Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuento de la peluca.

Cuento de la peluca

Vicente Molina Foix

(España)

Llegó por la mañana, en el primer correo: lo supo, antes de abrirlo,
porque el paquete azul despedía el mismo aroma -genciana, alcohol y
mirra, creyó adivinar-- que impregnaba el salón del posticero Alonso,
allá en la capital. Había en su ciudad dos o tres peluqueros que también
anunciaban bisoñés y postizos, y más de una vez se había detenido ante
el escaparate, mirando con recelo a derecha e izquierda, antes de
enfrascarse en la visión culpable del antes y el después: un hombre con
arrugas, ojeroso, sin dientes, desde luego sin pelo, pasaba a
convertirse en la foto contigua en un rostro risueño, bronceado y terso,
sólo porque su calva la ocupaba ahora toda una plantación de espesísimo
pelo. En las vueltas a casa desde el escaparate, muchas en muchos años
pero todas tortuosas, trataba de pensarse y no sólo de verse agraciado
él mismo con un postizo igual; pese a sus treinta y ocho años, el pelo
devastado, surcado de canales que hacían su cabeza una gran red fluvial
en la que los meandros día a día crecían, le avejentaba el rostro,
alterando, creía, no sólo su apariencia sino hasta su carácter. Todas
sus energías Adolfo las sentía yendo a confluir en ese solar yermo
comido por la grasa, y estaba convencido de que aquél era el punto de
fuga por el que se esfumaban su buen humor e ingenio, su ilusión y su
empuje.

Pero al mismo tiempo, nunca -se lo decía, sin pronunciar palabra, a esa
parte de sí pinturera y ufana que le ponía a prueba con el plan de
cosmética-, nunca entraría él en un local de ésos donde, desde pequeño,
había ido perdiendo, perdiendo, corte a corte, su hermosa cabellera. Y
regresar ahora, al cabo de los años, podría, además, mover a la sonrisa
a los viejos maestros autores del ultraje.

Todo se aceleró por el súbito viaje -una estancia de un mes- a esa
capital que él conocía bien del tiempo de estudiante. La primera
quincena, enfrascado en las pesadas pruebas que había ido a calificar,
sólo pudo rumiar, y un día exploró, sin llegar a subir, un centro
capilar cercano a su pensión. Las dos semanas últimas le dejaron ya
tiempo de pasar a la acción: el número de los opositores menguaba, y
había intervalos entre prueba y prueba. Al posticero Alonso llegó por
convicción; en la grosera lista de las páginas rosa del listín
telefónico, era Alonso el único que no hacía en el suelto promesas de
mal gusto, y también era el único en anunciar su tienda como posticería,
una palabra nueva que evocó en él la lengua de su querida Italia.

La duda en decidirse trajo un inconveniente: fijado ya el precio y
elegido el color, la calidad del pelo, la longitud exacta y el lugar
estratégico de las canas precisas, el atildado Alonso le dijo, por
desgracia, que antes de diez días no la tendría lista. A Adolfo le
quedaba tan sólo una semana, y no había, por tanto, más remedio que el
envío postal. Pero, por otro lado, él estaba dispuesto a lucir la peluca
--tras esos treinta días, suficientes, pensaba, para que el recuerdo de
su total calvicie se hubiese emborronado en colegas y amigos-- la
primera jornada después de su regreso. Como quedarse en la pensión a
aguardar la entrega hubiese encarecido el costoso capricho, Adolfo optó
en volver, como estaba previsto, al terminar el mes, pero con una treta.
Llegó a la estación en un correo nocturno, y esa misma mañana llamó al
oficial mayor, hablando, con la nariz pinzada, de un fuerte resfriado
cogido en el trayecto. Así esperó en casa, y al cabo de seis días,
puntual y aromada, llegó la caja azul.

