Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Una promesa cumplida: cuento.

Una promesa cumplida

La cita a la que iba era muy importante; se había

hecho tarde y estaba completamente perdido.

Dominando mi orgullo masculino, comencé a buscar un lugar

dónde pedir información; una estación de servicio, tal

vez. Dado que había cruzado la ciudad de una punta a la

otra, el indicador de combustible estaba muy bajo y el

tiempo apremiaba.

Delante del cuartel de bomberos, noté el reflejo

ambarino de una luz. ¿Qué mejor lugar para averiguar una

dirección?

Bajé rápidamente del auto y crucé la calle hacia allí.

Las tres puertas estaban abiertas de par en par y por ellas

se veían las rojas autobombas con las puertas abiertas,

los cromos relucientes, a la espera del momento en que

sonara la campana.

Una vez dentro, me invadió el olor del cuartel. Un

olor mezcla de mangueras que se secaban en la torre,

enormes botas de goma y cascos. Aquel vaho, mezclado

con el de los pisos recién lavados y los camiones lustrados,

producían ese misterioso aroma típico de todos los

cuarteles de bomberos. Aminoré el paso, respiré hondo y,

al cerrar los ojos, me sentí transportado a mi niñez, al

cuartel de bomberos donde mi padre trabajó durante

treinta y cinco años como jefe de mantenimiento.

Miré hacia el fondo del cuartel y allí estaba,

lanzando chispas doradas al cielo, el poste de incendios.

Cierto día, mi padre dejó que mi hermano Jay y yo nos

deslizáramos dos veces por el poste. En el rincón del

cuartel se encontraba el deslizador que usaban para

meterse debajo de los camiones cuando los reparaban.

Mi padre solía decir: "Agárrate", y me hacía girar una y

otra vez hasta que me sentía mareado como un

marinero borracho. Era más divertido que ningún juego de

hamacas voladoras que yo hubiera conocido.

Junto al deslizador había una vieja máquina

expendedora de Coca-Cola, con el logo clásico de la marca.

Todavía proveía esas botellitas verdes originales, pero

ahora costaban treinta y cinco centavos en lugar de

diez, como entonces. Las visitas al cuartel de papá

siempre culminaban con un paseo hasta la

expendedora, lo cual representaba una botella de gaseosa para

mí solo.

Cuando tenía diez años fui con dos amigos al

cuartel para lucirme con mi papá y para sacarle algunas

gaseosas. Después de mostrarles el cuartel a los chicos,

le pregunté a papá si podíamos tomar una bebida cada

uno antes de volver a casa para almorzar.

Ese día detecté una leve vacilación en la voz de

papá, pero respondió:

"Cómo no", y nos dio a cada uno una moneda de

diez centavos. Corrimos hasta la máquina expendedora

para ver si alguna botella tenía la tapa con la estrella

grabada adentro.

¡Qué día de suerte! Mi tapita tenía la estrella. Me

faltaban sólo dos más para ganar la gorra de

Davy Crockett.

Después de dar las gracias a papá, salimos rumbo a

casa para almorzar y pasar la tarde estival nadando.

Aquel día volví temprano del lago; al entrar en el

vestíbulo oí que mis padres estaban hablando. Mamá

parecía disgustada con papá. Y entonces oí mi nombre.

-Tendrías que haberles dicho que no tenías dinero

para gaseosas. Brian habría comprendido. Esa plata era

para tu almuerzo. Los chicos deben entender que no

tenemos dinero de sobra y tú necesitas comer.

Papá, como de costumbre, se encogió de hombros.

Antes de que mi madre supiera que había

escuchado la conversación, subí corriendo las escaleras hasta la

habitación que compartía con mis cuatro hermanos.

Di vuelta mis bolsillos; la tapa de la botella que

había causado tantos problemas cayó al suelo. Mientras

la levantaba, dispuesto a ponerla con las otras siete, me

di cuenta del sacrificio que esa tapa había significado

para mi padre.

Esa noche hice una promesa de compensación:

algún día podría decirle a papá que supe del sacrificio

que hizo aquella tarde, y tantos otros días, y que jamás

lo olvidaría.

Papá sufrió el primer ataque al corazón cuando

aún era joven, a los cuarenta y siete años. Pienso que el

ritmo que impuso a su vida, trabajando en tres lugares

distintos para mantenernos a los nueve, fue demasiado

para él. La noche en que mis padres cumplían sus bodas

de plata, rodeados por toda la familia, el más grande,

fuerte y ruidoso de todos nosotros mostró la primera

grieta en la armadura que, de chicos, creíamos

impenetrable.

Durante los ocho años siguientes mi padre continuó

presentando batalla; llegó a sufrir tres ataques cardíacos,

hasta que terminó con un marcapasos.

Una tarde, su vieja camioneta azul se descompuso

y él me llamó para que lo llevara al médico, a hacerse

el control anual. Al entrar en el cuartel vi afuera a mi

padre con todos sus compañeros, arracimados

alrededor de un flamante camión pick-up Ford color azul

brillante. Comenté que era muy lindo y papá me dijo

que pensaba tener algún día un camión así.

