Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Campanas de esperanza: cuento.

Campanas De Esperanza

Según las agujas del reloj que pendía en la plataforma
serían las ocho y quince de la mañana cuando, bajo la plena luz del sol, don
Hernán hizo sonar la campana. Estaba solo y apenas dos perros flacos
deambulaban en los andenes. Nada era en vano, todo tenía sentido y una
enorme carga de sentimientos.

Gracias a las campanadas, este hombre mantenía latente los recuerdos, por
haber sido el último administrador de aquella estación del ferrocarril. A
partir del día en que el tren llegó a Fuerte Esperanza, el pueblo comenzó a
emerger significativamente. De la mano de ese medio de comunicación
arribaron toneladas de ilusiones, los negocios y el progreso, o sea que
trajo a cuestas a la vida misma. Don Hernán siempre estuvo en ese lugar de
privilegio. Se inició como maletero cuando aún andaba con pantalones cortos,
después como señalero, telegrafista y vendedor de boletos. También fue
despachante de carga y de pasajeros de unos trenes que inicialmente eran
muchos y que un día desaparecieron.

Tanto la fachada como los enormes salones de la estación no se diferencian
de otras que fueron construidas con el estilo británico. En la parte central
pueden observarse las ventanillas donde se expendían los pasajes, cerradas
como si fuese la hora de la siesta. Frente a ellas, en una puerta de dos
hojas, luce un cartel que dice: "HERNÁN González VALDEZ - JEFE". Al lado
otro letrero indica la oficina del telégrafo, el afamado sistema alámbrico
que hizo historia con su rítmica cadencia del código Morse, vulgarmente
llamado el "Piripipí". Todo se mantiene intacto y en su lugar. Esa parada
ferroviaria fue diseñada con visión de futuro, un futuro que aún no ha
llegado. Hoy la custodian infinitos durmientes y cascotes armados con un
tendido de vías inertes.

Fuerte Esperanza no se limitó al transporte de pasajeros, pues también se
construyó la estación de cargas en la cual todavía quedan silos vacíos,
corrales y mangas desiertas, algunos vagones jaulas y otros cerealeros, como
un testimonio dormido de la actividad agrícola-ganadera que supo despacharse
por ahí.

En aquellos tiempos, el porvenir del pueblo y de su familia no se había
hecho esperar y don Hernán levantó su casona tipo colonial, tal como lo
había soñado, frente a la plaza y la estación ferroviaria.

El Jefe de Estación sigue siendo el Jefe a pesar de la jubilación impuesta.
No pudo olvidarse del tren en ningún momento, aunque él haya sido ignorado
por el ferrocarril. Su mente permaneció y perdurará abstraída en el recuerdo
del legendario paso de los vagones.

Siempre evocó el momento en que, al igual que una sentencia de muerte, a
mediados de la década del '90 el gobierno nacional anunció que el tren haría
su último viaje de ida y vuelta desde Buenos Aires. Sintió que le había
llegado la hora y que la agitada visión de su vida férrea palpaba el final.
Sin poder evitar la mirada brillosa y el alma dolorida reflexionaba sobre lo
que significaría para la gente de Fuerte Esperanza y para sus sentimientos,
la precipitada desaparición del tren.

Llegado el funesto día indicado, con la dignidad que concede la pobreza se
vistió con un traje de casimir inglés, y se presentó como Jefe de Estación
para despedir al último tren, lo que sucedería a las tres en punto de la
tarde. Unos veinte minutos antes, cuando se oyó el silbato de la locomotora
que se acercaba por última vez a Fuerte Esperanza, los vecinos en general y
algunos pasajeros se apretujaban nostálgicos para decir adiós al vibrar de
los rieles. Mientras a Don Hernán le caían algunas lágrimas y en medio de un
nerviosismo, hizo sonar la campana de la estación como cumpliendo un mandato
del infierno, y así abría virtualmente las entrañas de la tierra para que
Fuerte Esperanza comenzara a sepultarse. Presintiéndose un verdugo por saber
que esa partida significaba el derrumbamiento del pueblo, percibió el punzón
de la muerte en su corazón.

