Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Clara: cuento.

Clara

Roberto Bolaño

(Santiago, Chile)

Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules. Me gusta
recordarla así. No sé por qué me enamoré de ella, pero lo cierto es que
me enamoré como un loco y al principio, quiero decir los primeros días,
las primeras horas, las cosas marcharon bien, después Clara volvió a su
ciudad en el sur de España (estaba de vacaciones en Barcelona) y todo
empezó a torcerse.

Una noche soñé con un ángel: yo entraba en un bar enorme y vacío y lo
veía sentado en un rincón, delante de un café con leche, con los codos
sobre la mesa. Es la mujer de tu vida, me decía, levantando la cara y
lanzándome con su mirada, una mirada de fuego, al otro lado de la barra.
Yo me ponía a gritar: camarero, camarero, y entonces abría los ojos y
escapaba de ese sueño desesperante. Otras noches no soñaba con nadie
pero me despertaba llorando. Mientras tanto, Clara y yo nos escribíamos.
Sus cartas eran escuetas. Hola, cómo estás, llueve, te quiero, adiós. Al
principio esas cartas me asustaron. Se acabó todo, pensé. Sin embargo,
después de un estudio detenido, llegué a la conclusión de que su
parvedad epistolar se debía a la necesidad de ocultar sus errores
gramaticales. Clara era orgullosa y detestaba escribir mal, aunque eso
trajera aparejado mi sufrimiento ante su aparente frialdad.

Por aquella época tenía dieciocho años, había dejado el instituto y
estudiaba música en una academia particular y dibujo con un pintor
paisajista retirado, pero la verdad es que no le interesaba demasiado la
música y de la pintura se podría decir casi lo mismo: le gustaba, pero
era incapaz de apasionarse. Un día me llegó una carta en donde a su
manera escueta me comunicaba que se iba a presentar a un concurso de
belleza. Mi respuesta, tres folios escritos por ambos lados, abundaba en
afirmaciones de toda clase sobre la serenidad de su belleza, sobre la
dulzura de sus ojos, sobre la perfección de su talle, etcétera. Era una
carta que rezumaba cursilería y cuando la tuve acabada dudé si
mandársela o no, pero al final se la mandé.

Durante varias semanas no supe nada de ella. Hubiera podido llamarla por
teléfono, pero no lo hice, en parte por discreción y en parte porque en
aquella época yo era más pobre que una rata. Clara obtuvo el segundo
puesto en el concurso y estuvo deprimida durante una semana.
Sorprendentemente me envió un telegrama en el que decía: Segundo puesto.
Stop. Recibí tu carta. Stop. Ven a verme. Los «stop» estaban claramente
escritos.

Una semana después cogí el primer tren que salía rumbo a su ciudad.
Antes, por supuesto, quiero decir después del telegrama, hablamos por
teléfono y tuve oportunidad de escuchar la historia del concurso de
belleza varias veces. Por lo visto, Clara estaba verdaderamente
afectada. Así que hice mis maletas y tan pronto como pude me monté en un
tren y a la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba en aquella ciudad
desconocida. Llegué a la casa de Clara a las nueve y media de la mañana.
En la estación me tomé un café y fumé varios cigarrillos para matar el
tiempo. Una mujer gruesa y despeinada me abrió la puerta y cuando dije
que buscaba a Clara me miró como si fuera una oveja camino del matadero.
Durante algunos minutos (que me parecieron excesivamente largos y que
después, pensando en todo el asunto, caí en la cuenta de que en efecto
lo fueron) la esperé sentado en la sala, una sala que irrazonablemente
me pareció acogedora, excesivamente recargada, pero acogedora y llena de
luz. La aparición de Clara me hizo el efecto de la aparición de una
diosa. Sé que es estúpido pensarlo, sé que es estúpido decirlo, pero así
fue.

Los días siguientes fueron agradables y desagradables. Vimos muchas
películas, casi una diaria, hicimos el amor (yo era el primer tío con el
que Clara se acostaba, lo que no pasaba de ser una anécdota curiosa,
pero que a la larga me iba a costar caro), paseamos, conocí a los amigos
de Clara, fuimos a dos fiestas espantosas, le propuse que se viniera a
vivir conmigo a Barcelona. Por supuesto, a esas alturas yo sabía cuál
seria la respuesta. Un mes después, una noche, tomé el tren de vuelta,
recuerdo que el viaje fue horrible.

