Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La escuela de las adas: un poco largo, pero nada aburrido.

Conrado Nalé Roxlo

La escuela de las hadas

Libros del malabarista

Ediciones Colihue

Libros del malabarista

Colección dirigida por Gustavo Roldán

Tapa: Pedro Cazes Camarero Viñeta: Víctor Viano

I.S.B.N. 950-581-529-8

Ediciones Colihue S.R.L.

Av. Díaz Vélez 5125 (C1405DCG) Buenos Aires - Argentina

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Esta edición de 3400 ejemplares se terminó de imprimir en A.B.R.N. Producciones Gráficas S.R.L..

Wenceslao Villafañe 468, Buenos Aires, Argentina, en junio de 2002.

Carta a los chicos

"¿Que las hadas van a la escuela?, ¿quién puede creer eso?", seguramente dirá más de uno.

Pero se equivoca, y este libro nos muestra esa parte secreta del mundo donde los payasos pintados se desprenden del techo y los magos se convierten en
gatos, porque los gatos son los animales que saben dormir mejor.

Otros pensarán que es muy fácil la vida de las hadas y que con una varita mágica todo se puede solucionar en un periquete. Los que creen eso también tienen
que pensarlo dos veces, porque en este mundo las cosas no se solucionan transformando a los lobos en corderos.

Bueno, pero lo mejor, para los que crean una cosa o la otra, es que se pongan a leer esta hermosa historia sin perder más tiempo. Una historia que nos
dejó un fino poeta y humorista.

Como si fuera dos hombres -tal vez porque era muchos hombres- Nalé Roxlo (1898-1971) hizo conocer su habilidad para el humor con el seudónimo de Chamico,
en muchos libros que siguen haciendo reír a los argentinos.

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Examen de ingreso

Las hadas tienen orígenes muy diferentes. Pueden nacer del huevo azul que ponen las golondrinas cuando en la alta y oscura noche se rozan sus alas con
las del Ángel de la Guarda; del agua de una fuente que haya oído cantar a los niños la misma ronda durante cien años... Pero no quiero hablar ahora de
las hadas de origen misterioso, sino de cómo puede llegar a serlo cualquier niña con menos trabajo que aprobar el segundo grado.

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Solo hace falta un poco de suerte, como para todo en esta vida, y un corazón bien puesto.

Mi hermanita Cordelia es hoy una de las hadas más poderosas, y eso que era una chica bastante tonta, que gritaba como una descosida cuando yo le daba un
tirón de pelo y que no sabía comer chocolate sin ensuciarse la cara.

Las cosas ocurrieron así:

Cordelia se escapó un día, a la hora de la siesta, de la casa de campo en que vivíamos. Paseó por un caminito, paseó por otro y otro, hasta que no supo
encontrar el de casa.

Cuando se dio cuenta que se había perdido, en lugar de asustarse por ella pensó en el disgusto que íbamos a tener nosotros. Y yo creo que en eso está el
secreto de todo lo que le ocurrió después.

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Lloró acordándose de toda la familia, sin olvidar al gato ni a mí; que siempre le tiraba de la trenza. Cuando se secó las lágrimas se encontró en un camino
que antes no existía y que la llevó, cruzando un bosque, que tampoco existía antes, hasta la puerta de una casa de aspecto siniestro. La puerta y las ventanas
estaban cubiertas de espesas telas, por las que se paseaban horribles arañas, y en el interior sonaban cadenas y una voz de ogro que decía:

- ¡Ah, que te como! ¡Ay, que te almuerzo!

Cordelia iba a escapar muy asustada cuando oyó la vocecita lastimera de un niño que gritaba:

- ¡Socorro! ¡Socorro, que me come crudo!

Cordelia entonces hizo un gran esfuerzo para vencer su miedo y, cerrando los ojos, desgarró las telas de araña de la puerta y entró en la casa temblando
heroicamente, pues ha de saberse que el verdadero heroísmo es el de quien, con miedo y todo, se atreve a hacer lo que corresponde.

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Pero la casa resultó como una de esas frutas de cáscara amarga y corazón dulce, pues no bien hubo traspuesto la puerta se encontró en un gran salón de
suaves colores, donde muchas niñas de resplandeciente belleza, sentadas en sillones de raso y terciopelo, la miraban sonriendo.

También le sonrió, entre su barba blanca que le llegaba a la cintura, un anciano de alto bonete y flotante túnica negra bordada de estrellas y lunas de
plata y oro, que, con una tiza en la mano, estaba delante de un gran pizarrón. Le sonrió y le dijo:

-Cordelia, has dado un brillante examen de ingreso al atreverte a entrar en esta casa para salvar al niño en peligro de ser comido.

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Quedas admitida como alumna regular en la Escuela de las Hadas.

- ¿Y el niño? -preguntó Cordelia.

El viejo maestro la envolvió en una sonrisa burlona y Cordelia se puso colorada hasta la raíz del cabello. ¡Bien había comprendido ella que allí nunca
hubo ogro ni niño comestible, sino un truco mágico para probarla! Y la pregunta la hizo para exagerar su bondad y quedar bien.

El anciano maestro le dijo:

-Ahora siéntate, y a estudiar.

- ¿Dónde me siento? -preguntó mi hermanita.

El maestro puso cara de impaciente y exclamó:

-Pero ¿no ves ese sillón dorado a tu izquierda?

Ni a su izquierda ni a su derecha ni atrás ni adelante había ningún sillón. Pero Cordelia, valientemente, se sentó en el aire, ¡cataplum!...

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¡No! ¡No se cayó! Oportunamente apareció el sillón donde convenía.

- ¡Muy bien, Cordelia! -aprobó el anciano-. Tu fe te ha salvado de darte un buen golpe, pues, si hubieras dudado antes de sentarte, estarías ahora rascándote
por el porrazo. Creo que si te aplicas llegarás a ser un hada bastante decente dentro de cien años.

Al ver la cara de asombro y desilusión de Cordelia las demás alumnas rompieron en una estrepitosa carcajada.

- ¡No le hagas caso! -gritaron todas a coro-. Lo de los cien años te lo dice para ver la cara que pones. Aquí nos recibimos volando.

Y muchas, que ya tenían alas de mariposa, echaron a volar, saliendo y entrando por las ventanas y entonando una canción revolucionaria que comenzaba así:

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Si el viejo Merlín

se enoja, se enoja,

volvamos la hoja,

y a mí plin, plin, plin.

- ¡Señoritas, a su lugar! -gritó el maestro.

Pero las chicas seguían revoloteando por el salón y entrando y saliendo por las ventanas, y una respondió:

-Nuestro lugar es el aire, pues para eso tenemos alas. ¡Ven, Cordelia, y vuela con nosotras!

Y ella y otra tomaron a Cordelia por ambas manos y la levantaron haciéndola volar en redondo junto al alto techo.

- ¡Disciplina, orden, o las vuelvo feas! -gritó Merlín, y aquello fue santo remedio. Como por arte de magia todas plegaron las alas y volvieron a sus puestos.
Pero las dos que habían alzado a Cordelia, con el susto de volverse feas, la soltaron en plena altura, y no se sabe qué golpe se hubiera pegado si la figura
de un payaso que había pintado en el techo no estira una mano y la sostiene por los cabellos.

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- ¡Suéltala! -le ordenó Merlín.

Cordelia pataleaba en el aire y no sabía si reír o llorar. El pelo no le dolía, pues estaba muy acostumbrada a los tirones que yo le daba, y, además, siempre
había soñado con ser trapecista en un gran circo.

El payaso, sin soltarla, dijo:

-Señor Merlín, ya que hay tanta indisciplina en la clase ¿por qué yo, que no soy más que una figura pintada, no puedo también portarme un poco mal y balancear
a esta chica en el aire? ¡Es tan divertido!

Y la seguía balanceando, cada vez con más fuerza. Las otras se reían tanto que a Cordelia le dio rabia y les sacó la lengua.

- ¡Ay, que chica tan mal educada! -exclamó el payaso. Y la soltó, con lo cual volvió a ser una figura inmóvil pintada en el techo.

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Cordelia, sin hacerse el menor daño, fue a caer justamente en su sillón.