Fue quitando el papel con un cierto temor: no sabía en qué capa estaría
el pelo, y un daño al peluquín podría ya sentirlo en su propia cabeza.
Envuelto en una seda y encajado en un mástil, lo vio por fin entero, y
lo vio muy igual a como él, en seis noches de sueños, lo había
imaginado. Gran labor la de Alonso. Desencajó el postizo y se lo fue a
poner; pero no, no era tiempo aún de renovar su cara sin antes
prepararse como estaba mandado para ocasión así. Lo colocó en la cómoda
y sólo lo miró: era cabello auténtico, que le trajo el recuerdo de su
pelo perdido por tantos sumideros y en almohadas y vientos. La mano de
Alonso también la percibía en el matiz exacto encontrado al color: un
negro natural, mate pero de aspecto sano, y aquellas pocas canas al lado
de las sienes para no escamar.

Satisfecho del todo, Adolfo decidió custodiar la peluca en el
armario-luna, y después se sentó a ordenar su tarea. Era martes, y
estaba ya resuelto a acudir al trabajo el mismo día siguiente, con ella,
por supuesto. Le quedaba un día para esa labor preparatoria que centró
en dos frentes: se trataba, de un lado, de recibirla a tono, halagarla,
obsequiarla, y así lucirla bien, pero también tenía que despedir con
honra a su cabeza calva tanto tiempo con él. Dividiría el día en dos
partes distintas, de duración igual, y las dos muy activas, vividas
hasta el tope. Ya tenía pensado que esa noche --un día es un día-- no se
iría a la cama, y no perder así unas horas preciosas de conmemoración.

La mañana, hasta el frugal almuerzo, y parte de la tarde, la dedicó a
limpiezas, llevadas a conciencia, de lencería y ropa. Fundas, sábanas,
mantas, toallas, y la capucha, claro, del albornoz de felpa, tenían que
perder cualquier resto de trato con la otra cabeza. Cepillaba la caspa,
limpiaba con alcohol la copa del sombrero (¿tendré que usarlo ahora?;
sólo quizá de viaje o si sopla el Levante), y no dudó en tirar redes,
loción y cremas que en sus años de joven había utilizado contra la
seborrea. Puesto ya a la higiene, aprovechó el empuje y pasó a la casa;
mejoró el dormitorio apartando la cama y haciendo que la luz, un día su
enemiga, ahora diera de lleno sobre el cabezal: sus lecturas nocturnas
serían ya más largas. Cuando miró el reloj pasaban de las nueve, y era
ya, pues, la hora de la segunda parte.

Embozado y hasta con antiparras descendió al portal, y, no viendo
mirones, anduvo y anduvo, pegado a las paredes, con la mirada gacha. Muy
cerca ya del puerto, en una zona oscura, se metió en un taxi y respiró
tranquilo. Se sentía de incógnito, y así iba a vivir una noche entera.
Qué gracia descubrir los barrios periféricos de nombre familiar pero
nunca pisados, y hacerlo despidiéndose de su ciudad de siempre y de su
antiguo yo.

La animación de la Ciudad Polígono le llenó de sorpresa. Bloques altos y
parque no parecían ser promesa de bullicio. Pero allí lo encontró.
Bajadas las solapas y sin las gafas ya, se dedicó a mirar, él que nunca
lo hacía al caminar, por prisa. Andaba ahora despacio y parándose a
todo. Escaparates pobres con ropita de niños y zapatos en saldo llamaban
su atención, y llegó a anotar una o dos direcciones pensando en regresar
en su siguiente vida a comprar algo de eso. En un chaflán, un cine lo
animó a entrar; desde los diecisiete no veía películas, y ese gran
cartelón de colores chillones le pareció el anuncio de un placer
prohibido. Luego, una vez dentro, molesto por el ruido y el olor a
ozopino, no aguantó hasta el final: la acción era muy rápida, y no
entendía por qué el resto de la sala se reía al unísono con frases que a
él le parecían serias. Salió: daban las doce.

La noche, tan odiada de siempre, en esta ocasión le daba confianza. Se
aventuró, y andando, hasta el lejano barrio de la Cruz de Madera. Allí
estaban, aun él lo sabía, los bares de peor fama y hasta un local
--decían-- donde no era raro morir de un culatazo. Se cruzó en su paseo
con un coche-patrulla, y, por primera vez en su vida de adulto, sintió
el vago temor de lo inescrutable. Pero lo que él hacía no iba contra la ley.

