Texto publicado por SUEÑOS;

inteligencia del alma:

PERDÓN

Acusar a los demás de los propios infortunios es un signo de falta de
educación. Acusarse a uno mismo demuestra que la educación ha comenzado.
No acusarse uno mismo ni acusar a los demás demuestra que la educación
ha sido completada. Epícteto.

Lo que recibimos de los demás es, en gran medida, consecuencia de lo que
emitimos. Sin embargo, cuando no aceptamos esta ley, tratamos de
evadirnos culpabilizando a los otros de nuestras desgracias y diciendo:
"cómo es de ruin", "lo que me ha hecho", "el mundo es injusto".

En realidad, "la culpa" es un programa virus que intoxica a la persona
que lo sufre, haciéndola sentir amenazada y merecedora de castigo. Es
por ello que dicho programa de culpa es tratado como una "patata
caliente" que ha que pasar rápidamente a otra mano porque arde y aprieta.

La educación integral de un ser humano consiste en posibilitar la
transformación de los actos automáticos y reactivos en libres y
voluntarios. Se trata de hacer devenir conscientes tanto los propios
procesos mentales como las acciones que, anteriormente, eran
inconscientes. Al poco tiempo de realizar dicho entrenamiento, las
personas dejan de ser buenas o malas para ser consideradas, simplemente,
personas con programas mentales más o menos aptos.

Conforme la educación avanza, logramos entender que tenemos una cierta
responsabilidad en lo que nos acontece, tal vez, porque comenzamos a
pensar que "si no nos gusta lo que recibimos, conviene prestar atención
a lo que emitimos". Una consideración que nos obliga a mantener atención
sostenida hacia nuestras actitudes que, a su vez, parecen ser las
causantes principales de una gran parte de lo que nos sucede.

Conforme evolucionamos, terminamos por aceptar nuestra sombra y darnos
cuenta de que tenemos que vivir con nuestros errores, nuestras
limitaciones y aspectos que nos perturban.

Son momentos en los que se suprime el juicio condenatorio porque uno ya
se ha vivido desde casi todas las posiciones, con lo cual, relativiza
las posibles culpas y condenas que su mente proyecta. Se trata de un
paso evolutivo en el que ya no dedicamos atención a formas de aversión
ni a juicios críticos al otro, sino que la energía se reorienta hacia
las soluciones que la convivencia demanda.

Solamente llegamos a culpar a los demás cuando todavía nos seguimos
culpando a nosotros mismos. Sin embargo, cuando uno se acepta y perdona,
llegando a saber que somos inocentes y que no existe la culpa ni existe
culpable alguno en el Universo, se disuelve la rabia y se cierran las
heridas internas. Uno ha aprendido a comprenderse y, por extensión, a
comprender todo programa mental que el ser humano ejerce. Un grado de
lucidez que no le impide denunciar ni rechazar de su vida las conductas
que le molestan o incomodan. Ya no se confunde cuando aparta de su
entorno a personas cuyas maneras califica de insoportables, tal vez
porque sabe que nadie es culpable de "llevarlas puestas".

La tolerancia se ha convertido en una cuestión de convivencia entre
programas mentales que no tienen por qué generar condenas a la identidad
global de la persona. Un corazón que, paradójicamente, así piensa, se ha
librado del rencor y de la emoción reactiva. Y cuando a su vez, los
propios procesos mentales han sido ya observados, somos capaces de
entender la diversidad de motivaciones que en cada mente aflora. Un
momento en el que ya puede afirmarse que la educación ha sido consumada.