Estaba aturdida, no por el golpe -que no fue nada- ni por el balanceo -que resultó muy divertido-, sino porque no podía comprender por qué todo el mundo,
hasta las figuras del techo, era allí tan desobediente. Miró al maestro con ojos interrogativos, y este se quitó el gorro, se rascó la cabeza y le dijo:

-Te voy a explicar, Cordelia, lo que pasa. Yo, como todos los sabios, soy un poco distraído, y una vez me distraje pensando en un perro muy bonito que
había visto en el camino y estuve toda la tarde enseñándoles a mis alumnas a ser buenos perros, a ir a buscar un palo en el agua, a llevar una canasta
en la boca y otras muchas cosas que forman la buena educación de un perro. Ellas, las pobres chicas, me obedecían sin chistar y ladrando lo mejor posible.

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Cuando me di cuenta de mi error les dije...

Pero la clase entera lo interrumpió diciendo a coro:

-Soy un viejo tonto y no tienen que hacerme caso al pie de la letra.

-Sí agrego Merlín-; eso les dije. Y desde entonces se aprovechan y de tanto en tanto me desobedecen.

- ¡Qué triste! -exclamó Cordelia, sinceramente emocionada.

-No vayas a creer -le dijo Merlín-; así las clases resultan mucho más divertidas.

-Y lo queremos más -dijeron todas las chicas.

Merlín entonces se puso muy serio. Parecía escuchar un ruido lejano. La clase permanecía en profundo silencio y en todos los ojos brillaba una lucecita
de curiosidad. Por fin el maestro tomó el largo bonete que se había quitado y se lo colocó en la cabeza, pero al revés,

es decir, con la punta en equilibrio sobre el cráneo calvo.

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Nadie decía nada.

Cordelia no pudo más y le avisó:

-Señor, disculpe, pero ha cometido una de sus distracciones. Se ha puesto el bonete al revés.

-No, hija mía; mi bonete está muy bien puesto -le respondió él distraídamente.

Cordelia abrió la boca para replicar, pero en ese momento entró por la ventana un pajarito chillando como si estuviera desplumado. Y, revoloteando por
el aula, decía en pío-pío, que es uno de los treinta idiomas que hablan los pájaros:

¡Ay, qué desgracia la mía!

¡Quiero poner un huevito

y no encuentro un arbolito

con una casa vacía!

¡Soy un desdichado

que no encuentra un nido!

¡Todo está alquilado!

¡Todo está ocupido!

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- ¡No se dice ocupido sino ocupado! -prorrumpió la clase entera.

El pajarito, que se había posado en el alto respaldo del sillón de Cordelia, las miró con desprecio y dijo:

- ¡Niñas tontas! ¿Se creen que una persona a la que le ocurre una desgracia como la mía está para preocuparse por la corrección del idioma? ¡Ah, pero allí
veo un hermoso nido!

Y con dos golpes de ala se coló de rondón en el bonete invertido del mago. Entonces Merlín se volvió a Cordelia y le dijo:

- ¿Ves como mi bonete estaba bien puesto? Debes aprender que en este mundo de las hadas -y algunas veces también en el otro- las cosas que parecen estar
mal están bien y "vice de la versa".

- ¡Ah...! -exclamó la clase con la boca abierta.

-Sí -continuó Merlín-, pero "vice de la versa" está mal dicho;

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se debe decir viceversa, que quiere decir al revés.

-Y si usted lo sabía bien ¿por qué lo dijo mal? -preguntó una alumna.

-Para que, si el pajarito me oye desde el fondo de mi bonete, no se avergüence de haber pronunciado mal una palabra, al ver que hasta un gran sabio como
yo se puede equivocar.

-Es usted un sabio muy delicado- dijo el pajarito, que ya había puesto su huevo y estaba posado en el borde del bonete. Y agregó:

-Y ahora, adiós, pues me tengo que ir muy apurado a otro país para anunciar la llegada de la primavera. Si yo no la anuncio con mi canto ella no podrá
entrar y los pobres chicos andarán envueltos en bufandas de lana, que pican mucho cuando no hace frío, y las hermosas flores se impacientarán al no poder
sacar sus cabecitas de la tierra.

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-Bueno. Vete a cumplir con tu deber -le dijo Merlín-, pero antes dime cómo te llamas para poder recordarte.

-Pajarito, no más -dijo él. Y agitando las alas salió por una ventana y se perdió en el cielo azul.

Merlín, distraído, dio vuelta el bonete y se lo encasquetó hasta las orejas. Toda la clase contuvo un grito y él, poniendo una cara muy fea, exclamó:

- ¡Por mis propias barbas, qué tontería acabo de hacer! El huevito al caer de tan alto se ha estrellado sobre mi cráneo, y en lugar de un hermoso pajarito
no tendremos más que una tortilla chica, como para un ratón.

Y tristemente se quitó el bonete. Pero, en vez de chorrearle el huevo estrellado por la cara, salió volando una bandada de pajaritos muy chicos, pero ya
con sus plumas de todos colores, que revolotearon un momento por el aula diciendo gracias,

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gracias en pío, que es la media lengua del pío-pío. Después, formados en arco, se fueron por una ventana, y era como si hubiera salido el arco iris.

Mirando irse la bandada estaban cuando el payaso que había pintado en el techo se puso las manos a los lados de la boca, a manera de bocina, y gritó:

-iTalán! ¡Talán! ¡Talán!

- ¡Recreo! ¡Recreo! -gritaron a su vez las niñas. Y, las que ya tenían alas volando y las otras sobre sus pies, salieron bulliciosamente del aula.

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El recreo

Al salir de la clase Cordelia se encontró, no muy sorprendida -porque ya se estaba acostumbrando a las cosas raras que ocurrían en el mundo de las hadas-,
con que, en lugar del bosque sombrío y espinoso por el que había llegado hasta la escuela, se extendía hasta perderse de vista un hermoso jardín.

Las compañeras la rodearon y una muy bonita, que se llamaba Melisaura, le preguntó:

- ¿Quieres jugar con nosotras, Cordelia?

-Sí -respondió mi hermanita-, pero antes quisiera comer algo porque tengo mucha hambre.

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- ¡Oh! -exclamaron varias niñas. Y se quedaron mirándose las unas a las otras sonrientes y sorprendidas.

- ¡Hambre! ¡Tiene hambre! -repetían.

Cordelia, muy confusa y avergonzada, preguntó:

- ¿He dicho algo malo?

Todas las niñas hablaban a la vez.

- ¡No! ¡No!

-Al contrario, has dicho algo muy lindo.

- ¡Hambre! ¡Hambre! ¡Oh, qué chica tan inteligente!

Cordelia creyó que se estaban burlando de ella, y ya comenzaba a fruncir el ceño cuando Melisaura, rodeándole cariñosamente la cintura con el brazo, le
dijo:

-Lo que pasa, querida Cordelia, es que nosotras nos habíamos olvidado de tener hambre, y nos has dado una gran idea...

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Como aquí no es necesario comer para vivir...

- ¡Yo quiero tener hambre! - gritó una niña que aún no tenía alas. Otra, más chica, comenzó a hacer pucheros y terminó llorando. Melisaura la consoló diciéndole
que si no lloraba y se portaba bien pronto tendría hambre.

Todas miraban a Cordelia con gran admiración y respeto y no dejaban de repetir:

- ¡Cordelia, Cordelia, enséñanos a tener hambre!

-Eso no se puede enseñar; es una cosa natural y muy fácil: hasta los perros saben tener hambre sin que les enseñen.

-Entonces yo quiero ser perro, un perro muy grande para tener mucha hambre -dijo la que había llorado.

Cordelia estuvo un rato meditando y por fin dijo:

-Ustedes se han olvidado de tener hambre.

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¿No es así? Bueno, entonces, pónganse a pensar hasta que se acuerden.

Las niñas se sentaron en círculo alrededor de ella y, apoyando el codo en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano, se pusieron muy serias.

El silencio era tan profundo que se habría oído volar a las moscas, si en un sitio tan lindo como aquél hubiera habido moscas.

Al cabo de un rato Melisaura preguntó:

- ¿En qué piensas tú, Cordelia?

-En pan y queso.

Un solo grito de alegría salió del corro de las niñas, que se pusieron en pie bailando y diciendo:

- ¡Pan y queso! ¡Pan y queso! ¡Yo tengo hambre de pan y queso!

Cuando se acalló el tumulto Melisaura preguntó:

- ¿Dónde aprendiste esas palabras mágicas? Bastó que las pronunciaras para que todas tuviéramos hambre atrasada de pan y queso.

