Texto publicado por elkachorro

stephen king, el último turno

hola.
aquí yo otra vez. comencemos con esta historia de terror, que para mi gusto, está muy, pero que muy buena. acompáñenme en los oséanos de la fantasía de stephen king, con esta alucinante historia de terror y ciencia ficción.
me acompañan?
si la respuesta es un sí, entonces vamos allá
primero que nada decir que este autor la mayoría de sus obras contienen un lenguaje más o menos explícito, así que personas que no gustan de tal lenguaje, porfavor... abstenerse.

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EL ÚLTIMO TURNO
STEPHEN KING
Viernes, dos de la mañana.
Cuando Warwick subió, may estaba sentado en el banco contiguo al ascensor, el único lugar del tercer piso donde un pobre trabajador podía fumarse un pitillo. No le alegró ver a Warwick. Teóricamente, el capataz no debía asomar las narices en el terreno durante el último turno. Teóricamente, debía quedarse en su despacho del sótano, bebiendo café de la jarra que descansaba sobre el ángulo de su escritorio. Además, hacía calor.
Era el mes de junio más caluroso que se recordaba en Gates Falls, y el termómetro de la Orange Cruz que también colgaba junto al ascensor había alcanzado en una oportunidad los treinta y cuatro grados a las tres de la mañana. Sólo Dios sabía qué clase de infierno era la tejeduría en el turno de tres a once.
Hall manejaba la carda: un armatoste fabricado en 1934 por una desaparecida firma de Cleveland. Sólo trabajaba en la tejeduría desde abril, de modo que todavía ganaba el salario mínimo de un dólar con stenta y ocho céntimos por hora, a pesar de lo cual estaba satisfecho. No tenía esposa, ni una chica estable, ni debía pagar alimentos por divorcio. Le gustaba vagabundear, y durante los últimos tres años había viajado, haciendo auto-stop, de Berkley (estudiante universitario) a Lake Tahoe (botones) a Galveston (estibador) a Miami (cocinero de minutas) a Wheeling (taxista y lavaplatos) a Gates Falls, Maine (cardador). No planeaba volver a partir hasta que comenzara a nevar. Era un individuo solitario y prefería el turno de once a siete, cuando la sangre de la tejeduría circulaba en su punto más bajo, para no hablar de la temperatura ambiente.
Lo único que no le gustaba eran las ratas.
El tercer piso era largo y estaba desierto, y sólo lo iluminaba el titilante resplandor de los tubos fluorescentes. A diferencia de otros pisos permanecía relativamente silencioso y desocupado..., por lo menos en lo que a seres humanos se refería. Las ratas eran harina de otro costal. La única máquina que funcionaba en el terreno era la carda. El resto de la planta estaba ocupado por los sacos de cuarenta y cinco kilos de fibra que aún debía ser peinada por los largos dientes de las máquinas de may. Estaban apilados en largas hileras, como ristras de salchichas, y algunos de ellos (sobre todo los de aquellos materiales para los que no había demanda) tenían años de antigüedad y estaban cubiertos por una sucia capa gris de deshechos industriales. Eran excelentes nidos para las ratas, unos animales inmensos, panzones, con ojos feroces y en cuyos cuerpos bullían los piojos y las pulgas.
Hall había la costumbre de acumular un pequeño arsenal de latas de gaseosa que sacaba del cubo de la basura, durante la hora de descanso. Cuando había poco trabajo se las arrojaba a las ratas, y después las recuperaba parsimoniosamente. Sólo que esta vez le sorprendió el Señor Capataz, que había subido por la escalera y no por el ascensor, demostrando que todos tenían razón al afirmar que era un furtivo hijo de puta.
—¿Qué hace, Hall?
—Las ratas –respondió Hall, consciente de que su explicación debía de resultar muy poco convincente ahora que las ratas habían vuelto a acurrucarse en sus madrigueras—. Cuando las veo les arrojo latas.
Warwick hizo un breve ademán de asentimiento. Era un gigante rollizo con el pelo cortado al cepillo. Tenía la camisa arremangada y el nudo de la corbata estirado hacia abajo. Miró atentamente a Hall.
—No le pagamos para que arroje latas a las ratas, caballero. Ni siquiera aunque las vuelva a recoger.
—Hace veinte minutos que Harry no me envía material –arguyó Hall, pensando: ¿Por qué diablos no te quedaste donde estabas, bebiendo tu café? —. No puedo pasar por la carda el material que no me ha llegado.
Warwick asintió como si el tema ya no le interesara.
—Quizá será mejor que suba a conversar con Wisconsky –dijo—. Apuesto cinco contra uno a que está leyendo una revista mientras la mierda se acumula en sus arcones.
Hall permaneció callado.
Warwick señaló súbitamente con el dedo.
—¡Ahí hay una! ¡Reviente a esa cerda!
Hall arrojó con un movimiento vertiginoso la lata de Nehi que tenía en la mano. La rata, que los había estado mirando con sus ojillos brillantes como municiones desde encima de uno de los sacos de tela, huyó con un débil chillido. Warwich echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada mientras Hall iba a buscar la lata.
—He venido a hablarle de otro asunto –dijo Warwick.
—¿De veras?
—La semana próxima es la del cuatro de julio –prosiguió el capataz. Hall hizo un ademán de asentimiento. La tejeduría estaría cerrada desde el lunes hasta el sábado: una semana de vacaciones para el personal con más de un año de antigüedad, y una semana de inactividad sin salario para el personal con menos de un año de antigüedad—. ¿Quiere trabajar?
