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces regresó al Príncipe volando, y le
dijo todo lo que había visto.
-“Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe- me lo debes quitar, hoja
por hoja, y darlo a mis pobres; los hombres creen siempre que el oro
puede hacerlos
felices.
Hoja tras hoja de oro fino arrancó la golondrina, hasta que el Príncipe
Feliz se quedó gris y deslucido. Hoja tras hoja de oro fino llevó la
golondrina
a los pobres, y las caras de los niños se fueron tornando rosadas, y
reían y jugaban en las calles, y exclamaban alegremente: “¡Ahora tenemos
pan!”
Y entonces llegó la nieve, y después de la nieve vino la helada. Las
calles parecían cubiertas de plata, ¡eran tan brillantes y pulidas!...;
grandes témpanos
como dagas de cristal colgaban de los aleros de las casas, toda la gente
iba envuelta en pieles, y los niños llevaban gorros rojos y patinaban
sobre el
hielo.
La pobre golondrinita tenía frío, cada vez más frío, pero no quería
abandonar al Príncipe; ¡era muy grande su amor por él! Picoteaba las
migajas en la
puerta de la panadería, cuando su dueño no se daba cuenta y trataba de
calentarse, batiendo sus alas.
Pero al fin comprendió que iba a morir. Tuvo suficientes fuerzas para
volar de nuevo hasta el hombro del Príncipe.
-“Adiós, querido Príncipe” -murmuró-. “¿Me permites besar tu mano?”
-“Me alegra que puedas por fin regresar a Egipto, golondrinita”
-contestó el Príncipe-. “Ya has estado demasiado tiempo aquí; pero
tienes que besarme en
los labios, porque te amo.”
-“No es a Egipto a donde voy” -dijo la golondrina-. “Voy a la Casa de la
Muerte. La Muerte es la hermana del sueño, ¿no es verdad?”
Y besó al Príncipe Feliz en los labios. Y cayó muerta a sus pies. En ese
momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si
algo se
hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido
en dos. Estaba cayendo una terrible helada.
A la mañana siguiente, el Alcalde paseaba abajo, en la plaza, acompañado
por los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna, miraron
hacia la
estatua:
-“¡Válgame Dios!” -exclamó-. “¡Qué desaliñado se ve el Príncipe Feliz!”
-“¡De veras, qué andrajoso!” -añadieron los regidores de la ciudad, que
siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y se acercaron y subieron a
examinarla.
-“El rubí se ha caído del puño de su espada, los ojos han desaparecido,
y ya no tiene nada de oro encima” -dijo el Alcalde-. “En verdad casi no
se diferencia
de un mendigo.”
-“No se diferencia de un mendigo” -repitieron los regidores de la ciudad.
-“¡Y aquí se encuentra un pajarillo muerto a sus pies!” -continuó el
Alcalde.
-“Debemos promulgar un bando, prohibiendo que los pajaros mueran aquí.”
Y el Alguacil de la ciudad tomó nota de esta iniciativa.
Así fue como bajaron la estatua del Príncipe Feliz. “Ya que habiendo
dejado de ser hermoso, ya tampoco era útil”; dijo el Profesor de Arte de
la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un gran horno, y el Alcalde convocó a
una reunión para decidir lo que debería hacerse con el metal.
-“Tendremos que levantar otra estatua, por supuesto” -y añadió-. “Y, por
ejemplo, podría ser una estatua mía.”
-“O la mía” -repitieron cada uno de los regidores.
Y comenzaron a discutir. La última vez que supe algo de ellos, fue que
todavía estaban discutiendo.
-“¡Qué cosa más rara!” -dijo el maestro de fundidores-. “Este roto
corazón de plomo, no se puede fundir en el horno. Lo tenemos que tirar.”
Y lo tiraron sobre un montón de cenizas donde también se encontraba la
golondrina muerta.
-“Tráeme las dos cosas más preciosas de toda la ciudad” -dijo Dios a uno
de sus ángeles; y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pajarillo
muerto.
-“Escogiste bien” -dijo Dios-. “Por que en mi Jardín del Paraíso este
pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz
me alabará.”
FIN DE
«EL PRÍNCIPE FELIZ»