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-Cosas que una sabe -dijo, haciéndose la modesta, Cordelia. Y agregó: -Pero yo tengo hambre desde hace mucho más rato que ustedes y no puedo más. No basta
tener hambre; hay que tener también el pan y el queso. ¿De dónde lo sacamos?

-Eso es lo más fácil -respondió Melisaura-: del árbol mágico. Vamos.

Mientras corrían por el jardín hacia un árbol verde y dorado, que se destacaba a lo lejos sobre todos los otros, le explicaron a Cordelia que aquel árbol,
nacido de una varita mágica que había plantado Merlín, daba cuanto se le pedía con buenos modos.

Cuando llegaron, a Cordelia le pareció que el árbol no tenía nada de extraordinario, salvo su gran belleza.

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Pero, cuando las chicas lo rodearon tomadas de la mano y le dijeron amablemente: "Muy buenas tardes, señor Árbol, ¿cómo ha pasado usted la noche?", apareció,
medio oculta entre las flores y las hojas, una cabecita preciosa y sonriente que respondió:

- ¡Oh, muy bien, muy bien! Una señora cigüeña que llevaba un niño muy lindo ha pasado la noche entre mis ramas y me ha contado cómo era la casa adonde
llevaba el niño y cómo era el cielo de donde lo traía. También vino una ardilla y estuvo comiendo nueces. Tenía una cola muy linda.

- ¡Ah! -exclamó Cordelia-. ¿Usted es un nogal?

- ¿De dónde han sacado esta chica tan ignorante? -preguntó la cabecita sin mirarla, pero visiblemente ofendida.

-Es nueva -dijo Melisaura a modo de disculpa.

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- ¡Estaría bueno -continuó la cabecita- que yo fuera un nogal o un peral o un naranjo o cualquier otro árbol aburrido que da siempre la misma fruta! Yo
doy las frutas que me da la gana, y abrillantadas y en almíbar, y si quiero puedo producir melones, de esos que les llaman "escritos", pero tan bien escritos
que no tienen ni una sola falta de ortografía. Y, además, doy todo lo que quiero.

Y diciendo esto sopló en una de las flores que tenía cerca y la flor se agrandó, se fue haciendo transparente y llenando de una luz vaga y rosada y por
fin fue un gran globo de suaves colores, que se desprendió de la rama y subió lentamente hacia el cielo azul.

- ¡Aaaahhh! -hizo Cordelia sinceramente admirada, con la boca abierta. Y las demás hicieron lo mismo, aunque por cortesía, pues estaban ya muy acostumbradas
a tales prodigios.

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-Es un árbol muy útil -le dijo por lo bajo Melisaura a mi hermanita-, pero como tiene tanto poder es muy vanidoso. Hay que andar con mucho cuidado con
él.

Y agregó en voz alta, dirigiéndose a la cabecita, que ahora parecía haber olvidado su enojo:

-Señor Árbol, señor Gran Árbol Mágico, hijo único de la mejor Varita Mágica, queremos pedirle un gran favor, quisiéramos comer...

-Pidan sin vergüenza. ¿Qué quieren comer?

-Pan y queso.

Las ramas del árbol se agitaron violentamente y por un instante no se vio la cabecita, oculta por el remolino de hojas y flores. Cuando reapareció estaba
pálida de indignación y sus ojos brillaban como dos ascuas, fijos en Cordelia.

- ¡Pan y queso! -exclamó-. ¡Sólo a esta chica ignorante y mal vestida puede habérsele ocurrido una idea tan ordinaria!

¿Cómo puede pensar nadie que un Árbol tan importante como yo, que produce manjares como nunca soñaron en comer los reyes, voy a sacar de entre mis ilustres
ramas pan y queso? ¡Pan y queso! ¡Hay que ver!

Las demás niñas estaban atemorizadas y se habían colocado a prudente distancia. Pero Cordelia sacó fuerzas de flaqueza y, venciendo su miedo, se acercó
al árbol y habló así:

-Señor Árbol, no veo ninguna razón para que desprecie usted de ese modo al pan y al queso. Es una comida muy antigua y muy buena. Pan y queso es lo que
comen los pastores que cuidan lindas ovejas y saben tocar la flauta; pan y queso es lo que comen los viajeros que llegan de noche a las posadas, viajeros
que saben muy lindos cuentos.

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El pan se hace con el trigo, que es la más hermosa de todas las plantas, y el queso con la leche de las buenas vacas, que tienen terneritos muy alegres
y una campanilla de cobre colgada del cuello. Y, además, ¡el pan y el queso me gustan mucho!

- ¡Muy bien dicho, Cordelia! - gritaron las niñas aplaudiendo. Pero Cordelia no pudo gozar de su éxito pues una rama se inclinó rápidamente y le dio un
tirón del pelo mucho más fuerte, según me dijo, que todos los que yo le había dado en mi vida.

- ¡Ay, mi pelo! -gritó. Y se puso a salvo de un salto, fuera del alcance de las ramas.

La copa del árbol se agitó y comenzó a oscurecerse, como si dentro se estuviera formando una tormenta. Y así fue, pues de pronto comenzaron a salir de
ella negras nubes que persiguieron a las niñas, abriéndose sobre sus cabezas y empapándolas.

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Cordelia quedó hecha una sopa; las demás también, y sus hermosos vestidos de tul les lloraban por todas partes.

Ya lejos del árbol enojado, y sin nubes que las persiguieran, se sentaron al sol a secarse la ropa.

En cinco minutos estuvieron tan secas y elegantes como siempre.

- ¿Y si nos quejáramos a Merlín? -preguntó Cordelia.

-No, a Merlín no le gusta intervenir en las cosas que nos pasan en los recreos. Dice que, si él allanara todas las dificultades y lo arreglara todo, no
nos divertiríamos. Y tiene mucha razón, porque en verdad que esto ha sido muy divertido -respondió Melisaura. Y todas las chicas se pusieron a reír.

Cordelia también se rió mucho, pero después dijo:

-Todo está muy bien, pero yo sigo teniendo hambre de pan y queso.

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-Nosotras también -dijeron todas. Y comenzaron a bostezar de hambre.

En eso estaban cuando vino a posarse en la rama de un árbol cercano un gran cuervo que traía un gran queso en el pico.

- ¡Miren! ¡Miren! -dijo Melisaura-. Ese es el cuervo de la Fábula. Es muy vanidoso, y si le dicen que tiene muy buena voz abre el pico para cantar y deja
caer el queso. ¡Van a ver!

Y acercándose al cuervo le dijo:

- ¡Oh, qué hermoso pájaro! Si su canto es tan bello como su plumaje debe cantar como los mismos ángeles en día de fiesta. ¿Quiere tener la amabilidad de
cantar, señor Cuervo?

El cuervo, sin soltar el queso, respondió:

-No, señorita, porque yo también he leído la fábula y no soy tan tonto.

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Y se fue volando.

-No deberían permitir -dijo una de las más chicas- que los pájaros leyeran fábulas. Así no se puede comer queso.

-Me parece -dijo Cordelia- que ese cuervo ha sido mandado por el árbol para burlarse de nosotras.

Y así era.

Del árbol, cuya copa se veía a lo lejos, se levantó una nube de globitos que brillaban como pompas de jabón al sol y, unos arrastrados por una brisa que
salía de entre sus ramas y otros saltando y rebotando en el suelo como pelotas extraordinariamente elásticas, llegaron hasta el grupo de las niñas y comenzaron
a girar alrededor de sus cabezas y a saltar entre sus pies de un modo enloquecedor. De tanto en tanto estallaban en sus narices con una carcajada tan burlona
e irritante que era preferible una pedrada.

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Las chicas corrían aturdidas y enojadas de un lado a otro, tapándose los oídos con las manos. Pero, como no hay mal que cien años dure, al fin estalló
el último globo y no se oyeron más carcajadas.

Se pensaron venganzas terribles.

Una propuso ir a la ciudad vecina y pedirles a los chicos los remedios amargos, que con razón no quieren tomar, y regar con ellos las raíces del árbol.
De ese modo todos los frutos que diera tendrían gusto a remedio y nadie los querría.

Otra propuso disfrazarse de bichos de cesto y colgarse de sus ramas. Así todos los demás árboles y plantas lo mirarían con desprecio y los pájaros viajeros
no se posarían en sus ramas.