Hall se encogió de hombros.
—¿Qué hay que hacer?
—Vamos a limpiar toda la planta del sótano. Hace dos años que nadie la toca. Es una pocilga. Usaremos mangueras.
—¿La comisión de sanidad del Ayuntamiento de ha dado un tirón de orejas al consejo de Administración?
Warwick lo miró fijamente.
—¿Le interesa o no? Dos dólares por hora, paga doble el cuatro. Trabajaremos en el último turno, porque es el más fresco.
Hall hizo un cálculo mental. Una vez descontados los impuestos, cobraría alrededor de setenta y cinco dólares. Mejor que cero, como había previsto.
—De acuerdo.
—Preséntese el lunes junto a la tintorería.
Hall lo siguió con la mirada cuando se encaminó nuevamente hacia la escalera. Warwick se detuvo a mitad de camino y se volvió hacia Hall.
—Usted ha sido estudiante universitario, ¿verdad?
Hall asintió con un movimiento de cabeza
—Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.
Se fue. Hall se sentó y encendió otro cigarrillo, con una lata de gaseosa en la mano y alerta a los desplazamientos de las ratas. Imaginó lo que encontrarían en el sótano, o mejor dicho en el segundo sótano, un piso por debajo de la tintorería. Húmedo, oscuro, lleno de arañas y paños podridos y filtraciones del río... y ratas. Quizás incluso murciélagos, los aviadores de la familia roedora. Qué asco.
Hall lanzó la lata con fuerza, y después sonrió cáusticamente para sus adentros mientras oía el vago rumor de la voz de Warwick que llegaba por los conductos de ventilación. Le estaba cantando las cuarenta a Harry Wisconsky.
Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.
Dejó de sonreír bruscamente y aplastó la colilla. Poco después Wisconsky empezó a enviar nylon crudo por los tubos y Hall reanudó el trabajo. Y al cabo de unos minutos las ratas se asomaron y se apostaron sobre los sacos del fondo del largo recinto, escudriñándole con sus fijos ojillos negros. Parecían los miembros de un jurado.
Lunes, once de la noche.
Había aproximadamente treinta y seis hombres sentados en torno cuando Warwick entró vestido con unos viejos vaqueros insertados dentro de las altas botas de goma. Hall había estado escuchando a Harry Wisconsky, que era inmensamente gordo, inmensamente holgazán, e inmensamente pesimista.
—Será inmundo –decía Wisconsky cuando entró el Señor Capataz—. Esperad y veréis. Volveremos a casa más negros que una medianoche en Persia.
—¡Muy bien! –anunció Warwick—. Abajo conectamos sesenta bombillas, de modo que tendremos suficiente luz para ver lo que hacemos. Ustedes, muchachos –señaló a un grupo de hombres que estaban apoyados contra los carretes de secado—, quiero que empalmen las mangueras de la tubería principal de agua que pasa junto al hueco de la escalera. Disponemos de aproximadamente ochenta metros para cada hombre, de modo que bastatán. No se hagan los chistosos y no bañen a sus compañeros si no quieren que acaben en el hospital. Tienen mucha fuerza.
—Alguien saldrá malparado –profetizó Wisconsky agriamente—. Esperad y veréis.
—Y ustedes –prosiguió Warwick, señalando al grupo del que formaban parte Hall y Wisconsky—. Ustedes formarán esta noche la brigada de basureros. Irán en parejas, con una carretilla eléctrica para cada equipo. Hay viejos muebles de oficina, sacos de tela, fragmentos de máquinas rotas, lo que se les ocurra. Apilaremos todo junto al pozo de ventilación del extremo oeste. ¿Alguien no sabe manejar una carretilla?
Nadie levantó la mano. Las carretillas eléctricas eran unos vehículos alimentados a batería, semejantes a pequeños camiones de basura. Después de mucho uso despedían un olor nauseabundo que le recordaba a Hall el de los cables eléctricos chamuscados.
—Muy bien— dijo Warwick—. Manos a la obra.
Martes, dos de la mañana.
Hall estaba fastitiado y harto de escuchar la sistemática andanada de blasfemias de Wisconsky. Se preguntó si serviría para algo pegarle un puñetazo. Probablemente no. Sólo le daría a Wisconsky otro motivo para protestar.
Hall se había dado cuenta de que lo pasarían mal, pero no hasta semejante extremo. Para empezar, no había previsto el olor. La fetidez contaminada del río, mezclada con la pestilencia de las telas descompuestas, de la mampostería podrida, de las materias vegetales. En el último rincón, donde empezaron el trabajo, Hall descubrió una colonia de enormes hongos blancos que se asomaban por el cemento resquebrajado. Sus manos entraron en contacto con ellos mientras tironeaba de una herrumbrada rueda dentada, y le parecieron curiosamente tibios e hinchados, como la carne de un hombre enfermo de bocio.
Las lamparillas no bastaban para disipar doce años de oscuridad: sólo conseguían hacerla retroceder un poco y proyectaban un enfermizo resplandor amarillo sobre todo aquel caos. El recinto parecía la nave en ruinas de una iglesia profanada, con su alto techo y las descomunales máquinas abandonadas que nunca conseguirían mover, con sus paredes húmedas salpicadas por manchones de musgo amarillo que había crecido incontrolablemente, y con el coro atonal que producía el agua de las mangueras al correr por la red de cloacas casi obstruidas que desembocaban en el río, debajo de la cascada.