Poco después Clara me escribió una carta, la más larga que nunca me
mandara, diciéndome que no podía seguir conmigo, que las presiones a las
que la sometía (mi propuesta de vivir juntos) eran inaceptables, que
todo había terminado. Hablamos tres o cuatro veces más por teléfono.
Creo que yo también le escribí una carta en donde la insultaba, en donde
le decía que la amaba, en cierta ocasión en que viajé a Marruecos la
llamé desde el hotel en que me hospedaba, en Algeciras, y esta vez
pudimos conversar educadamente. O eso le pareció a ella. O eso creí yo.

Años después Clara me iba a contar los trozos de su vida que yo me había
perdido irremediablemente. E incluso muchos años después la misma Clara
(y algunos de sus amigos) volverían a contarme la historia, empezando
desde cero o retornando la historia donde yo la había dejado, para ellos
era lo mismo (yo era al fin y al cabo un extraño), para mí también,
aunque me resistiera, era lo mismo. Clara, predeciblemente, se casó poco
después de terminar su noviazgo (sé que la palabra noviazgo es excesiva,
pero no se me ocurre otra) conmigo y el afortunado fue, como también era
lógico, uno de aquellos amigos a quienes conocí durante mi primer viaje
a su ciudad.

Pero anteriormente tuvo problemas mentales: solía soñar con ratas, solía
oírlas por la noche en su cuarto, y durante meses, los meses previos a
su matrimonio, estuvo durmiendo en el sofá de la sala. Supongo que con
la boda desaparecieron las jodidas ratas.

Bien. Clara se casó. Y el marido, el marido al que Clara amaba, resultó
una sorpresa incluso para ella. Al cabo de un año o dos años, no lo sé,
Clara me lo contó pero lo he olvidado, se separaron. La separación no
fue amistosa. El tipo le gritó, Clara le gritó, Clara le dio una
bofetada, el tipo le contestó con un puñetazo que le desencajó la
mandíbula. A veces, cuando estoy solo y no puedo dormir pero tampoco
tengo ánimos para encender la luz, pienso en Clara, la ganadora del
segundo puesto en el concurso de belleza, y la veo con la mandíbula
colgando, incapaz de volver a encajársela ella sola y conduciendo con
una sola mano (con la otra se sostiene la quijada) hacia el hospital más
cercano. Me gustaría reírme, pero no puedo.

De lo que sí me río es de su noche de bodas. El día antes la habían
operado de hemorroides, así que no fue muy lucida, supongo. O tal vez
sí. Nunca le pregunté si pudo hacer el amor con su marido. Creo que lo
hicieron antes de la operación. En fin, no importa, todos estos detalles
me retratan más a mí que a ella.

El caso es que Clara se separó un año o dos después de la boda y se puso
a estudiar. No tenía acabado el bachillerato, por lo que no podía entrar
en la universidad, pero, excluyendo eso, lo probó todo: fotografía,
pintura (no sé por qué siempre pensó que podía ser una buena pintora),
música, mecanografía, informática, todas esas carreras de un año y
diploma y promesas de trabajo en la que se meten de cabeza o de culo los
jóvenes desesperados. Y Clara, aunque se sentía feliz de haber dejado
atrás a un marido que le pegaba, en el fondo era una desesperada.

Volvieron las ratas, las depresiones, las enfermedades misteriosas.
Durante dos o tres años estuvo siendo tratada de úlcera y al final se
dieron cuenta de que no tenía nada, al menos en el estómago. Por aquella
época creo que conoció a Luis, un ejecutivo que se hizo su amante y que
además la convenció para que estudiara algo relacionado con
administración de empresas. Según los amigos de Clara, ésta por fin,
había encontrado al hombre de su vida. No tardaron en ponerse a vivir
juntos, Clara comenzó a trabajar en unas oficinas, una notaría o una
gestoría, no lo sé, un trabajo muy divertido decía Clara sin ningún
asomo de ironía, y la vida pareció encaminarse definitivamente. Luis era
un tipo sensible (nunca le pegó), un tipo culto (fue uno de los dos
millones de españoles, creo, que compraron los fascículos de la obra
completa de Mozart) y un tipo paciente (la escuchaba, la escuchaba todas
las noches y los fines de semana). Y aunque Clara tenía pocas cosas que
decir sobre sí misma, hablaba de ello incansablemente. Ya no la amargaba
el concurso de belleza, por cierto, aunque de tanto en tanto volvía
sobre él, sino más bien sus depresiones, su tendencia a la locura, los
cuadros que había querido pintar y que no había pintado.