-No me gusta -dijo Cordelia-, porque entonces vendría el jardinero y, después de arrancarnos, nos echaría al fuego. No; a una burla hay que contestar con
otra.

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Acompáñenme y hagan todo lo que me vean hacer y repitan todo lo que yo diga. Y, sobre todo, no tengan miedo.

Algunas niñas no se decidían, pero Melisaura, que tenía mucho prestigio porque le faltaba muy poco para recibirse de hada, las convenció, y siguieron a
Cordelia, la que se encaminó directamente hacia el árbol.

Cuando estuvo en el círculo de su sombra -las demás se quedaron prudentemente al sol, donde sabían que no llegaban las ramas, salvo Melisaura, que entró
con ella en la zona peligrosa- Cordelia dijo con tímida voz.

-Señor Árbol, distinguidísimo señor Gran Árbol Mágico, he venido a pedirle disculpas. Soy una gran tonta.

Esto lo dijo sin pestañear, aunque veía sobre su cabeza la sombra de una rama que se disponía a tirarle del pelo.

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Pero la rama se detuvo y la cabecita apareció, muy seria y orgullosa entre las hojas y las flores, y, como quien toma examen, preguntó:

- ¿Reconoces que eres una tonta?

- ¡Una grandísima tonta! -exclamó Cordelia.

Las niñas hicieron coro:

- ¡Todas, querido y distinguido Árbol, somos unas niñas tontísimas, la flor de la tontería!

- ¡Y yo la flor y la fruta! - agregó Melisaura.

La cabecita sonreía satisfecha.

Cordelia continuó:

-Sí, fuimos unas tontas y unas ignorantes al pedirte pan y queso. Tú no eres ni trigo para hacer el pan ni vaca para dar la leche para el queso. Debimos
pedirte algo que estuviera a tu alcance y no ponerte en ese compromiso.

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- ¿Cómo? ¿Cómo? -preguntó la cabecita-. ¿Qué yo no soy vaca? ¡No faltaba más que yo no pudiera ser vaca si me diera la gana! ¡Ahora van a ver!

Y del árbol salieron largos mugidos y el lento son de muchos cencerros.

- ¡Oh, qué linda vaca! -gritaban y aplaudían las niñas.

-Y en cuanto al trigo, ahí lo tienen -dijo la cabecita. E instantáneamente toda la copa se llenó de espigas de oro que salían por entre las verdes hojas.

Las niñas volvieron a aplaudir y a dar gritos de admiración.

-Una vez más -dijo Cordelia- confieso mi tontería y mi ignorancia, pues bien se ve que con un poco de paciencia y estudio podrías llegar a producir pan
y queso.

- ¿Paciencia? ¿Estudio? ¡Eso te hará falta a ti, que eres una ignorante mal vestida! ¡Pan y queso!

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¡Ahí tienen, para que aprendan! - gritó la cabecita.

Y de la copa del árbol comenzó a caer sobre las niñas una verdadera lluvia de panecillos crujientes, dorados y calentitos como recién salidos del horno,
y detrás de ellos infinidad de pedazos de queso, pedazos de queso de todas las clases imaginables y de algunas que ni se pueden imaginar.

Las niñas se precipitaron sobre lo que habían estado deseando toda la tarde y, alejándose a la carrera de la sombra del árbol, se pusieron a comer a dos
carrillos.

La cabecita, que se dio cuenta de que todo había sido una treta, echaba chispas por los ojos y pronunció atropelladamente este conjuro:

- ¡Qué el pan y el queso se vuelvan piedras!

Efectivamente así sucedió, y más de una niña, que masticaba en ese momento con todas sus fuerzas, estuvo a punto de romperse una muela.

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Algunas, las más, levantaron el brazo para arrojar las piedras contra el árbol, pero Melisaura gritó:

- ¡Deténganse, compañeras!

Los brazos se detuvieron en el aire y muchas lágrimas al borde de las pestañas. Era un momento de gran emoción; nadie sabía lo que estaba por hacer Melisaura.
Esta se adelantó solemnemente, extendió un brazo y dijo:

-Contra ese conjuro hay un contraconjuro: ¡al que da y quita le sale una jorobita!

El árbol se cubrió de espinas. Eso significaba que su rabia era muy grande, y la cabecita gritó:

- ¡No! ¡No! ¡No quiero que me salga una joroba!... Bueno... Ese queso... ¡con su pan se lo coman!

Y el queso volvió a ser queso y el pan volvió a ser pan. Y mucho más rico que antes, después del miedo de perderlo que habían pasado.

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Durante un rato las niñas comieron en silencio, sentadas en rueda al sol.

- ¡Miren! -exclamó Cordelia todavía con la boca llena-. ¡Rocío!

Era verdad: de las ramas del árbol caían gruesas gotas.

- ¡Qué rocío ni que diablos! - dijo la cabecita tristemente-. Lo que pasa es que al verlas comer ese pan y ese queso que deben ser tan ricos, como todo
lo que yo hago, se me están haciendo agua las ramas.

-¿Y por qué no haces más y comes? -preguntó Cordelia.

- ¡Ay, no puedo! Las más adelantadas de ustedes deben saber que la ley de los seres mágicos, como yo, no les permite aprovechar los prodigios que hacen.
Sólo podría comer si alguien, con buena voluntad y cariñosamente, me convidara. Pero, claro, ustedes están enojadas conmigo...

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- ¡No! ¡No! ¡No!-gritaron todas las niñas. Y, sin temor alguno, se treparon al árbol y ofrecieron a la cabecita ricos bocados de pan con queso.

- ¡Jamás he comido nada mejor! -exclamaba ésta con la boca llena.

Cuando terminó de comer, aun sobró para los pájaros y para unos ratones que, no se sabe de dónde, vinieron sin invitación al banquete.

¡Talán! ¡Talán! ¡Talán!

Era la campana, que llamaba a las niñas a clase.

Se despidieron apresuradamente y, cuando del último recodo del camino se dieron vuelta para decirle adiós con la mano, vieron que el árbol agitaba en la
punta de cada rama un pañuelo blanco, con el que las saludaba.

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El sueño de Merlín

Cuando entraron en el aula no estaba Merlín.

El payaso del techo seguía gritando:

- ¡Talán! ¡Talán! ¡Talán!

-Bueno. Ya estamos aquí, de modo que puedes callarte -le dijo Melisaura.

El payaso se calló, pero comenzó a hacer morisquetas y poner cara fea y dijo:

- ¡Ay, que vida más triste!

- ¿Qué te pasa?

-Que después de llamar a clase me queda en la boca un gusto a campana muy feo.

-Di "caramelos" varias veces y se te pasará -le aconsejó Melisaura.

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- ¡Caramelos! ¡Caramelos! ¡Caramelos! -gritó el payaso. Y después se quedó tranquilo y sonriente.

- ¿Y Merlín? -preguntó una niña.

-Está en el sillón -dijo el payaso-, ¡Lo de siempre!

Cordelia miró al sillón, cuyo alto respaldo de terciopelo asomaba por detrás del escritorio cubierto de librotes, pero no vio nada. Muy sorprendida dio
la vuelta a la mesa, mientras las otras niñas contenían la risa, y encontró muy acurrucado entre los almohadones del sillón un hermoso gato negro que dormía
haciendo ronrón.

Le explicaron.

Merlín sostenía que el animal que mejor sabe dormir es el gato, pues demuestra lo agradable que le resulta el sueño haciendo ronrón.

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Y, así, cuando quería descansar se transformaba en gato.

Cordelia le pasó la mano por el lomo y lo llamó.

-Señor Merlín, señor Merlín.

-Es inútil -le dijeron-; no se despertará. Cuando se convierte en gato se pone un nombre de gato, y si no se lo llama por él no responde. Tenemos que adivinar
qué nombre se ha puesto.

Y se pusieron a barajar nombres de gato.

- ¡Micifuz! - ¡Minino! - ¡Michito! - ¡Michungo! - ¡Morrongo!

Le gritaban, pero él seguía durmiendo y haciendo ronrón como si tal cosa. ¡Era desesperante!

-En casa-dijo de pronto Cordelia- tenemos un gato que se llama Martínez.

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- ¡Pero ése no es nombre de gato! -le dijeron.

-Sí que es -respondió Cordelia-; nosotros se lo pusimos en agradecimiento al señor que nos lo regaló. Y él contesta cuando así lo llaman.