Y las ratas..., tan formidables que, comparadas con ellas, las del tercer piso parecían enanas. Dios sabía con qué se alimentaban allí abajo. El grupo de limpieza levantaba constantemente tablas y sacos dejaba al descubierto inmensos nidos de papel desgarrado, y los hombres miraban con repulsión atávica cómo las crías de ojos abultados y cegados por la oscuridad perenne huían por grietas y huecos.
—Hagamos un alto para fumar un pitillo –dijo Wisconsky. Parecía sin resuello, pero Hall no entendía por qué, pues había holgazaneado durante toda la noche. De cualquier forma, ya era hora, y en ese momento no les veía nadie.
—Está bien. –Hall se recostó contra el borde de la carretilla eléctrica y encendió un cigarrillo.
—No debería haberme dejado convencer por Warwick –refunfuñó Wisconsky—. Éste no es un trabajo para hombres. Pero aquella noche se puso furioso cuando me encontró en la letrina del cuarto piso con los pantalones levantados. Caramba, cómo se enfadó.
Hall no contestó. Pensaba en Warwick y en las ratas. Entre el uno y las otras existía un vínculo extraño. Las ratas parecían haberse olvidado por completo de los hombres durante su larga estancia bajo la tejeduría: eran audaces y casi no tenían miedo. Una de ellas se había alzado sobre las patas traseras, como una ardilla, hasta que Hall se colocó a la distancia justa para asestarle un puntapié, y entonces la bestia se abalanzó sobre la bota, hincándole los dientes. Había centenares, quizá miles. Se preguntó cuántos tipos de enfermedades llevaban consigo en ese pozo negro. Y Warwick. Había algo en él...
—Necesito el dinero –dijo Wisconsky—. Pero por Dios, amigo, éste no es un trabajo para hombres. Esas ratas. –Miró temerosamente en torno—. Casi parecen pensar. Incluso me pregunto qué sucedería si nosotros fuéramos pequeños y ellas grandes...
—Oh, cállate –le interrumpió Hall.
Wisconsky lo miró, ofendido.
—Oye, lo siento, amigo. Sólo se trata de que... –Su voz se apagó gradualmente—. ¡Jesús, cómo apesta este sótano! –exclamó—. ¡Éste no es un trabajo para hombres!
Una araña se asomó sobre el borde de la carretilla y le trepó por el brazo. Wisconsky la apartó con un manotazo y con un bufido de asco.
—Vamos –dijo Hall, aplastando el cigarrillo—. Cuanta más prisa nos demos, antes saldremos de aquí.
—Supongo que sí –asintió Wisconsky amargamente—. Supongo que sí.
Martes, cuatro de la mañana.
Hora de la merienda.
Hall y Wisconsky estaban sentados con otros tres o cuatro hombres, comiendo sus bocadillos con unas manos negras que ni siquiera el detergente industrial podía limpiar. Hall masticaba sin dejar de mirar el pequeño despacho del capataz, rodeado por paneles de vidrio. Warwick bebía café y comía con deleite unas hamburguesas frías.
—Ray Upson tuvo que irse a casa –anunció Charlie Brochu.
—¿Vomitó? –preguntó alguien—. Eso casi me sucedió a mí.
—No. Ray tendría que comer mierda de vaca para vomitar. Le mordió una rata.
Hall, caviloso, dejó de inspeccionar a Warwick.
—¿De veras? –preguntó.
—Sí. –Brochu meneó la cabeza—. Yo estaba en su equipo. Nunca he visto nada más inmundo. Saltó de un agujero de uno de esos viejos sacos de tela. Debía de tener el tamaño de un gato. Se le prendió a la mano y empezó a masticarla.
—Jesús –musitó uno de los hombres, poniéndose verde.
—Sí –continuó Brochu—. Ray chilló como una mujer, y no se lo reprocho. Sangraba como un cerdo. ¿Y pensáis que esa fiera lo soltó? No señor. Tuve que pegarle tres o cuatro veces con una tabla para desprenderla. Ray parecía enloquecido. La pisoteó hasta reducirla a un pingajo de piel. Nunca he visto nada más espantoso. Warwick le vendó la mano y lo envió a casa. Le dijo que mañana se haga examinar por el médico.
—Fue muy generoso, el hijo de puta –comentó alguien.
Como si lo hubiera oído, Warwick se levantó en su despacho, se enderezó y se acercó a la puerta.
—Es hora de volver al trabajo.
Los hombres se pusieron lentamente en pie, y tardaron lo más posible en armar sus cestas, y en sacar bebidas frescas y golosinas de las máquinas expendedoras. Después iniciaron el descenso, haciendo repicar con desgana los tacones sobre los peldaños de acero.
Warwick pasó junto a Hall y le palmeó el hombro.
—¿Cómo marcha eso, mono sabio? –No esperó la respuesta.
—Vamos –le dijo pacientemente Hall a Wisconsky, que se estaba atando el cordón del zapato. Bajaron.
Martes, siete de la mañana.
Hall y Wisconsky salieron juntos. Hall tuvo la impresión de que por algún motivo inexplicable había heredado al rechoncho polaco. Wisconsky ostentaba un mugre casi cósmica, y su gorda cara de luna estaba manchada como la de un crío al que acabara de zurrarle el matón del barrio.
Ninguno de los otros hombres hacía bromas, como de costumbre, no se tiraban de los faldones de las camisas, nadie preguntaba chistosamente quién calentaba la cama de la mujer de Tony entre la una y las cuatro. Sólo el silencio, y un chasquido ocasional cuando alguien esupía sobre el piso roñoso.