No sé por qué, tal vez porque les faltó tiempo, no tuvieron hijos,
aunque Luis, según Clara, se Moría por los niños. Pero ella no estaba
preparada. Aprovechaba el tiempo para estudiar, para escuchar música
(Mozart, pero luego siguieron otros), para hacer fotografías que no
mostraba a nadie. A su manera oscura e inútil, intentaba preservar su
libertad e intentaba aprender.

A los treintaiún años se acostó con un compañero de oficina. Fue algo
simple y sin mayores consecuencias, al menos para ellos dos, pero Clara
cometió el error de contárselo a Luis. La pelea fue espantosa. Luis
destrozó una silla o un cuadro que él mismo había comprado, se
emborrachó y durante un mes no le dirigió la palabra. Según Clara, a
partir de ese día las cosas nunca volvieron a ser iguales, pese a la
reconciliación, pese a un viaje que realizaron juntos a un pueblo de la
costa, un viaje más bien triste y mediocre.

A los treintaidós, su vida sexual era casi inexistente. Y poco antes de
cumplir los treintaitrés, Luis le dijo que la quería, que la respetaba,
que nunca la olvidaría, pero que desde hacía varios meses salía con una
compañera de trabajo divorciada y con hijos, una chica buena y
comprensiva, y que pensaba irse a vivir con ella.

En apariencia, Clara se tomó la separación (era la primera vez que la
dejaban) bastante bien. Pero a los pocos meses cayó en una nueva
depresión que la obligó a dejar el trabajo temporalmente y a empezar un
tratamiento psiquiátrico que no le sirvió de mucho. Las pastillas que
tomaba la inhibían sexualmente, aunque intentó, con más voluntad que
resultados, acostarse con otras personas, entre ellas yo. Nuestro
encuentro fue breve y en líneas generales desastroso. Clara volvió a
hablarme de las ratas que no la dejaban en paz, cuando se ponía nerviosa
no paraba de ir al baño, la primera noche que nos acostamos se levantó a
orinar unas diez veces, hablaba de ella misma en tercera persona, de
hecho una vez me dijo que dentro de su alma existían tres Claras, una
niña, una vieja la esclava de su familia y una joven, la Clara
verdadera, con ganas de irse de una vez por todas de aquella ciudad, con
ganas de pintar, de hacer fotografías, de viajar y de vivir. Los
primeros días de nuestro reencuentro temí por su vida, tanto que a veces
ni siquiera salía a comprar por temor a encontrarla muerta a mi regreso,
pero con los días mis temores se fueron desvaneciendo y supe (tal vez
porque eso era lo que me convenía) que Clara no iba a quitarse la vida,
no iba a tirarse por el balcón de su casa, no iba a hacer nada.

Poco después me marché, aunque esta vez decidí llamarla por teléfono
cada cierto tiempo, no perder el contacto con una de sus amigas que me
mantendría informado (si bien de manera espaciada) de lo que le fuera
sucediendo. Así supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber,
episodios que en nada contribuían a mi serenidad, historias de las que
un egoísta debe protegerse siempre. Clara volvió al trabajo (las nuevas
pastillas que tomaba obraron milagros en su ánimo) y al poco tiempo, tal
vez como represalia por la baja tan prolongada, la destinaron a una
sucursal de otra ciudad andaluza, no muy lejos de su ciudad. Allí se
dedicó a ir al gimnasio (con treintaicuatro años distaba mucho de ser la
belleza que conocí con diecisiete) y a entablar nuevas amistades. Así
fue como conoció a Paco, divorciado como ella.

