Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

De su ventana a la mía: cuento.

De su ventana a la mía

Carmen Martín Gaite

(España, Salamanca)

New York, 21 de enero de 1982

Anoche soñé que le estaba escribiendo una carta muy larga a mi madre
para contarle cosas de Nueva York, pero era una forma muy peculiar de
escritura. Estaba sentada en esta misma habitación, desde cuyos
ventanales se ve el East River, y lo que hacía no era propiamente
escribir, sino mover los dedos con gestos muy precisos para que la luz
incidiera de una forma determinada en un espejito como de juguete que
tenía en la mano y cuyos reflejos ella recogía desde una ventana que
había enfrente, al otro lado del río. Se trataba de una especie de
código secreto, de un juego que ella había estado mucho tiempo
tratándome de enseñar. (Como cuando me quería enseñar a coser y me decía
que era cuestión de paciencia. «¿Ves como si te pones te sale bien?
Mira, el secreto está en no tener prisa y en atender a cada puntada como
si esa que das fuera la cosa más importante de tu vida.»)

Y la felicidad que me invadía en el sueño no radicaba sólo en poderle
contar cosas de Nueva York a mi madre y en tener la certeza de que ella,
aun después de muerta, me oía, sino también en la complacencia que me
proporcionaba mi destreza, es decir, en haber aprendido a mandarle el
mensaje de aquella forma tan divertida y tan rara, que además era un
juego secretamente enseñado por ella y que nadie más que nosotras dos
podía compartir.

Las culebrillas de mi mensaje pasaban por encima del East River, que
arrastra trozos de hielo, por encima de los adores y de los barcos de
carga; esquivaban el choque de los helicópteros, se metían por debajo
del Queensboro Bridge y, llegaban indemnes a su destino. «Al fin, ¿lo
ves como no era tan difícil?»

La ventana de mi madre estaba iluminada por el sol poniente y vibraba
con destellos de todos los colores cuando mis palabras llegaban a tocar
el cristal; era grande y resplandecía como un brillante irisado entre el
humo, el acero y el cemento. Pero de la habitación a que pertenecía esa
ventana nada podría decirse con certidumbre, sino que tal vez era una
mezcla de muchas habitaciones, de todas en las que ella se sentó alguna
vez a mirar por la ventana.

Desde un criterio puramente geográfico, pienso ahora, que estoy
despierta y miro en esa dirección, que sería lógico localizarla en Long
Island o Queens, pero no. Estaba mucho más allá, en ese más allá
ilocalizable adonde precisamente ponen proa los ojos de todas las
mujeres del mundo cuando miran por una ventana y la convierten en punto
de embarque, en andén, en alfombra mágica desde donde se hacen
invisibles para fugarse.

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana,
ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. En todos los
claustros, cocinas, estrados y gabinetes de la literatura universal
donde viven mujeres existe una ventana fundamental para la narración, de
la misma manera que la suele haber también en los cuartos inhóspitos de
hotel que pintó Edward Hopper y en las estancias embaldosadas de blanco
y negro de los cuadros flamencos. Basta con eso para que se produzca a
veces el prodigio: la mujer que leía una carta o que estaba guisando o
hablando con una amiga mira de soslayo hacia los cristales, levanta una
persiana o un visillo, y de sus ojos entumecidos empiezan a salir
enloquecidos, rumbo al horizonte, pájaros en bandada que ningún
ornitólogo podrá clasificar, cazar ningún arquero ni acariciar ningún
enamorado y que levantan vuelo hacia el reino inconcreto del que sólo se
sabe que está lejos, que no lo ha visto nadie y que acoge a todos los
pájaros ateridos y audaces, brindándoles terreno para que hagan su nido
en él unos instantes.

Mi madre siempre tuvo la costumbre de acercar a la ventana la camilla
donde leía o cosía, y aquel punto del cuarto de estar era el ancla, era
el centro de la casa. Yo me venía allí con mis cuadernos para hacer los
deberes, y desde niña supe que la hora que más le gustaba para fugarse
era la del atardecer, esa frontera entre dos luces, cuando ya no se
distinguen bien las letras ni el color de los hilos y resulta difícil
enhebrar una aguja; supe que cuando abandonaba sobre el regazo la labor
o el libro y empezaba a mirar por la ventana, era cuando se iba de
viaje. «No encendáis todavía la luz decía , que quiero ver atardecer.»
Yo no me iba, pero casi nunca le hablaba porque sabía que era
interrumpirla. Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor
y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé
cómo a fugarme yo también. Luego entraba alguien, daba la luz y
reaparecían los perfiles cotidianos. «Bueno, habrá que correr las
cortinas», decía ella, como despertando.

Pero en la sonrisa especial que dulcificaba su expresión se le notaba lo
lejos que había estado, lo mucho que había visto. Y daban ganas de
arrodillarse a su lado para ayudarle a abrir las maletas, de
preguntarle: «¿Qué regalo me traes?»

Y seguro que, antes de conocerla yo, viajó por la ventana mucho más
todavía. En aquel tiempo tan novelesco para mí de su juventud y de su
infancia, desde aquellos espacios interiores que yo no conocí, seguro
que algún día tuvo que llegar hasta el mismo Nueva York; un viaje
arriesgado para la época, si se parte de Orense, Allariz, Cáceres, La
Coruña, Madrid o Salamanca, entre dos luces, al atardecer, dejando atrás
espejos, consolas, costureros, cacharros de cocina, sofás y aparadores
de la casa propia o de algún pariente donde se han ido a pasar las
vacaciones de verano y cuyos rincones aún pueden columbrarse en viejas
fotografías. ¡Adiós! Y ahí se quedan las primas feas y la abuela y Pilar
Prieto y la tía Pepa y las señoritas de Nicolau; me voy a América, ¡adiós!

Su padre era catedrático de Geografía y en la casa había muchos atlas.
«Mira América qué grande -le diría alguna vez-, cuánto espacio abarca. Y
eso tan chiquitito es Nueva York, con dos ríos, el Hudson y el East
Ríver,» Y ella se quedaría mirando a la ventana. ¡Perderse en Nueva
York, la ciudad del dinero y de los rascacielos, del incipiente cine, la
ciudad de los sueños! ¿Cómo no iba a llegar mi madre a Nueva York en
alguna de aquellas excursiones de joven ventanera, alimentada de novelas
exóticas?

Claro que llegaría en alguna ocasión; y ese día, el que fuera, los
pájaros errantes de sus ojos construirían aquí un nido de cristal tan
secreto, tan raro y tan perenne que hasta ayer por la noche nadie había
dado con él. ¡Pues anda que no había camino, vericueto y laberinto para
llegar a eso que se produjo anoche, a esa emisión cifrada de señales
entre mi madre y yo, de su ventana a la mía! Y por eso era el júbilo del
sueño. Ahora lo he entendido.

Carmen Martín Gaite