Los pobladores acongojados se quedaron inmóviles sobre los andenes, durante
varias horas, comentando el inicio de esa tragedia que los afectaba. "No nos
resignaremos, no nos rendiremos jamás" -dijeron comprometiéndose entre sí- y
se organizaron para pelear por la vida del tren, por aquellas vías que eran
el conducto sanguíneo de Fuerte Esperanza. El joven Alberto con sus 25 años,
hijo de don Hernán, tomó las riendas del asunto desde la Sociedad de
Fomento. Uniendo voluntades restauraron a la estación ferroviaria con lujo
de detalles, para mantenerla viva como el viejo jefe la había visto en sus
apogeos.

Todavía nadie logró comprender que al mismo tiempo que expiraba el siglo XX,
cuando el primer mundo venía avanzando con un medio de alta velocidad
denominado "Tren Bala", la desidia argentina haya eliminado al tren de un
certero balazo. La indignación de la gente quedó expresada en los carteles
que portan el nombre de la estación y que en su reverso conservan una
leyenda con letras cursivas que dicen: "Turco hijo de puta", en clara
alusión al gobernante que, inadmisiblemente, desactivó los ramales
ferroviarios de larga distancia.

El objetivo de los vecinos consistió en luchar por la reposición del
servicio como imprescindible medio de transporte de pasajeros y cargas.
Comprobaron que los ómnibus jamás podrían reemplazar al ferrocarril, debido
a que pasan por la ruta fuera del pueblo y no todos se detienen. Además
desconocen los sentimientos, aquellas emociones y alegrías que cada tren
traía consigo.

Así comenzaron las gestiones administrativas reclamando la reposición del
servicio férreo. En principio, lograron que no les quitaran una "Orenstein &
Koppel", una vieja locomotora alemana a vapor, de esas negras y grandotas
que usaban en las maniobras de la playa de cargas. Los veteranos técnicos
la conservan en funcionamiento y la puesta en marcha mantiene el palpitar
del ferrocarril y con ello los ribetes que seguramente don Hernán, en sus
ensueños de telegrafista de la estación sigue informando sobre cada partida.

Estaban atentos a todos los detalles y por ello nunca le faltaron flores
frescas a la imagen de la virgen. Luego optaron por habilitar un jardín de
infantes en los salones, procurando inculcar sentimientos ferroviarios en
los niños. Entre tanto, el viejo Jefe de Estación se alojó en forma
permanente en su apreciada oficina, en resguardo de sus pertenencias
materiales y sentimentales. Él solía contar que si bien hhacía ya un largo
tiempo que había realizado un viaje a Buenos Aires con su familia, nunca
olvidaría cuando contemplaban por la ventanilla el paisaje monótono del
campo y canturreaban esa canción de don Atahualpa Yupanqui que decía: "Las
penas son de nosotros. las vaquitas son ajenas". Y al regreso, ya próximos a
Fuerte Esperanza, se agitaba el palpitar. Mucha gente viajera observaba
comentando la belleza de la vieja estación, con miradas de riqueza que todo
lo compran, porque eran mercaderes que arribaban deseosos a probar suerte en
ese lugar.

Habiendo pasado casi doce años, una mañana se alteró el pueblo por una
noticia inesperada. A través de la prensa se informaron con gran asombro,
que el actual gobierno había decidido reactivar el ramal ferroviario que los
involucraba. El plazo era de seis meses, pero la significativa novedad
convirtió todo en una fiesta inmediata, concentrando a la gente en la plaza.

Apresurados y con gran algarabía, decidieron acercarse a la estación para
contarle la maravillosa noticia a don Hernán, y ahí se dirigieron. Otra
sorpresa recibieron al llegar, cuando la esposa del Jefe de Estación hacía
sonar la campana sin cesar. La expresión de su rostro en lágrimas presagiaba
algo extraño, y pronto lo confirmaron: la reapertura ferroviaria había
llegado demasiado tarde, don Hernán acababa de partir... marchándose al
infinito abordo del último tren de la vida.

© Edgardo González