—¿Quieres que te lleve? –preguntó Wisconsky indeciso.
—Gracias.
No hablaron mientras atravesaban Mill Street y cruzaban el puente. Cuando Wisconsky le dejó frente a su apartamento sólo intercambiaron un lacónico saludo
Hall fue directamente a la ducha, sin dejar de pensar en Warwick, tratando de identificar qué era lo que atraía en el Señor Capataz, qué era lo que le hacía sentir que estaban misteriosamente ligados el uno al otro.
Se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la almohada, pero su sueño fue entrecortado y nervioso: soñó con ratas.
Miércoles, una de la mañana.
Era mejor manejar las mangueras.
No podían entrar hasta que el contingente de basureros hubiese limpiado una sección, y muy a menudo terminaban de lavar antes de que la sección siguiente estuviera despejada..., lo que significaba que disponían de tiempo para fumar un cigarrillo. Hall manejaba la boquilla de una de las largas mangueras y Wisconsky iba y venía desenredándola, abriendo y cerrando el grifo, apartando los obstáculos.
Warwick estaba de mal humor porque el trabajo se desarrollaba con gran lentitud. Tal como marchaban las cosas sería imposible terminar el jueves.
Ahora se ajetreaban entre un cúmulo caótico de equipos de oficina del siglo XIX que habían sido apilados en un rincón –escritorios con tapa de corredera, libros de contabilidad mohosos, montones de facturas, sillas con los asientos rotos— y ése era el paraíso de las ratas. Veintenas de ellas chillaban y corrían por los pasillos oscuros y demenciales que formaban un verdadero laberinto dentro de ese conglomerado, y después de que mordieron a dos hombres, los restantes se negaron a trabajar hasta que Warwick envió a alguien arriba en busca de unos pesados guantes reforzados con caucho, que por lo general los utilizaba el personal de la tintorería que debía manipular ácidos.
Hall y Wisconsky esperaban el momento de entrar con sus mangueras, cuando un hombrón de pelo arenoso llamado Carmichael empezó a aullar maldiciones y a retroceder, golpeándose el pecho con las manos enguantadas, llenando la estancia con su retumbar.
Una rata colosal, con la pelambre surcada por vetas grises y con ojillos repulsivos y brillantes, había hincado los dientes en su camisa y colgaba de allí, chillando y tamborileando sobre la barriga de Carmichael con sus patas traseras. Finalmente Carmichael la derribó de un puñetazo, pero tenía un gran agujero en la camisa y un fino hilo de sangre le chorreaba desde encima de una tetilla. La cólera se disipó de sus facciones. Se volvió y vomitó.
Hall dirigió el chorro de la manguera hacia la rata, que era vieja y se movía lentamente, apretando aún entre las mandíbulas un jirón de la camisa de Carmichael. La presión rugiente del agua la despidió contra la pared, al pie de la cual, cayó flácidamente.
Warwick se acercó, con una sonrisa extraña y tensa en los labios. Le palmeó el hombro a Hall.
—Es mucho mejor que arrojarles latas a esas pequeñas hijas de puta, ¿verdad, mono sabio?
—Vaya con la pequeña hija de puta –comentó Wisconsky—. Mide más de treinta centímetros de largo.
—dirija la manguera hacia allí. –Warwick señaló la pila de muebles—. ¡Ustedes, muchachos, apártense!
—Con mucho gusto –murmuró uno de ellos.
Carmichael encaró a Warwick, con las facciones descompuestas y convulsionadas.
—¡Tendrá que pagarme una compensación por esto! Voy a...
—claro que sí –respondió Warwick, sonriendo—. Le mordió una teta. Salga de en medio antes que le aplaste el agua.
Hall apuntó la boquilla y soltó el chorro. Éste hizo impacto con un estallido blanco de espuma, y derribó un escritorio y astilló dos sillas. Las ratas salieron disparadas por todas partes, ratas más grandes que cualquiera de las que Hall había visto antes. Oyó que los hombres lanzaban gritos de asco a medida que aquéllas corrían, con sus ojos enormes y sus cuerpos curvilíneos y gordos. Vislumbró una que parecía tan grande como un cachorro de perro de seis semanas, bien desarrollado. Siguió blandiendo la manguera hasta que no vio más ratas.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! –exclamó Warwick—. ¡A recogerlo todo!
—¡Yo no me empleé como exterminador! –protestó Cy Ippeston, con tono de rebeldía. Hall había bebido unas copas con él la semana anterior. Era un chico joven, que usaba una gorra de béisbol manchada de hollín y una camiseta deportiva.
—¿Ha sido usted, Ippeston? –preguntó Warwick.
Ippeston parecía inseguro, pero se adelantó.
—Sí. Estoy harto de estas ratas. Me inscribí en la nómina para limpiar, no para correr el riesgo de pescar la rabia o el tifus o quién sabe qué. Quizá sea mejor que me dé de baja.
Los otros dejaron escapar un murmullo de aprobación. Wisconsky miró de reojo a Hall, pero éste estudiaba la boquilla de su manguera. Tenía un orificio parecido al de una pistola calibre 45, y probablemente podría derribar a un hombre a una distancia de siete metros.
—¿Quiere marcar su tarjeta en el reloj, Cy?
—Me gusta la idea –respondió Ippeston.
Warwick hizo un ademán de asentimiento.
—Muy bien. Váyase. Junto con quienes quieran acompañarlo. Pero en esta empresa no rigen las normas del sindicato, ni han regido nunca. El que marque ahora la salida nunca volverá a marcar la entrada. Yo me ocuparé de que sea así.