Pero el durmiente tampoco respondió cuando le gritaron Martínez y Pérez y Rodríguez y Gutiérrez y todos los apellidos de que se acordaron las niñas. Sobre
la mesa, entre los papeles, estaba la varita mágica de Merlín.

- ¿Si me sirviera de ella?... -preguntó tímidamente Melisaura-. Yo ya la sé manejar. Todo lo que puede ocurrir es que me dé un reto...

- ¡Sí, Melisaura, sí, que te dé un reto! -gritaron las niñas.

Melisaura, muy ofendida, se fue a sentar en un rincón del aula. ¡Qué clase de compañerismo era ése... desear que le dieran un reto!

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Con muchas zalamerías y mimos la convencieron de que lo que querían no era que la retaran, sino que despertara a Merlín, que se había expresado mal. Entonces
Melisaura tomó la varita mágica y, trazando en el aire un montón de firuletes, dijo:

Por el miridingo de los mirindones

varita, varita de sabia virtud,

necesito ratas y ratones

con buena salud.

Y, desplegando sus alas de mariposa, revoloteó por encima de las chicas golpeándolas suavemente en la cabeza. No bien recibían el golpe las niñas se convertían
en ratoncitos, blancos o grises -según fuera el color de su pelo-, que echaban a correr por entre los muebles, se subían al escritorio con intención de
roer los libros e intentaban hacer cuevitas en los rincones. Chillaban como una legión de demonios chicos.

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El gato se despertó y, dando un salto como si fuera de resorte, pegó un gran bufido y comenzó a perseguir a los ratoncitos. Pero, como ya estaba despierto,
se acordó en seguida de quién era y, sin que se viera cómo, volvió a convertirse en el gran Merlín. Entonces, empuñando la varita mágica, gritó:

¡Por el rataplán, por el rataplín,

que este lío tenga fin!

Inmediatamente las niñas volvieron a su antigua figura. Pero tan rápida fue la transformación que las pescó donde estaban: unas entre los libros, otras
trepadas al respaldo de los sillones, y todas en curiosas posturas de ratón. Mi hermanita quedó muy avergonzada, pues se encontró entre los brazos de un
candelabro, tratando de comerse las velas.

Cuando volvió la calma y cada cual estuvo en su sitio Merlín dijo:

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-No te retaré, Melisaura, pues estuviste muy inteligente al crear los ratones, ya que al oírlos correr entre sueños me despertó la voz del deber, de mi
deber de gato.

Cordelia, que no podía más de curiosidad, le preguntó:

- ¿Y cómo se llamaba, señor, cuando era gato?

-Negrito-respondió Merlín. Y agregó: -Es un nombre muy lindo y muy indicado para un gato negro.

Las niñas se quedaron, como vulgarmente se dice, con tres cuartas de narices. ¡Cómo no se les había ocurrido!

Mientras el viejo maestro hojeaba sus librotes para preparar la clase, Cordelia recordó las palabras que tantas veces le había repetido la cabecita del
Árbol mágico: "Eres una chica mal vestida". Y se puso muy triste, pues su vestidito de cuadros rojos y blancos,

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que estaba muy bien para andar por el campo a la hora de la siesta, oyendo cantar las cigarras y correr las lagartijas verdes -que para eso había salido
de casa sin permiso-, le resultaba muy feo si lo comparaba con los radiantes vestidos de las niñas - hadas. Ella sabía muy bien que la gente no vale por
la ropa que lleva, y, como al fin era una niña como todas, comenzó suspirando y terminó llorando. Pero sus suspiros se convirtieron en largas bandas de
tul de maravillosos colores que permanecían un instante suspendidas en el aire y luego caían sobre ella vistiéndola como a las demás. Sus lágrimas se convertían
en perlas y brillantes, que se fijaban a los tules formando hermosos dibujos, y en un momento quedó mucho mejor vestida que una reina el día de sus bodas.

Todas sus compañeras aplaudieron y le gritaron:

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- ¡Mírate al espejo, Cordelia! ¡Mírate al espejo!

Sin preguntar dónde estaba, Cordelia se dirigió al negro pizarrón, el cual transformándose en un limpio espejo con marco de plata, le devolvió su imagen,
pero tan embellecida que, llena de respeto y admiración, mi hermanita se hizo una reverencia.

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Una clase modelo

El viejo Merlín se dirigió a las alumnas diciendo:

-Vamos a ver cómo resolverían ustedes este problema, que es un sencillo problema de cálculo.

Y, sacando de su manga derecha un ratoncito blanco y de la izquierda un gato negro, los depositó sobre la mesa, bastante alejados el uno del otro.

Los dos animalitos se quedaron inmóviles, como si fueran de juguete; pero en los ojos del gato brillaba una llama asesina y en los del ratoncito la temblorosa
luz del miedo.

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-Se trata, como es natural, de salvar al ratoncito -continuó el maestro.

Una niña de las más chicas levantó la mano.

-A ver qué se te ha ocurrido. Coralia pasó al frente y explicó:

-Yo le daría al ratoncito un paraguas viejo.

-Pero si no tiene que salvarse de la lluvia sino del gato -aclaró el maestro.

-Ya sé, pero con el paraguas se podría hacer unas alas, y así, convertido en murciélago, salir volando, y, si te he visto, gato, no me acuerdo.

-No está mal -dijo el maestro-, pero quiero otra solución, en la que no entren nada más que el gato y el ratón.

La clase entera respondió:

-Hay que convertir al gato en otro ratón o al ratón en otro gato.

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-Ahora vamos bien. Pero ¿cuál de las dos cosas les parece mejor? ¿Qué piensas tú, Cordelia?

-Yo convertiría al ratón en gato.

- ¿Por qué?

-Porque me gustan mucho los libros y el queso, que también les gustan mucho a los ratoncitos, y así, de paso que lo salvaba a él, salvaba libros y queso.

- ¡Gran respuesta! -dijo Merlín-. En premio te voy a prestar mi varita mágica para que transformes tú misma al ratoncito. Pero no olvides que éste es un
problema de cálculo.

Cordelia, temblando de emoción, empuñó la varita y tocó con ella la cabecita del ratón, el que inmediatamente se convirtió en un gato del tamaño de un
tigre.

Un grito de espanto se escapó de todas las bocas, pues el enorme gato, echando miradas sobre el otro y sacando unas enormes uñas, se dirigió hacia él con
la boca abierta.

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Merlín le pasó repetidamente la mano por el lomo, y a cada paso se iba achicando hasta que se quedó del mismo tamaño que el otro. Entonces los dos saltaron
de la mesa y se pusieron a jugar amigablemente.

-Ya les avisé -explicó el maestro- que era un problema de cálculo. A Cordelia se le fue la mano y creó gato de sobra. Este es un error muy frecuente en
todos los que se encuentran con un gran poder en la mano, como lo es una varita mágica.

-Ya nos va a soltar un sermón -dijo entre dientes el payaso que estaba pintado en el techo.

-No; les iba a contar la historia de un perro que una vez vino a verme y me dijo... Pero si no les interesa...

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- ¡No! ¡No! ¡Cuente! ¡Cuente lo que le dijo el perro! -exclamaron a un tiempo muchas voces.

-Era un perro vagabundo, bastante sucio y muy simpático. Se presentó y me dijo:

-Señor Merlín, yo soy un perro.

-Ya lo había notado -le respondí.

-Dispense -me dijo él- me había olvidado de que hablaba con un gran sabio al que no se le escapa nada. Resulta que soy un perro sin dueño y estoy un poco
aburrido de esta vida de perro que llevo. Quisiera encontrar un amo que me diera huesos y me tirara un palo al río para ir a buscárselo y traérselo moviendo
la cola. ¡En fin! ¡Vivir como la gente!

Me pareció tan razonable su pedido que le encargué que le arreglara el asunto a una chica que acababa de recibirse de hada. Se llama Amarilis,

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y ahora trabaja muy bien, pero aquella vez metió el zapatito de cristal hasta la rodilla. Esa noche entró, invisible, en la casa de los veinte hombres
más buenos de la ciudad y, tocándoles la frente con la varita mágica, hizo que soñaran con el perro. Y todos se despertaron con deseos de ser sus amos.

- ¿Cómo se llamaba el perro? - preguntó una alumna.

