Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

A la deriva: cuento.

A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con un juramento, vio a una yararacusú que, arrollada
sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza
y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta y comenzaba
a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos,
habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con díficultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desaparecían ahora en una monstruosa hinchazón del
pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca.
La sed lo devoraba.
¡Dorotea! alcanzó a lanzar en un estertor. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
¡Te pedí caña, no agua! rugió de nuevo. ¡Dame caña!
¡Pero es caña, Paulino! protestó la mujer, espantada.
¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otros dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
Bueno; esto se pone feo murmuró entonces, mirando su pie, lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo la carne desbordaba como
una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora hasta la ingle. La atroz sequedad de garganta, que el aliento parecía caldear
más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí
la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pacú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras
un nuevo vómito de sangre esta vez dirigió una mirada al sol, que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo:
el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pacú
y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba; pero
a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
¡Alves! gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.
En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó
velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas, bordeadas
de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado
se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido, en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente
la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse
del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pacú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona
en Tacurú-Pacú? Acaso viera también a su ex patrón míster Dougald y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al Poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida,
el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y
en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma, ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella
se sentía cada vez mejor, y pensaba entre tanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos
años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un Viernes Santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
Un jueves...
Y cesó de respirar.

Horacio Quiroga
Breve reseña sobre su obra
Horacio Quiroga nació en 1878 en la ciudad uruguaya de Salto. Su vida se desplegó en un transcurrir de trágicos acontecimientos que explican por qué la
muerte, único y tenaz fantasma que lo asedió, será una presencia obsesiva en su obra. Contaba apenas con seis meses de nacido cuando se produjo el primer
suceso trágico: su padre murió de un disparo accidental cuando volvía de una cacería.
Con las segundas nupcias de su madre en 1891, se trasladó a Montevideo donde estudió en el Instituto Politécnico. En 1896, nuevamente la tragedia: el suicidio
de su padrastro, a quien estaba unido afectivamente.
En 1900 viajó a París, en donde entró en contacto con escritores del movimiento modernista, como Rubén Darío. A su regreso, fundó junto a Leopoldo Lugones
y otros escritores el primer cenáculo modernista del Uruguay.
En 1902 se produjo otro de los funestos acontecimientos que dejaron una huella profunda en su vida: revisando un arma, mató accidentalmente a uno de sus
amigos más entrañables. Decidió, entonces, dejar Montevideo y trasladarse a Buenos Aires, donde se dedicó a la enseñanza de lengua y literatura en la escuela
Normal Nº 8.
En 1909 contrajo matrimonio con una de sus alumnas, con la que se trasladó a vivir a San Ignacio, en plena selva misionera, que a partir de entonces se
incorporará como escenario en su mundo literario. Sucesivos fracasos económicos y la muerte de su esposa en 1915 por una fuerte dosis de cianuro, lo llevaron
a regresar a Buenos Aires donde, gracias al apoyo de sus amigos, obtuvo el puesto de secretario-contador en el Consulado General de su país en Argentina.

En 1927 se casó con María Helena Bravo, una de las amigas de su hija Eglé, con quien tuvo una hija. En 1932, la familia se trasladó nuevamente a Misiones,
pero nuevas dificultades económicas y el descontento de su esposa por vivir en San Ignacio provocaron la separación en 1936.
En 1937, Horacio Quiroga se suicidó cuando supo que padecía cáncer.
La trascendencia de Horacio Quiroga como escritor está vinculada fundamentalmente a su producción cuentística, pues con él aparecen en Hispanoamérica dos
elementos novedosos en los que se reconoce la influencia de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant: la consagración del cuento como subgénero con leyes propias
como la economía expresiva y el efecto sorpresa.
Los cuentos de su primera etapa responden mayoritariamente a la estética modernista. En los relatos de El crimen del otro (1904) y Los perseguidos (1905)
esta influencia es visible, sobre todo en el gusto por la truculencia.
A partir de 1910, la segunda etapa de su producción, la selva misionera se convierte en el escenario donde el hombre lucha por adaptarse a un territorio
cuya naturaleza, destructivamente, se opone a sus empeños o coopera con ellos, en una especie de mesianismo natural, ayudándole a alcanzar la plenitud
de su condición. En esta lucha, en ocasiones la razón resulta derrotada. La locura no fue en Quiroga sólo un tema literario. Durante toda su vida estuvo
acechado por ella.
Pertenecen a esta etapa Cuentos de amor, de locura y de muerte, que aparecieron en diversas publicaciones periódicas y fueron posteriormente reunidos en
1917.
En Cuentos de la selva (1918), a la manera de los grandes fabulistas, Quiroga trasmite valores a los niños.
Es autor también de El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924) y Los desterrados (1926), donde se recogen relatos de intenso y sorprendente
dramatismo.
Intensa fue también su actividad periodística; escribió para Caras y Caretas, La Nación, El Hogar y La Prensa.
Como novelista publicó en 1908 Historia de un amor turbio, novela inspirada en las lecturas de Dostoievsky.
Pero Quiroga fue fundamentalmente maestro del cuento. Preocupado siempre por perfeccionar el estilo, logró una prosa concisa, desprovista de cualquier
adorno. En general, ubica al lector en plena acción desde las primeras líneas con un vigor descriptivo magistral.
El horror y la dureza de algunos de sus cuentos no responden a una tendencia sádica ni a indiferencia por el sufimiento ajeno, sino al auténtico horror
que Quiroga conoció en su propia vida.
Con respecto a la muerte, que aparece en la mayor parte de sus relatos como acción principal, final, detalle incidental o circunstancia, Héctor Tizón ha
dicho: La muerte no es abordada en Quiroga desde la metafísica; la muerte al menos en la obra no es un escándalo abstracto sino un hecho que acaece. En
efecto, no es ella materia de simple reflexión sino una presencia con rostro atroz.
Leonor Fleming, en el prólogo a la edición de los cuentos de Quiroga editada por Cátedra, señala que la muerte aparece en sus relatos de dos maneras distintas:
como un hecho azaroso y repentino, ligado al ciclo de la naturaleza (así se presenta en cuentos como El hombre muerto y A la deriva) o como una lenta degradación
en la que el cuerpo sobrevive a una personalidad desgastada por la potencia de un medio aniquilador, como ocurre con los personajes de Los desterrados.

A la deriva está estructurado en base a un contrapunto entre la percepción optimista pero equivocada de la víctima y los síntomas evidentes de su desenlace.
Éste, el instante supremo entre todos, aparece desmitificado por los recuerdos intrascendentes que, en un desvarío inconsistente, se suceden en la mente
de la víctima. La naturaleza, en cambio, se adecua a los acontecimientos.
A la deriva pertenece a Cuentos de amor, de locura y de muerte.
Todos los cuentos aparecen recopilados en Cuentos, editado por Cátedra.