—Qué miedo –murmuró Hall.
Warwick dio media vuelta.
—¿Ha dicho algo, mono sabio?
Hall le miró inocentemente.
—Me estaba aclarando la garganta, Señor Capataz.
Warwick sonrió.
—¿Tenía un mal sabor en la boca?
Hall no contestó.
—¡Muy bien, manos a la obra! –rugió Warwick.
Volvieron al trabajo.
Jueves, dos de la mañana.
Hall y Wisconsky trabajaban con las carretillas, recogiendo trastos. La pila contigua al pozo de ventilación del ala oeste había alcanzado dimensiones fabulosas, pero aún no habían completado la mitad del trabajo.
—Feliz Cuatro de julio –exclamó Wisconsky cuando hicieron un alto para fumar. Estaban trabajando cerca de la pared norte, lejos de la escalera. La luz era muy mortecina, y una ilusión acústica hacía que los otros hombres parecieran estar a muchos kilómetros de distancia.
—Gracias. —Hall dio una larga chupada a su cigarrillo—. Esta noche no he visto muchas ratas.
—Nadie las ha visto –respondió Wisconsky—. Quizá se han espabilado.
Estaban en el extremo de un pasillo estrafalario, zigzagueante, formado por pilas de viejos libros de contabilidad y facturas, sacos mohosos de tela, y dos enormes y obsoletos telares planos.
—Puaj –masculló Wisconsky, escupiendo—. Ese Warwick...
—¿A dónde supones que se han ido las ratas? –inquirió Hall, casi hablando consigo mismo— No se han introducido en las paredes... –Miró la mampostería húmeda y desconchada que rodeaba los colosales bloques de los cimientos—. Se ahogarían. El río ha saturado todo.
De pronto algo negro y aleteante se lanzó en picado sobre ellos. Wisconsky lanzó un alarido y se llevó las manos a la cabeza.
—Un murciélago –comentó Hall, y lo siguió con la mirada mientras Wisconsky se erguía.
—¡Un murciélago! ¡Un murciélago! –aulló Wisconsky—. ¿Qué hace un murciélago en el sótano? Teóricamente viven en los árboles y bajo los aleros y...
—Éste era grande –musitó Hall—. ¿Y qué es al fin y al cabo un murciélago, sino una rata con alas?
—Jesús –gimió Wisconsky—. ¿Cómo...?
—¿Cómo entró? Quizá por donde salieron las ratas.
—¿Qué pasa ahí detrás? –gritó Warwick desde algún lugar situado a sus espaldas—. ¿Dónde están?
—No se acalore –dijo Hall en voz baja. Sus ojos refulgieron en la oscuridad.
—¿Ha sido usted, mono sabio? –gritó nuevamente Warwick. Parecía más próximo.
—¡No se preocupe! –exclamó Hall—. ¡Me he dado un golpe en la espinilla!
Warwick lanzó una risa breve, ronca.
—¿Quiere una condecoración?
Wisconsky miró a Hall.
—¿Por qué dijiste eso?
—Mira. –Hall se arrodilló y encendió una cerilla. En medio del cemento húmedo y resquebrajado había una superficie cuadrada—. Golpea esto.
Wisconsky golpeó.
—Es madera.
Hall hizo un ademán afirmativo.
—Es el remate de un soporte. He visto algunos otros aquí. Debajo de esta sección del sótano hay otra planta.
—Dios mío –suspiró Wisconsky, asqueado.
Jueves, tres y media de la mañana.
Ippeston y Brochu estaban detrás de ellos con una de las mangueras de alta presión, en el ángulo noreste, cuando Hall se detuvo y señaló el piso.
—Preví que lo encontraríamos aquí.
Era una gran escotilla de madera con un corroído anillo de hierro implantado cerca del centro.
Retrocedió hasta Ippeston y le dijo:
—Corta el chorro un minuto. –Y cuando sólo salió un hilo de agua, gritó—: ¡Eh! ¡Eh, Warwick! ¡Venga un momento!
Warwick se acercó chapoteando y miró a Hall con la misma sonrisa cruel de siempre en los ojos.
—¿Se le ha desatado el cordón del zapato, mono sabio?
—Mire –dijo Hall. Pateó la escotilla—. Un segundo sótano.
—¿Y qué? –preguntó Warwick—. Ésta no es la hora del recreo, mono...
—Ahí es donde están sus ratas –le interrumpió Hall—. Se están reproduciendo ahí abajo. Hace un rato Wisconsky y yo vimos incluso un murciélago.
Algunos de los otros hombres se habían congregado y miraban la escotilla.
—No me importa –insistió Warwick—. Es trabajo consistía en limpiar el sótano, no...
—Necesitará por lo menos veinte exterminadores, bien adiestrados –prosiguió Hall—. Le costará una fortuna a la gerencia. Qué lástima.
Alguien se rió.
—Me parece difícil.
Warwick miró a Hall como si éste fuera un insecto colocado bajo una lupa.
—Usted sí que está chalado –comentó, con tono fascinado—. ¿Cree que me importa un rábano cuántas ratas hay ahí abajo?
—Esta tarde y ayer he estado en la biblioteca –explicó Hall—. Es una suerte que me haya recordado a cada rato que soy un mono sabio. Estudié las ordenanzas de sanidad del Ayuntamiento, Warwick..., fueron dictadas en 1911, antes de que esta tejeduría tuviera suficiente poder para sobornar a la junta. ¿Sabe lo que descubrí?