Soltamos la risa. Ése había sido siempre su sueño...

y parecía inaccesible.

A esa altura de mi vida me iba bien en los negocios,

lo mismo que a mis hermanos. Ofrecimos comprarle

un camión entre todos, pero él lo expresó con toda

claridad:

-Si no lo pago yo, no me parecerá mío.

Cuando papá salió del consultorio, supuse que el

aspecto gris y pastoso de su cara se debía a tantos

pinchazos y sondeos.

-Vámonos -fue todo lo que dijo.

Al subir al auto comprendí que algo andaba mal.

Viajamos en silencio; yo sabía que papá me diría a su

modo cuál era el problema.

Hice un rodeo hasta el cuartel. Pasamos frente a

nuestra vieja casa, el campo de juegos, el lago y el

negocio de la esquina; mi padre comenzó a hablar del

pasado y de los recuerdos que cada uno de esos lugares

le traía.

Entonces supe que se estaba muriendo.

Me miró e hizo un gesto con la cabeza.

Comprendí.

Nos detuvimos en la heladería Cabot para tomar

un helado juntos, por primera vez en quince años. Y

hablamos, ¡cuánto hablamos ese día! Me dijo que estaba

orgulloso de todos nosotros y que no tenía miedo de

morir. Su temor era dejar sola a mi madre.

Me reí entre dientes. Nunca había visto a un hombre

tan enamorado de su mujer como mi papá.

Ese día me hizo prometer que no diría a nadie lo

de su muerte inminente. Accedí, aun sabiendo que ése

sería uno de los secretos más difíciles de guardar.

Por entonces, mi esposa y yo estábamos a la

búsqueda de un auto o una camioneta nueva. Como mi padre

conocía al vendedor de una concesionaria, en Wayland, le

pregunté si podía acompañarme para ver qué tipo de

vehículo podía conseguir si entregaba el viejo como parte

de pago.

Cuando entramos en el salón de ventas, descubrí a

papá mirando una hermosísima pick-up marrón

chocolate metalizado, completamente equipada. Lo vi

deslizar la mano por el vehículo, como un escultor que

inspeccionara su obra.

-Creo que tengo que comprar una camioneta,

papá. Quiero algo chico y de buen rendimiento.

Mientras el vendedor iba en busca de la patente

provisoria, sugerí a mi padre que sacáramos la pick-up

marrón para dar una vuelta.

-No puedes permitirte ese lujo -me advirtió.

-Lo sé, y tú también lo sabes, pero el vendedor

no -respondí.

Salimos a la ruta con papá al volante, riendo como

dos chicos por la jugarreta que habíamos hecho.

Condujo unos diez minutos, elogiando su andar, mientras

yo jugueteaba con todos los botones.

Cuando volvimos al salón de exposición, sacamos

una pequeña camioneta Sundower azul. Papá dijo que

esa camioneta era mucho mejor para ir y venir entre la

ciudad y el suburbio, pues ahorraría mucha nafta en

mis largos recorridos. Estuve de acuerdo y, al volver,

cerré trato con el vendedor.

Algunas noches después llamé a mi padre para

preguntarle si no quería acompañarme a retirar la camioneta.

Creo que, si aceptó tan de prisa, fue para poder echarle

una última mirada a "su" pick-up, como él la llamaba.

Al frenar en el patio del concesionario, vimos mi

pequeña Sundower azul con el cartel de Vendido. Al

lado estaba la pick-up marrón, bien lavada y reluciente,

con otro gran cartel de Vendido en la ventanilla.

Miré de reojo a mi padre y vi la desilusión

dibujada en su cara.

-Alguien va a llevarse una hermosa camioneta -comentó.

Me limité a asentir, mientras le decía:

-Papá, ¿quieres entrar y decirle al vendedor que

vuelvo en cuanto estacione el auto?

Al pasar junto a la camioneta marrón, mi padre

deslizó la mano por la superficie; volví a ver su

expresión decepcionada.

Llevé el auto hasta el lado opuesto del edificio y,

por la ventanilla, observé a ese hombre que lo había

dado todo por su familia. Vi que el vendedor lo hacía

entrar y le entregaba el juego de llaves de su camioneta

(la marrón), explicándole que yo la había comprado para él,

que sería un secreto entre los dos.

Papá miró por la ventana y nuestros ojos se encontraron;

los dos asentimos, riendo.

Esa noche, cuando papá llegó, yo estaba sentado a

la puerta de mi casa. Le di un gran abrazo, lo besé, le

dije cuánto lo quería, y le recordé que ése era un secreto

entre los dos.

Luego salimos a dar un paseo. Papá me dijo que

entendía lo de la pick-up. Lo que no entendía era

qué significaba esa tapita de Coca-Cola, con una estrella

en el centro, adherida al volante.

Brían Keefe