-Jazmín. ¡Bueno! Resultó que al día siguiente los veinte señores, que eran todos muy amigos, salieron a pasear juntos por el campo y se encontraron de
pronto con Jazmín, a quien Amarilis había puesto en el camino.

- ¡Yo lo vi primero!

- ¡No, que lo vi yo!

- ¡Es mío! ¡Es mío!

Gritaban todos y, aunque eran tan amigos, se caldearon los ánimos de tal modo que terminaron dándose de palos.

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Por fin, el más viejo, que tenía una barba casi tan linda como la mía, propuso que llevaran el asunto a la justicia. El juez depositó a Jazmín en una oficina
y ¡venga y vaya papel sellado!"

- ¿Qué es eso? -preguntó una chica.

-Un papel en el que escriben los abogados para darse importancia. El pleito parecía que no iba a terminar jamás. Ya tenía más de tres mil hojas cuando
yo solté unos ratones que se comieron todo el papel sellado y de paso la cuerda con que estaba atado el pobre Jazmín. Vino a verme y me dijo:

-¡Buena me la hizo su discípula señor Merlín! ¡De los veinte amos que me buscó no saqué en limpio más que una cuerda al cuello!

-Tienes que disculparla, Jazmín -le dije-, porque lo hizo con buena intención, para que no te faltaran amos.

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Pero ya arreglaremos tu situación. Amarilis misma se encargará.

- ¿Y qué hizo esa vez? -preguntó una niña.

- ¡Qué iba a hacer! ¡Lo convirtió en un príncipe encantador! ¿No es cierto, señor? -dijo otra.

-No, si lo que él quería era ser perro -respondió Merlín-. Se lo llevó a un pastorcito que vivía muy solo en una cabaña, y ahora son felices cuidando ovejas.
El pastorcito sabe tocar tan bien la flauta que todas las ovejas balan erguidas en dos patas y Jazmín en el medio. Algún día iremos a verlos.

Y con aquella agradable promesa terminó la clase.

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Historia del payaso pintado

Cordelia, antes de salir del aula había notado que el payaso del techo no estaba. En su lugar solo quedaba una borrosa mancha de colores desteñidos.

- ¿Qué le ha pasado? -le preguntó a Melisaura, de la que se había hecho muy amiga.

-Se ha ido a trabajar.

- ¿En el circo?

- ¡No, no puede! -respondió Melisaura-. Si quieres, iremos a verlo trabajar. Por el camino te contaré su historia.

Era ya de noche, y Melisaura tomó a mi hermanita de la mano, abrió sus alas y echó a volar.

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- ¿Cómo lo encontraremos?

-Es muy fácil; como está pintado va dejando rastros de pintura por donde pasa y como yo tengo muy buena vista y ya casi soy hada...

Efectivamente, en las ramas más altas de los árboles encontraron pequeñas manchitas verdes, rojas, amarillas, azules. Después se cruzaron con una bandada
de patos silvestres que volaban en triángulo, y el que hacía punta tenía en el ala izquierda una mancha azul.

-Con ellos se ha cruzado -explicó Melisaura-. Pero ahora no sé como orientarme.

Subieron más alto y en unas nubes blanquísimas vieron los rastros de colores del payaso.

Estaban ahora sobre una aldea. Vieron al gallo dorado de la veleta de la iglesia, que sacudía las alas muy enojado.

- ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! -exclamaba.

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Tenía una gran mancha de pintura roja en el pecho.

- ¿Qué te pasa? -le preguntó Melisaura.

-Qué ese dichoso payaso al pasar me ha manchado de rojo, y mañana va a decir el señor cura que soy un gallo de riña y he andado peleando ¡Si no sabe encontrar
solo el camino de vuelta que no salga, pero que no moleste a personas respetables!

Cordelia le limpió la mancha con una punta de su precioso vestido y, como era un vestido mágico, quedó tan limpio como antes. El gallito, agradecido, les
dijo que había visto entrar al payaso en casa de Pipiólo, un niño que estaba enfermo.

Era una casita humilde, en cuya ventana brillaba una luz amarilla. Mientras se acercaban Melisaura terminó de contar la historia del payaso, que era esta:

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El payaso se llamaba Colorín y era un buen payaso. Sabía dar vueltas carnero como el mejor, tocar músicas disparatadas en una armónica y contar cuentos
y chistes que hacían reír mucho a los niños, aunque algunas personas amigas de darse importancia decían: "¡Qué tontería!"

Pero Colorín tenía la pretensión de ser equilibrista, y, como era bastante desequilibrado, las pruebas le salían como la mona. Se ponía sobre la nariz
un bastón, sobre el bastón una silla y sobre la silla un florero lleno de flores, pero en cuanto intentaba dar un paso ¡cataplum! todo se venía al suelo.
Además, tenía muy mala suerte, pues siempre el agua del florero se derramaba sobre el vestido nuevo de alguna señora del público, la silla se le metía
en la cabeza a algún señor importante y el bastón, fatalmente, daba en la cabeza del director del circo, levantándole un chichón.

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El director del circo -que siempre se llama señor Augusto, viste de frac, es gordo y empuña un látigo- corría al payaso a latigazos hasta la calle.

Los espectadores creían que aquello era un número de la función y se reían mucho, pero el pobre Colorín había perdido el empleo y ganado unos azotes.

La misma historia le ocurrió muchas veces; tantas que ya desesperado, se fue a ver al señor Merlín para que lo ayudara.

Merlín le hizo hacer en su presencia algunas pruebas de equilibrio, pero al punto se convenció que ni con toda la magia del mundo podría lograr que no
se le cayeran las cosas.

A esta altura del relato Cordelia exclamó muy asombrada:

-Pero ¡cómo! ¿La magia no lo puede todo?

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-No -le explicó Melisaura-, y el secreto de los grandes magos, como nuestro profesor, consiste en saber eso, en saber que hay cosas que no pueden cambiarse
porque Dios ha dispuesto que sean así. Es lo más difícil de aprender en nuestra profesión.

- ¡Qué triste! ¡Pobre Colorín! - exclamó mi hermanita.

-Verás que no -continuó su compañera- siempre que algo se resiste a la virtud de la varita es para bien. Merlín entonces convenció al payaso de que dejara
los circos y trabajara para él. Lo mandaría por las noches a entretener y divertir a los niños enfermos. Para eso le enseñó a volar agitando sus anchas
mangas de payaso, que por algo tienen tantos volados como has visto, y muchas otras cosas más...

- ¿Y por qué está pintado en el techo?

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-Porque es la única manera de que se quede quieto y pueda descansar de las fatigas de la noche.

A todo esto llegaron a la casita de Pipiólo y se pusieron a curiosear por la ventana.

Pipiólo estaba recostado sobre muchas almohadas en su camita blanca. Era un niño rubio, con grandes ojos azules en los que brillaba la fiebre, y estaba
muy pálido. Colorín, sentado a los pies de la cama, dijo algo que las niñas no pudieron oír y Pipiólo soltó una carcajada tan alegre que parecía sano.

- ¿Entramos? -propuso Melisaura.

- ¡No! ¡Que nos van a ver!

La niña-hada dijo riéndose:

- ¡Si no puedes verte ni tú misma!

Cordelia se miró las manos y dio un grito ahogado: ¡sus manos habían desaparecido!

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Con mucho miedo miró hacia abajo y tampoco vio su hermoso vestido ni sus pies calzados con zapatitos de cristal. ¡Nada quedaba de ella! ¡No era más que
un poco de la oscuridad de la noche!

- ¡Dios mío! ¡Mamá! -gritó muy asustada.

Pero en el brazo invisible sintió la presión cariñosa de la mano de su compañera y su voz amiga la tranquilizó.

- ¡No te asustes, tonta! He venido soplándote durante todo el viaje para hacerte invisible.

- ¿Por qué no me lo dijiste?

-Tenía miedo de que no me saliera bien. Como todavía no me he recibido...

-Pero yo te veo a ti -dijo Cordelia.

-Tú, sí, y yo también te veo, pero para todos los demás somos tan invisibles como el viento cuando no lleva hojas secas ni papeles ni tierra.

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Parece que el viento levanta todo lo que puede para que lo vean. Nadie está contento con su suerte.

- ¿De veras?

-Yo no sé, pero es una máxima que repite siempre Merlín.

Y diciendo esto empujó la ventana y entraron, colocándose discretamente en un rincón.