La mirada de Warwick era fría.
—Váyase de paseo, mono sabio. Está despedido.
—Descubrí –continuó Hall, como si no le hubiera oído—, descubrí que en Gates Falls hay una ordenanza sobre alimañas. Por si no lo sabe, se deletrea así: a-l-i-m-a-ñ-a-s. El término abarca a todos los animales portadores de enfermedades, como murciélagos, zorrinos, perros no matriculados... y ratas. Sobre todo ratas. Las ratas figuran catorce veces en dos párrafos, Señor Capataz. Convénzase, pues, de que apenas marque por última vez mi tarjeta iré directamente al despacho del encargado municipal y le contaré lo que sucede aquí.
Hizo una pausa, disfrutando al ver las facciones de Warwick congestionadas por el odio.
—Creo que entre yo, él y la comisión municipal podremos conseguir una orden de clausura para este edificio. Y el cierre no se limitará al sábado, Señor Capataz. Además sospecho cómo reaccionará su patrón cuando se entere. Espero que haya pagado las cuotas de su seguro de desempleo, Warwick.
Las manos de Warwick se agarrotaron.
—Maldito mocoso, debería... –Miró la escotilla y súbitamente reapareció su sonrisa—. He decidido volver a emplearle, mono sabio.
—Sospechaba que se espabilaría.
Warwick hizo un ademán de asentimiento, con la misma sonrisa extraña en los labios.
—Usted es muy listo. Creo que será bueno que baje allí, Hall. Así contaremos con la opinión informada de una persona con estudios universitarios. Le acompañará Wisconsky.
—¡Yo no! –exclamó Wisconsky—. Yo no...
Warwick le miró
—¿Usted qué?
Wisconsky se calló.
—Estupendo –dijo Hall jubilosamente—. Necesitaremos tres linternas. Creo que había una hilera de artefactos de seis pilas en la oficina principal, ¿no es cierto?
—¿Quiere llevar a alguien más? –preguntó Warwick con tono expansivo—. Con mucho gusto. Elija a su hombre.
—Usted –respondió Hall plácidamente. En su rostro había reaparecido la expresión enigmática—. Al fin y al cabo, es justo que esté representada la administración de la empresa, ¿no le parece? Para que Wisconsky y yo no veamos demasiadas ratas ahí abajo.
Alguien (pareció ser Ippeston) lanzó una risotada.
Warwick miró atentamente a sus hombres. Éstos escudriñaban las puntas de sus zapatos. Por fin señaló a Brochu.
—Brochu, suba a la oficina y traiga tres linternas. Dígale al sereno que le abra la puerta.
—¿Por qué me has metido en este lío? –gimió Wisconsky, dirigiéndose a Hall—. Sabes que aborrezco esas...
—No he sido yo –contestó Hall, y miró a Warwick.
Warwick le devolvió la mirada y ninguno desvió la vista.
Jueves, cuatro de la mañana.
Brochu volvió con las linternas. Le entregó una a Hall, otra a Wisconsky y otra a Warwick.
—¡Ippeston! Pásele la manguera a Wisconsky.
Ippeston obedeció. La boquilla temblaba delicadamente entre las manos del polaco.
—Muy bien –le dijo Warwick a Wisconsky—. Usted marchará en el medio. Si ve ratas, duro con ellas.
—Claro –pensó Hall—. Y si hay ratas, Warwick no las verá. Y Wisconsky tampoco, después de encontrar un suplemento de diez dólares en el sobre del jornal.
Warwick señaló a dos de sus hombres.
—Levántela.
Uno de ellos se inclinó sobre el anillo de hierro y tiró. Al principio Hall pensó que no cedería, pero después se zafó con un chasquido extraño, crujiente. El otro hombre metió los dedos debajo del borde de la tapa para ayudar a levantarla, y en seguida los retiró con un grito. Sus manos se habían convertido en un hervidero de enormes escarabajos ciegos.
El hombre que aferraba el anillo volcó la escotilla hacia atrás con un gruñido convulsivo y la dejó caer. La cara inferior estaba ennegrecida por una fangosidad desconocida, que Hall nunca había visto antes. Los escarabajos se desplomaron entre las tinieblas de abajo y corrieron por el suelo, donde fueron triturados bajo los pies.
—Miren –dijo Hall.
En la cara inferior de la escotilla había una cerradura herrumbrada, con el pestillo echado por dentro, y ahora roto.
—Pero no debería estar abajo –murmuró Warwick—. Debería estar arriba. ¿Por qué...?
—Por muchos motivos –respondió Hall—. Quizá para que nadie pudiera abrirlo desde aquí, por lo menos cuando la cerradura era nueva. Quizá para que nada de lo que estaba de ese lado pudiera salir.
—¿Pero quién echó el pestillo? –inquirió Wisconsky.
—Ah... misterio – exclamó Hall irónicamente, mientras miraba a Warwick.
—Escuchad –susurró Brochu.
—¡Dios mío! –sollozó Wisconsky—. ¡Yo no bajaré!
Era un ruido suave, casi expectante. El roce y golpeteo de miles de patas, el chillido de las ratas.
—Podrían ser ranas— comentó Warwick.
Hall lanzó una carcajada.
Warwick apuntó hacia abajo con su linterna. Una destartalada escalera de tablas conducía hacia las piedras negras del subsuelo. No se veía ni una rata.
—Estos peldaños no aguantarán nuestro peso –dictaminó Warwick categóricamente.
