Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Continuidad de los parques: cuento.

Continuidad de los parques

Julio Cortázar

(Argentina)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por
negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca;
se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en
la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó
que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los
nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo
ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando
línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir
hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento,
fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba
la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus
besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas
y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo
latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas
como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde
siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante
tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que
iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles
y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la
alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos
le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la
primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces
el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo
una novela.

Julio Cortázar

(Argentina)