-Es la hora de tomar el remedio, Pipiólo -dijo el payaso al oír cantar un gallo en la vecindad.

- ¡No quiero el remedio! ¡Es feo! ¡Tiene gusto a pulga!

- ¿Y tú comes pulgas para saberlo? -dijo Colorín. Y mientras el niño se reía destapó un frasco que estaba en la mesita de noche y sopló dentro.

Del frasco salió una especie de geniecillo con alas de mosca y la cara muy arrugada, el cual, haciendo feas morisquetas y diciendo palabrotas, se escapó
por la ventana.

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- ¿Ves? Ese es el gusto feo, y acabo de echarlo.

Y sirviendo una cucharada se la dio al niño, que quedó relamiéndose.

-Ahora -agregó Colorín- te voy a demostrar qué gran equilibrista soy.

Y puso sobre su nariz, unas encima de otras, las cosas que a continuación se detallan: una silla, un paraguas abierto, una lámpara encendida y, en la punta
de todo, un florero con flores y agua.

La pila casi tocaba el techo. Las niñas contenían el aliento. ¡Todo aquel montón de cosas iba a caer sobre el pobre Pipiólo!

Cuando Colorín dio el primer paso Cordelia dijo para sí: "¡cataplum!".Y cerró los ojos.

¡Pero no! El payaso dio varias vueltas a la habitación, saltó sobre la mesa y sobre la cama sin que nada ocurriera.

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-¡Mira! ¡Mira! -susurró Melisaura.

Cordelia, aguzando la mirada, pudo ver algo como una niebla blanca y dorada que se movía en torno de la peligrosa pila y subía y bajaba rápidamente de
un objeto a otro. Después distinguió claramente que lo que parecía una niebla era el Ángel de la Guarda, el cual, con sus manos bellísimas y rápidas, sostenía
los objetos para que no se cayeran.

- ¡Basta! ¡Basta! -gritó Pipiólo aplaudiendo.

Entonces el Ángel fue sacando las cosas una por una y colocándolas en su lugar.

-Esto no se vio nunca en ningún circo -dijo muy satisfecho el payaso-. Con un solo movimiento de nariz mandó cada objeto adonde estaba.

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-Pero ¿él sabe que el Ángel de la Guarda lo ayuda? -preguntó Cordelia.

-No, no puede verlo, ni Pipiólo tampoco. Cree que lo hace él solo, y por eso está tan contento. Ese es el premio que recibe por cuidar y entretener a los
niños enfermos - le explicó Melisaura.

A todo esto, Colorín, después de hacer dormir a Pipiólo poniéndole la mano en la frente, desapareció por la ventana dejando a su paso algunas manchas de
pintura que las niñas se encargaron de limpiar. Iba a otras casas, donde otros niños enfermos lo esperaban.

Las niñas regresaron volando al colegio. Ya no eran invisibles, pues, al pasar junto al gallito de la veleta éste les gritó.

- ¡ Quiquiriquiiü!

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Lo que quería decir: "¡Adiós, chicas! ¡Que les vaya bien! ¿Se han divertido mucho? ¡Un millón desgracias por haberme limpiado la mancha! El viento sopla
de Norte a Sur, y acaba de pasar una bandada de golondrinas. Son las doce y media y dentro de media hora será la una".

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Primera salida de Cordelia

Cordelia adelantaba rápidamente en sus estudios, tanto que Merlín decidió mandarla a hacer su primera excursión de práctica. Le dio una buena varita mágica,
que ella sabía manejar mejor que un director de orquesta la batuta, y le dijo:

- ¡Vete, Cordelia, y buena suerte!

Cordelia echó a andar sin rumbo, pues no tenía ninguna misión fija que cumplir.

Caminaba por un valle entre montañas, a la orilla de un arroyo que tenía piedras de colores en el fondo, cuando se cruzó con una enorme loba que se iba
relamiendo y decía:

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-Hoy me comeré una ovejita; mañana, otra...

Cordelia la siguió y vio que se dirigía a un gran árbol, a cuya sombra dormía un niño pastor. Junto al niño dormía también su perro. Cerca, unas doce ovejas
muy blancas paseaban tranquilamente con sus corderitos sin pensar en el peligro que los amenazaba.

La loba estaba ya muy cerca y abría una boca muy grande. Pero Cordelia la tocó en la cabeza con su varita y la gran loba se convirtió en una oveja que
acercándose a las demás, les dijo:

- ¡Buenas tardes, queridas hermanas ! Hace mucho calor esta siesta.

-Efectivamente hace mucho calor, señora- respondieron las otras.

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En eso despertaron el pastorcillo y su perro muy contentos al ver que tenían una oveja más. El perro se llamaba Jazmín.

Y Cordelia siguió su camino muy satisfecha de su proceder.

Poco después oyó llantos que salían de una cueva oscura y penetró en ella sin miedo.

Dentro de la cueva había cuatro lobeznos muy chicos que lloraban tristemente y decían:

-Una cigarra amiga nos ha contado que nuestra madre fue convertida en oveja y que no la veremos más, pues se ha olvidado de que era loba. ¿Quién nos dará
la rica leche de loba que tomábamos? ¿Quién nos enseñara a distinguir el terrible ¡pum! de las escopetas de los cazadores del simple pum que hace una piedra
al caer de la montaña? ¡Vendrá cualquier peletero y nos desollará aprovechándose de que somos unos pobres huérfanos!

La cigarra que había llevado la noticia se puso a cantar a la puerta de la cueva:

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Esta es, ésta es la que puso la loba del revés.

Los lobitos se precipitaron hacia Cordelia, y, tirándole con los dientes del ruedo del vestido, le decían:

- ¿Cómo es posible que una niña tan bonita pueda ser tan mala?

Cordelia estaba toda confusa y no sabía qué decir. Acariciaba a los lobitos pero ellos la miraban como a una enemiga.

-Cuando sea grande -le dijo uno- te comeré cruda.

Cordelia se había sentado en el suelo y se rascaba la cabeza con la punta de la varita. Quizá por eso se le ocurrió la idea que necesitaba. Y convirtió
a los cuatro lobitos en cuatro corderos blancos. Y, tomándolos en brazos, se los llevó a la madre, quien los reconoció enseguida y se puso a lamerlos cariñosamente
y a darles de mamar.

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Cordelia siguió su camino, pero no habían terminado aún las complicaciones de aquel asunto.

Poco después encontró a un cazador -que había sabido todo lo ocurrido por la cigarra, que era muy chismosa-, el cual, enfrentándose con ella, le dijo en
tono feroz:

- ¿De modo que usted es la que se entretiene en quitarle el trabajo a la gente honrada? Por la piel de la loba y sus cuatro lobitos el tabernero me habría
dado una botella grande y cuatro botellas chicas de vino y yo me habría emborrachado alegremente. ¡Sinvergüenza!

Pero Cordelia no se enojó, y riéndose, le dijo al tiempo que se alejaba volando:

- ¡Embrómese por andar matando a los pobres animalitos de Dios! ¡Borrachón!

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La varita rota

En el atardecer de aquel mismo día Cordelia se paseaba por un hermoso bosque, y, como entendía no solo la música sino también la letra del canto de los
pájaros, se distrajo al extremo de que dos ladrones que le venían siguiendo los pasos le robaron la varita mágica que llevaba debajo del brazo.

Ella no se dio cuenta, y siguió paseando y oyendo las canciones, en posesión de aquel tesoro, a los ladrones no se les ocurrió cosa mejor que convertir
en vino el agua de una fuente.

Se emborracharon ellos y las ranas que vivían en la fuente.

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Las ranas hicieron muchas tonterías, pero los que hicieron la más grande fueron los ladrones. Se pelearon, partieron la varita mágica por la mitad, y cada
cual se fue por su camino haciendo eses y llevándose su pedazo.

El ladrón que se llamaba Pedro se encontró con un río y, despreciando al barquero que le ofrecía pasarlo, le ordenó a su media varita que lo hiciera.

Inmediatamente se sintió levantado en el aire y, muy satisfecho, se vio cruzando el río. Pero justamente a la mitad, ¡cataplum!, se cayó de cabeza al agua.

Por suerte para él, el barquero, que lo había seguido remando con la boca abierta, atinó a cerrarla y lo salvó.

El ladrón que se llamaba Juan pidió a su media varita una carroza para entrar en la ciudad dándose importancia. Apareció la carroza, pero sin caballos.