Brochu se adelantó dos pasos y saltó sobre el primer escalón. Éste crujió pero no dio señales de ceder.
—No le he dicho que hiciera eso –farfulló Warwick.
—Usted no estaba presente cuando la rata mordió a Ray –dijo Brochu en voz baja.
—En marcha –exclamó Hall.
Warwick paseó una última mirada sardónica sobre el círculo de hombres y después se acercó al borde en compañía de Hall. Wisconsky se colocó de mala gana entre los dos. Bajaron uno por uno: primero Hall, después Wisconsky y por último Warwick. Los rayos de sus linternas enfocaron el piso, que estaba ondulado y encrespado por un centenar de protuberancias y valles demenciales. La manguera se arrastraba a saltos detrás de Wisconsky como una serpiente torpe.
Cuando llegaron al fondo, Warwick paseó la luz en torno. Alumbró unas pocas cajas podridas, algunos toneles y casi nada más. La infiltración de agua del río había formado charcos que llegaban hasta los tobillos de sus botas.
—Ya no las oigo –susurró Wisconsky.
Se alejaron lentamente de la escotilla, arrastrando los pies por el limo. Hall se detuvo y dirigió la luz de la linterna hacia un enorme cajón de madera sobre el que estaban pintadas unas letras blancas.
—Elías Varney –leyó—. Mil ochocientos cuarenta y uno. ¿Ese año la tejeduría ya estaba aquí?
—No –contestó Warwick—. No la construyeron hasta 1897. ¿Pero eso qué importa?
Hall no dijo nada. Siguieron avanzando. El segundo sótano parecía más largo de lo que debería haber sido. La pestilencia era más fuerte: un olor de descomposición y putrefacción y cosas enterradas. Y el único ruido seguía siendo el débil y cavernoso goteo del agua.
—¿Qué es eso? –preguntó Hall, dirigiendo su rayo de luz hacia un resalto de hormigón que asomaba unos sesenta centímetros dentro del sótano. Del otro lado se prolongaba la oscuridad, y en ese momento Hall creyó oír allí unos ruidos furtivos.
Warwick miró el saliente.
—Es... no, no puede ser.
—La pared exterior de la tejeduría, ¿verdad? Y más adelante...
—Me vuelvo atrás –espetó Warwick, girando brucamente.
Hall le cogió con gran fuerza por el cuello.
—No se irá a ninguna parte, Señor Capataz.
Warwick le miró, cortando la oscuridad con su sonrisa.
—Usted está loco, mono sabio. ¿No es cierto? Loco de remate.
—No debería ser tan despótico, amigo. Siga adelante.
Wisconsky gimió.
—Hall...
—Dame eso. –Cogió la manguera. Soltó el cuello de Warwick y le apuntó con la manguera a la cabeza. Wisconsky dio media vuelta y trepó estrepitosamente hasta la escotilla. Hall ni siquiera le miró—. Adelante, Señor Capataz.
Warwick encabezó la marcha y pasó debajo del punto donde la tejeduría terminaba sobre sus cabezas. Hall paseó la luz en torno y experimentó un frío regocijo: su premonición se había confirmado. Las ratas se habían congregado alrededor de ellos, silenciosas como la muerte. Apiñadas, unas con otras. Miles de ojillos les miraban vorazmente. Alienadas hasta la pared, algunas llegaban, por su altura, a la espinilla de un hombre.
Warwick las vio un momento después y se detuvo en seco.
—Nos están rodeando, mono sabio. –Su tono seguía siendo sereno, controlado, pero tenía una vibración disonante.
—Sí –asintió Hall—. Siga.
Avanzaron, arrastrando la manguera tras ellos. Hall miró en una oportunidad hacia atrás y observó que las ratas habían cerrado filas detrás de ellos y estaban mordisqueando la dura funda de lona. Una alzó la cabeza y casi pareció sonreírle antes de volver a bajarla. Entonces también vio los murciélagos. Colgaban de los toscos travesaños, y algunos eran tan grandes como cuervos o cornejas.
—Mire –dijo Warwick, y enfocó el rayo de la linterna aproximadamente un metro y medio más adelante.
Una calavera, cubierta de moho verde, se reía de ellos. Más lejos vieron un cúbito, media pelvis, arte de una caja torácica.
—No se detenga –ordenó Hall. Sintió que algo estaba dentro de él, algo alucinado y oscurecido por los colores. Que Dios me ayude: usted va a ceder antes que yo, Señor Capataz.
Pasaron de largo junto a los huesos. Las ratas no les acosaban y parecían mantenerse a una distancia constante. Hall vio que una de ellas cruzaba por el camino que ellos debían seguir. Las sombras la ocultaron, pero vislumbró una inquieta cola rosada, del grosor de un cable telefónico.
El piso se empinaba bruscamente al frente y después volvía a bajar. Hall oía un ruido intenso de deslizamientos sigilosos. Provenía de algo que quizá ningún hombre viviente había visto jamás. Pensó que tal vez había estado buscando algo como eso durante todos sus años de absurdas peregrinaciones
Las ratas se aproximaban, deslizándose sobre sus panzas, obligándoles a avanzar.
—Mire –espetó Warwick fríamente.
Hall se dio cuenta. Algo les había ocurrido a las ratas que tenían atrás, una mutación repulsiva que jamás podría haber sobrevivido a la luz del sol. La Naturaleza no lo habría permitido. Pero ahí abajo, la Naturaleza había asumido otro rostro macabro.