Entraba en uno y otro, sin dejar al azar ni sótano ni barra. Y, abstemio
como era, en todos consumía; estaba hecho a la idea de que por ese
alcohol fuera a pagar su hígado, y en el riñón las piedras se hinchasen
aún más; y tenía su lógica que hasta incluso las vísceras se sumaran con
cólicos a la festividad. Y así bebió y mezcló, pagando en ocasiones una,
dos o más rondas a los torvos clientes que no decían palabra a sus
fanfarronadas. Ahora bien: para alguien como él, que desde su tropiezo
marital, y de eso hacía años, no se había acercado a ninguna mujer, la
prueba más difícil era hablarles ahora y hasta pegar su boca al escote
de una. Se llamaba Marina, pero le daba igual. Marina, Luisa, Gladys, a
todas dijo algo, y era tal su alegría y su seguridad previéndose
distinto al cabo de unas horas, cubierto con el pelo que le esperaba en
casa, que no dudó en lanzarles un pellizco conjunto. Se olvidaba que él,
en esta madrugada, aún tenía el cogote puntiagudo y pelado.

Salió de "Le Moulin" finalmente con otra, extranjera, le dijo, un nombre
con dos "úes". Con ella aún acudió, en un coche de lujo que la chica
tenía, al último garito --ya en las estribaciones de la autopista al
mar--, que abría a esas horas: casi las cinco y media. Allí jugó Adolfo
e invitó a la rubia a perder a las cartas. Los amigos de ella le
trataron muy bien: no les chocaba nada ver a un desconocido, y entre el
humo espeso acabó por perderla. Mostraría prudencia: un regreso sin
prisas, en el que aún le cupo un encuentro en la playa con la Gladys de
antes, que corría desnuda y le obligó a bañarse.

***

A las ocho, y no estaba seguro si traído en un coche por sus amigos
nuevos o pagándole a alguien, entró en el portal, y lo hizo con suerte:
la portera torcía, en el momento justo, la esquina de la calle,
retrasada de misa. Una hora bastaba para ponerse a punto. Se quitó los
tirantes, el pantalón a rayas, la camisa manchada, y todo lo enrolló con
la idea de un fuego. Tomó una ducha fría, se bebió dos cafés y fue a
picar la fruta. Mientras se afeitaba se miró a los ojos, y así fue el
recordar lo cansado que estaba: le caían los párpados, ocupándole el
ojo, las ojeras llegaban casi hasta la mejilla, y creyó advertir unas
arrugas nuevas en mitad de la frente. No importa: dormiría a gusto al
volver del trabajo, y en los días siguientes, ya en su nuevo ser, se
iría reponiendo de una noche tan larga y llena de experiencias.

Terminada la barba, pasó a lo importante. Se enjabonó patillas, la
pelusa del cuello y toda la cabeza, con la idea fija de que el futuro
pelo ocupase el campo sin tener que reñir con las greñas del propio que
le sobrevivían. "Curioso", se dijo ante el espejo: la espuma de afeitar
le formó un tupé que le poblaba el cuero, haciéndole más joven; veía el
negativo de lo que iba a ser, en cosa de minutos, su negra pelambrera.
Con cuidado llevaba la cuchilla por todo el cráneo y junto a las orejas.
El agua arrastraba los últimos jirones de su pelo aborigen, y pronto
--era seguro-- se habría olvidado de que un día lo tuvo.

Se permitió el capricho de vestirse primero: ponerse la corbata,
anudarse cordones, sacar brillo al charol. Llevaba lo mejor, y aunque
por el pasillo notó que las rodillas no le hacían caso, y fuertes
agujetas le pinchaban los brazos, llegó hasta el armario donde ella
aguardaba.

Eran las nueve y cuarto, y allí estaba, en efecto, dispuesta a coronar
una fecha festiva y a un hombre de valor. La sacó con temblor de su
armazón de caña y la puso en alto para que el primer sol le diera buen
color. Era, sí, su peluca, pero algo distinta; bien peinado y en forma,
tal como lo dejara la mañana anterior, el pelo que Alonso tan
primorosamente hiciera se había vuelto blanco, blanco como una espuma,
desde el flequillo al cuello.