Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

De puro distraído: cuento.

De puro distraído

Mario Benedetti

(Uruguay)

Nunca se consideró un exiliado político. Había abandonado su tierra por
un extraño impulso que se fraguó en tres etapas. La primera, cuando lo
abordaron sucesivamente cuatro mendigos en la Avenida. La segunda,
cuando un ministro usó la palabra Paz en la televisión e inmediatamente
comenzó a temblarle el párpado derecho. La tercera, cuando entró a la
iglesia de su barrio y vio que un Cristo (no el más rezado y colmado de
cirios sino otro alicaído, de una nave lateral) lloraba como un bendito.

Quizá pensó que si se quedaba en su país se iba a desesperar a corto
plazo y él bien sabía que no estaba hecho para la desesperación sino
para el vagabundeo, la independencia, el modestísimo disfrute. Le
gustaba la gente pero no se encadenaba. Se entretenía con el paisaje
pero al final se empalagaba de tanto verde y añoraba el hollín de las
ciudades, saboreaba las tensiones metropolitanas pero llegaba un día en
que se sentía cercado por los imponentes bloques de cemento.

Así como había vagado por las calles y los caminos de su tierra, empezó
a vagar por los países, las fronteras y los mares. Era terriblemente
distraído. A menudo no sabía en qué ciudad se encontraba, pero no por
eso se decidía a preguntar. Simplemente seguía caminando, y, en todo
caso, si se equivocaba, no le importaba salir del error. Si precisaba
algo, ya fuera para comer o para dormir, disponíacute;a de cuatro
idiomas para buscarlo y siempre había alguien que lo comprendía. En el
peor de los casos, le quedaba el esperanto de los gestos.

Viajaba en ferrocarril o en autobús, pero normalmente lograba que lo
recogieran en algún auto o camión. Inspiraba confianza. La gente le
creía las cosas más absurdas, y no se equivocaba, porque todo en él era
un poco absurdo. Por lo común andaba solo, y era lógico, ya que ningún
hombre ni, menos aún, ninguna mujer, habría sido capaz de soportar tanta
injuria y tanto desorden.

Cuando pasaba por una frontera, mostraba el pasaporte con un gesto
displicente o mecánico, pero inmediatamente se olvidaba de qué frontera
se trataba. Permanecía poco tiempo en el centro de las ciudades.
Prefería los barrios marginales, donde se llevaba bien con los niños y
los perros.

A veces surgía algún detalle que le servía de orientación. Pero no
siempre. Una mañana se halló junto a un canal y creyó que estaba en
Venecia, pero era Brujas. Confundir el Sena con el Rhin, y viceversa, le
ocurrió por lo menos en tres ocasiones. No llevaba brújula sino que se
orientaba por el sol, pero cuando le tocaban días tormentosos, de cielo
oscuro, no tenía la menor idea de dónde quedaba el norte. Y eso tampoco
lo afectaba, ya que no tenía preferencia por ninguno de los puntos
cardinales.

Cierto mediodía se enteró de que caminaba por Helsinki porque vio una
cabina telefónica que decía PUHELIN. Era uno de sus escasos datos sobre
Finlandia. Otro día sintió un alarmante tirón de hambre en el estómago y
extrajo de su morral un poco de queso; cuando masticaba con fruición
advirtió que se había recostado a una columna que le trajo el recuerdo
de las de mármol pentélico que había visto en alguna foto del Partenón,
y claro, a partir de esa asociación se dio cuenta de que efectivamente
estaba en la Acrópolis. Sí, era terriblemente distraído. En otra ocasión
nevaba y para protegerse del frío se metió en las galerías comerciales
del moderno subsuelo de Les Halles. Cuando, un semestre después, emergió
de otras galerías subterráneas en pleno centro de Estocolmo, se alegró
sinceramente de que ya no nevara.

De vez en cuando iba a los aeropuertos, pero casi nunca viajaba en
avión, entre otras cosas porque, después de presentarse en el mostrador
correspondiente y despachar su liviano equipaje, se iba a la terraza a
ver cómo despegaban y aterrizaban las grandes aeronaves y no prestaba la
menor atención a los altavoces, que repetían su nombre con insistencia.

En cierta ocasión, sin embargo, y vaya a saber por qué extraño
mecanismo, permaneció junto a la puerta de embarque y subió
confiadamente al avión con los demás pasajeros. Cuando llegó a destino y
mostró su pasaporte, tan displicentemente como de costumbre, un
funcionario de emigración lo miró con atención y le dijo «Venga
conmigo.» Él lo siguió mansamente por un corredor desierto. Cuando
llegaron a una puerta con un letrero Prohibido el paso, el funcionario
la abrió y lo conminó a entrar. Así lo hizo, desprevenido. Pensó
acercarse a una mesa que había en el centro de la habitación, pero de
improviso no vio nada. Alguien, desde atrás, le había colocado una
capucha. Sólo entonces comprendió que, de puro distraído, se encontraba
de nuevo en su patria.