Las ratas eran gigantescas, y algunas medían hasta noventa centímetros de altura. Pero habían perdido las patas traseras y eran ciegas como topos o como sus primos voladores. Se arrastraban hacia delante con sobrecogedora vehemencia.
Warwick se volvió y encaró a Hall, conservando su sonrisa merced a una brutal fuerza de voluntad. Hall sintió, sinceramente, admiración por él.
—No podemos seguir internándonos, Hall. Debe entenderlo.
—Creo que las ratas tienen una cuenta pendiente con usted –dijo Hall.
Warwick perdió el control de sí mismo.
—Por favor –rogó—. Por favor.
Hall sonrió.
—Siga adelante.
Warwick miraba por encima del hombro.
—Están royendo la manguera. Cuando la hayan agujereado no podremos volver.
—Lo sé. Siga adelante.
—Está loco... –Una rata pasó corriendo sobre la bota de Warwick y éste gritó. Hall sonrió e hizo seña con la linterna. Les rodeaban por todas partes, y ahora las más próximas estaban a menos de treinta centímetros.
Warwick reanudó la marcha. Las ratas retrocedieron. Escalaron el minúsculo promontorio y miraron hacia abajo. Warwick llegó primero y Hall vio que su rostro se ponía blanco como el papel. Le chorreaba la baba por el mentón.
—Oh, mi Dios. Jesús bendito.
Y se volvió para correr.
Hall abrió la boquilla de la manguera y el chorro de alta presión alcanzó de lleno a Warwick en el pecho, derribándole y haciéndolo desaparecer. Se oyó un largo alarido más potente que el estruendo del agua. Un ruido de convulsiones.
—¡Hall! –Gemidos. Un colosal y tétrico chillido que pareció llenar la Tierra—. ¡HALL POR EL AMOR DE DIOS...!
Un súbito desgarramiento viscoso. Otro grito, más débil. Algo enorme se meció y se volteó. Hall oyó claramente el crujido húmedo que producen los huesos al fracturarse.
Una rata desprovista de patas se abalanzó sobre él, mordiendo, guiada por una forma grosera de sonar. Su cuerpo era flácido, tibio. Hall le apuntó casi distraídamente con la manguera, despidiéndola lejos. El chorro no tenía tanta presión como antes.
Hall caminó hasta el borde del promontorio mojado y miró hacia abajo.
La rata llenaba todo el hueco del otro extremo de esa tumba mefítica. Era una descomunal masa gris, palpitante, ciega, totalmente desprovista de patas. Cuando la enfocó la linterna de Hall, emitió un chillido abominable. Ésa era, pues, su reina, la magna mater. Algo monstruoso e innominado a cuya progenie tal vez algún día le crecerían alas. Parecía eclipsar lo que quedaba de Warwick, pero probablemente ésta era una ilusión óptica. Era el efecto de ver una rata del tamaño de un ternero Holstein.
—Adiós, Warwick –dijo Hall. La rata estaba celosamente agazapada sobre el Señor Capataz, tironeando de un brazo flácido.
Hall se volvió y empezó a caminar rápidamente en sentido inverso, ahuyentando a las ratas con la manguera cuyo chorro era cada vez menos potente. Algunas de ellas superaban la barrera y se abalanzaban sobre sus piernas, mordiéndolas por encima de la caña de las botas. Una se prendió obstinadamente de su muslo, desgarrando la tela de los pantalones de cordero. Hall la derribó de un puñetazo.
Había recorrido casi las tres cuartas partes del trayecto cuando un zumbido feroz pobló la oscuridad. Levantó la vista y la gigantesca silueta voladora se estrelló contra su rostro.
Los murciélagos mutantes aún no habían perdido la cola. Ésta se enroscó alrededor de la garganta de Hall formando un lazo inmundo que lo apretó mientras los dientes buscaban el punto blando en la base del cuello. Se retorcía y agitaba sus alas membranosas, aferrándose a la camisa en busca de apoyo.
Hall levantó a ciegas la boquilla de la manguera y golpeó una y otra vez el cuerpo fofo. El animal cayó y Hall lo pisoteó, vagamente consciente de sus propios gritos. Una avalancha de ratas se precipitó sobre sus pies, trepó por sus piernas.
Corrió con paso tambaleante, librándose de algunas de ellas. Las otras le mordían el vientre, el pecho. Una se montó sobre su hombro y le introdujo el hocico inquisitivo en la oreja.
Chocó con otro murciélago. Éste se posó un momento sobre su cabeza, chillando, y le arrancó una tira de cuero cabelludo.
Sintió que su cuerpo se entumecía. Sus orejas se llenaron con la algarabía de la legión de ratas. Tomó un último impulso, tropezó con los cuerpos peludos, cayó de rodillas. Se echó a reír, con una risa aguda, estridente.
Jueves cinco de la mañana.
—Será mejor que alguien baje –dijo Brochu prudentemente.
—Yo no –susurró Wisconsky —. Yo no.
—No, tú no, cagón –exclamó Ippeston con tono despectivo.
—Bueno, vamos –dictaminó Brogan, trayendo otra manguera. Yo, Ippeston, Dangerfield, Nedeau. Stevenson, ve a la oficina y trae más linternas.
Ippeston miró hacia la oscuridad con expresión pensativa.
—Quizá se han detenido a fumar un cigarrillo –comentó—. Qué diablos, no son más que unas pocas ratas. Stevenson volvió con las linternas. Poco después iniciaron el descenso.
Del libro "El umbral de la noche" (Night Shift)