Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El jardín del tiempo: cuento.

El Jardín Del Tiempo

J. G. Ballard

Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el
conde Axel

abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que

conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una

chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su
barba a

lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón.

Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción,
mientras

escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un
rondó

de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de
los

translúcidos pétalos.

El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza,
llegando

hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un

menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del
lago.

La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate
justamente

bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde
la

terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más
allá; una

eran extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el

horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura

rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y
la

suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más
brillante y el

sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.

Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo vespertino, el conde Axel

miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte
estaba

iluminado como un escenario por los rayos del sol vespertino.

Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes
de

las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme

ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció
que

avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo

comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de
gente

hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos

uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían

dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos yugos que

rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando

con sus manos el girar de las ruedas. Solo unos cuantos caminaban libres,
pero

todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo
sol.

La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel
siguió

observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente

perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz
del

día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la cresta de la primera

ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió
a

pasear entre las flores del tiempo.

Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como
varillas

de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba
la flor

del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban
su

corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser
movidas

ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.

Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba

cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su búsqueda de

algún nuevo brote.

Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó
los

guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.

Cuando llevaban la flor a la terraza esta comenzó a centellear y a
deshacerse, y la

luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal
también

empezó a disolverse, y solo los pétalos de alrededor permanecían intactos.
El aire

que rodeaba a Axel se tomó brillante y vívido. En un instante, la tarde
pareció

transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El

oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con

una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueno.

Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Solo el

lejano borde del horizonte estaba iluminado por el sol, y la gran multitud
que antes

había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había
retrocedido

ahora basta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una

reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles.

La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de
un

dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido

corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se

extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una
gota de

rocío en su mano.

El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes
sombras

sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio
estaba

silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles,

formando parte del bosque embalsamando.

Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban;

después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de
su

vestido de noche, de brocado, por las baldosas.

- Qué hermoso atardecer, Axel - habló la mujer, conmovida como si fuesen
obra

de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.

Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con
un

broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo
y

delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo
orgullo. Le

ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.

-Uno de los más largos atardeceres de este verano - confirmó Axel,
añadiendo -:

He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá
para

varios días -frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro -. Cada
vez

parecen estar más cerca.

Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos
sabían

que el jardín del tiempo estaba muriendo.

* * *

Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que

esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.

Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la
mitad

de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír
murmullos

de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos.

Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos

contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza,
ocultando

otros ruidos.

Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes
declives, y

la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se
había

prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado

pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia
en

el avance del ejército.

Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la

segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros.
Mirando a

izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada

extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo
total de

la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible
todavía y

Axel estimaba que cuando este, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un
palmo

de terreno sin hollar.

Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña

amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni

cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.

Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la

segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a

Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las
figuras

se veían mucho más grandes que la vez anterior.

Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del tiempo del
jardín y la

arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza.
Cuando

la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio
con

alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces
advirtió que el

horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había
confundido

con la primera cresta.

* * *

Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo

sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible
para

disipar su preocupación.

Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.

- ¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!

Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para

tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra
«todavía»

revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una
escasa

docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su
mayor

parte eran tan solo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la
plenitud.

Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar
primero

las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería
mejor dar

tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este
beneficio se

perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer
para la

última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo

mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo
para

crecer que él podía otorgarles.

Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las
oscuras

aguas. Amparado por el «pavillon» por un lado y el muro por el otro, Axel se
sentía

tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una
pesadilla

de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave
talle de

su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la
había

abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía

recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.

- Axel -le preguntó su mujer, con repentina seriedad -. Antes que el jardín

muera..., ¿puedo arrancar yo la última flor?

Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza.

* * *

Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores
que

quedaban, dejando tan solo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la

terraza, destinado a su esposa.

Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o racionarías y
arrancando

dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado
la

segunda y tercera cresta; nublaba el horizonte. Desde la terraza, Axel podía
ver

con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta
final, y de

cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con

gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban
tumbos

por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por
controlarlas.

Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba
enterado

de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el

terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que
aducir,

Axel tenía la vaga esperanza de que el verdadero núcleo, bajo el lejano
horizonte,

pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente,

desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el
mar.

En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla
de la

chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella.

Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban;
solo

conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer.
Los

tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero
todo el

jardín había perdido su lozanía.

* * *

Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando
sus

manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías.
Caminó

lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros
cuidadosamente;

después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él.

Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba
sus

ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.

Al atardecer, cuando el sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban

cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día.
Cuando su

mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.

- Esta noche cogeremos las flores juntos, querida -anunció lentamente -. Una

para cada uno.

Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el

rugir de la chusma avanzando hacia la casa.

Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A
medida

que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder

momentáneamente; después, comenzó de nuevo.

Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando
las seis

columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago
que

reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban
entre los

árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente

donde él y su mujer habían visto sucederse, cogidos del brazo, tantos y
tantos

veranos.

-¡Axel!

Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros

escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín
del

tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él
cuando

una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa

cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del

invernadero.

-¡Axel!

La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con
su

hombro.

-¡Rápido, querida, la última flor!

La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente
y la

protegió entre las palmas de sus manos.

Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido

centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su
mujer.

- Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus
fibras.

Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera
aumentó. La

multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante
este

impacto.

Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si

liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las
manos

de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.

-¡Oh Axel!- lloró.

Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre ellos.

* * *

Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos
del

muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo
largo

de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que

antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea
humana. El

lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el
viejo

puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la
pradera,

cubriendo los senderos.

La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud
cruzaba

rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos
de los

más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido

sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música
se

veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún
reposaban

entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de
sus

estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el
suelo.

Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda
su

extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por
la

terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Solo una zona

soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido
balcón y el

muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El
punzante

follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor

cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su

camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales

espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban
alrededor

desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un
hombre

con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano.

Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y
sereno. En

su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi

eran transparentes.

Cuando el sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una
cornisa

rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra
gris de tal

manera que, por un fugaz momento, esta fue indistinguible de la ya hacía
tiempo

desvanecida carne de los originales de las estatuas.