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Volvió a agitar la varita pidiendo los caballos: tordillos los quería, y tordillos aparecieron. Pero la carroza se esfumó dejando en el aire un olor a
chasco que lo puso furioso. Intentó hacerla aparecer de nuevo y lo consiguió, pero estaba tan vieja como si hubiera dado tres veces la vuelta al mundo.
Además, no tenía ruedas más que de un lado.

- ¡Paciencia! -dijo-. Iré dando tumbos, pero, como soy tan borracho, eso no extrañará a nadie.

Quiso atar los caballos, pero éstos se desvanecieron en dos largos relinchos con acento burlón.

Como era muy terco, insistió muchas veces, pero siempre obtenía el mismo resultado, es decir la mitad de su deseo.

La carroza iba descendiendo de categoría, hasta que no fue más que un carrito de verdulero mal pintado. Los caballos también se afeaban.

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Los últimos que consiguió fueron dos burros bichocos, que, además se deshicieron en un rebuzno tan burlón e irritante que se quedó ofendido para toda la
vida.

Entonces pidió una bicicleta, y al instante la tuvo, con un lindo farol, con vidrios de tres colores y el timbre más sonoro que pueda imaginarse, pero
¡ay! solo tenía una rueda.

Sin preocuparse, pues él no era hombre de andar contando rueditas, montó en la media bicicleta, como había visto hacer en los circos, y ¡a marcar kilómetros!
Pero la única marca que sacó fue una, en la frente, que se hizo contra el árbol más cercano. Siguió probando fortuna y árboles hasta que estuvo tan maltrecho
como después de remar un año entero en las galeras del rey.

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Aquella noche los dos ladrones se encontraron en una taberna: Pedro, secando sus ropas al fuego, y Juan, poniéndose compresas de agua con sal en los chichones.

Como la desgracia tiene la virtud de bajar los humos, ambos comprendieron que debían marchar unidos, ya que media varita no hacía más que medio prodigio.

Se abrazaron cordialmente y ambos pidieron a sus varitas bifes con papas fritas. El uno obtuvo el bife; el otro, las papas fritas.

Por ese procedimiento hubieran engordado mucho, si no llega a estar en la taberna un juez que los conocía por haberlos condenado muchas veces. Y, como
no pudieron demostrar con documentos que la varita les pertenecía, la confiscó en latín de juez y se la llevó a su casa.

Ya en su casa, y bien cerrada la puerta, intentó componerla. ¡Le fue imposible!

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La cera, el lacre, el piolín, los clavos, una venda, todo fracasó. Los dos pedazos se negaban a unirse.

Entonces el juez se hizo esta reflexión:

-Si las medias varitas no dan más que la mitad de las cosas pediré billetes de mil pesos y los tendré de quinientos. Todo es cuestión de trabajar un poco
más.

Como era un hombre muy práctico tomó un trozo de varita con cada mano y comenzó a golpear en la tabla de la mesa diciendo:

-¡Quiero mil pesos! ¡Quiero mil pesos! ¡Quiero mil pesos!

Y a cada doble golpe aparecían sobre la mesa dos billetes de quinientos pesos.

El juez, que era muy avaro, golpeaba y golpeaba, y el montón de billetes crecía y crecía. Pronto desbordaron de la mesa y comenzaron a caer al suelo.

Entonces suspendió su trabajo para contar y esconderlos:

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no fuera a entrar su mujer, que era muy caritativa, y a querer ayudar a los pobres. Pero al levantar el primer billete lanzó un grito espantoso: ¡los billetes
no estaban impresos más que de un solo lado; del otro eran simples papeles blancos... y no tan blancos, porque muchos tenían pintados estúpidos monigotes
que le sacaban la lengua!

Despechado, pero sin darse por vencido, se sentó en un sillón con la cabeza entre las manos a pensar cómo solucionar aquel problema.

A todo esto, Cordelia, que ya había oído todas las canciones de los pájaros de aquel bosque, se dio cuenta de que no tenía la varita mágica.

A punto estaba de romper a llorar cuando una vocecita monótona y suave le dijo:

-Te la robaron, Cordelia. Te la robaron, y yo lo vi.

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Era un grillo que se ocultaba debajo de una piedra azul.

- ¿Y por qué no me lo dijiste antes? ¡Tonto! -exclamó Cordelia.

-Porque estaba afinando mi violín y no podía distraerme. Y ahora no me interrumpas porque tengo que tocar una pieza muy difícil.

Y se puso a rascar su violincito de oro.

Cordelia sabía que las piezas del repertorio de los grillos duran de veinticuatro a cuarenta y ocho horas. Y, como no podía esperar tanto tiempo a que
le diera más datos, decidió darle una orden por teléfono a su varita.

Se acercó a una flor que crecía solitaria junto a un arroyo, una gran campánula blanca, y gritó dentro:

- ¡Hola! ¡Hola! ¡Habla Cordelia! Varita mía, libértate de las manos de quien te retiene y ven conmigo.

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La voz de Cordelia bajó por el tallo de la flor, corrió hasta la punta de una de sus raíces, que se tocaba con la raíz de la otra planta, y de esa raíz
pasó a otra y a otras. Y así, por la red que forman las raíces de las plantas, los pastos y los árboles debajo de la tierra, llegó hasta una enredadera
de campanillas azules que había en la ventana del juez. Y todas las campanillas repitieron el mensaje.

El juez no lo oyó, porque no se ha hecho la voz de las flores para los oídos de los avaros, que solo oyen bien el ruido de las monedas que cuentan, pero
la varita sí.

Inmediatamente los dos pedazos se le escaparon de la mano y comenzaron a descargar sobre sus espaldas una lluvia de palos tan fuertes que echó a correr
alrededor del cuarto gritando como un descosido. Y al poco rato fue verdaderamente un descosido, pues bajo la lluvia de palos se pisaba la toga y se la
rompía por todas partes.

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En una de esas atinó a tomar media varita con cada mano y, saliendo a la calle, las arrojó al río desde lo alto de un puente.

En cuanto el río sintió flotar sobre sus aguas la varita mágica apresuró la corriente, con gran susto de los pescadores y de los peces. Y, pasando de un
río ancho a otro más angosto, cada vez con mayor velocidad, los trozos de la varita llegaron en un santiamén al arroyo cerca del cual pastaban las ovejas
que cuidaban el niño pastor y Jazmín. Este se echó al agua, tomó las varitas con la boca y, todo mojado y moviendo la cola, se las llevó a Cordelia.

Cordelia le dio en premio un terrón de azúcar. Naturalmente que no era un terrón vulgar, sino un terrón mágico, que se podía chupar eternamente sin que
se gastara.

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Pero Cordelia tampoco pudo componer la varita. Y aun estaría llorando de no haberse encontrado con un niño de profunda mirada, largos y rizados cabellos
y que vestía una túnica blanquísima en la que no se veía ninguna costura. El niño la miró sonriendo y le dijo:

-No llores, mi padre es carpintero y yo sé algo del oficio.

Y compuso la varita maravillosamente con un poco de cola especial que trajo del taller de su padre.

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...Y colorín colorado

Cuando Cordelia, con su varita compuesta, regresó a la Escuela de las Hadas, Merlín se burló un poco de ella por haberse dejado robar la varita.

-Pero -agregó-, si bien se mira, ese percance ha sido para bien, pues así el mal juez recibió la paliza que se merecía desde hace mucho tiempo. Además,
una distracción la tiene cualquiera. Yo mismo, que soy tan sabio...

- ¡No! -gritaron las niñas-. ¡Por favor! ¡No se distraiga ahora contándonos sus distracciones! ¡Queremos saber si se recibe Cordelia!

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-Sí -respondió Merlín-; hoy se recibe Cordelia y se recibe Melisaura y se recibe Moraima.

Y les entregó los diplomas escritos en tres hojas de rosa.

La fiesta que se hizo fue tan linda que no la cuento porque nadie me creería. En cuanto a las aventuras de Cordelia cuando ya fue hada, es otra historia
que les contaré algún día, si Dios me da vida y salud.

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Índice

Carta a los chicos 5

Examen de ingreso 11

El recreo 26

El sueño de Merlín 47

Una clase modelo 56

Historia del payaso pintado 64

Primera salida de Cordelia 77

La varita rota 82

... Y colorín colorado 93