No tardaron en casarse. Al principio, Paco ponderaba las fotografías y
las pinturas de Clara ante quien quisiera escucharlo. Y Clara creía que
Paco era una persona inteligente y de buen gusto. Con el tiempo, sin
embargo, Paco dejó de interesarse por los esfuerzos estéticos de Clara y
quiso tener un hijo. Clara tenía treintaicinco años y en principio la
idea no le entusiasmaba, pero acabó cediendo y tuvieron un hijo. Según
Clara, el niño colmaba todos sus anhelos, ésa fue la palabra empleada.
Según sus amigos, cada día estaba peor, lo que en realidad quería decir
bien poco.

En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso, tuve que pasar una
noche en la ciudad de Clara. La llamé desde el hotel, le dije dónde
estaba, concertamos una cita para el día siguiente. Yo hubiera preferido
verla esa misma noche, pero desde nuestro último encuentro Clara, tal
vez con razón, me consideraba una especie de enemigo y no insistí.

Cuando la vi me costó reconocerla. Había engordado y su rostro, pese al
maquillaje, exhibía el estrago más que del tiempo de las frustraciones,
cosa que me sorprendió pues yo en el fondo nunca creí que Clara aspirara
a nada. Y si tú no aspiras a nada, ¿de qué puedes estar frustrado? Su
sonrisa también había experimentado un cambio: antes era cálida y un
poco tonta, la sonrisa al fin y al cabo de una señorita de capital de
provincia, y ahora era una sonrisa mezquina, una sonrisa hiriente en la
que era fácil leer el resentimiento, la rabia, la envidia. Nos besamos
en las mejillas como dos imbéciles y luego nos sentamos y durante un
rato no supimos qué decir. Fui yo quien rompió el silencio. Le pregunté
por su hijo, me dijo que estaba en la guardería y luego me preguntó por
el mío. Está bien, dije. Los dos nos dimos cuenta de que a menos que
hiciéramos algo aquél sería un encuentro de una tristeza insoportable.
¿Cómo me encuentras?, dijo Clara. Sonó como si me pidiera que la
abofeteara. igual que siempre, contesté automáticamente. Recuerdo que
nos tomamos un café y después dimos un paseo por una avenida de plátanos
que conducía directamente a la estación. Mi tren salía dentro de poco.
Pero nos despedimos en la puerta de la estación y nunca más la volví a ver.

Mantuvimos, eso sí, algunas conversaciones telefónicas antes de su
muerte. Solía llamarla cada tres o cuatro meses. Con el tiempo había
aprendido a no tocar jamás los asuntos personales, los asuntos íntimos
en mis charlas con Clara (más o menos de la misma manera en que uno, en
los bares, con los desconocidos, sólo habla de fútbol), así que
hablábamos de la familia, una familia abstracta como un poema cubista,
de la escuela de su hijo, de su trabajo en la empresa, la misma de
siempre, en donde con los años llegó a conocer la vida de cada empleado,
los líos de cada ejecutivo, secretos que la satisfacían de manera acaso
excesiva. En una ocasión intenté sonsacarle algo de su esposo, pero
llegados a ese punto Clara se cerraba en banda. Te mereces lo mejor, le
dije una vez. Es curioso, contestó Clara. ¿Qué es curioso?, dije yo. Es
curioso lo que dices, es curioso que seas precisamente tú quien lo diga,
dijo Clara. Intenté cambiar rápidamente de tema, argüí que se me
acababan las monedas (nunca he tenido teléfono, nunca lo tendré, siempre
llamaba desde una cabina pública), dije adiós precipitadamente y colgué.
Ya no era capaz, me di cuenta, de sostener otra pelea con Clara, ya no
era capaz de escuchar el esbozo de otra de sus innumerables coartadas.

Una noche, hace poco, me dijo que tenía cáncer. Su voz era tan fría como
siempre, la misma voz que me anunció hace años que participaría en un
concurso de belleza, la misma voz que hablaba de su vida con un
desasimiento propio de un mal narrador, imponiendo puntos exclamativos
donde no venían a cuento, enmudeciendo cuando debía haber hablado,
escarbado en la herida. Le pregunté, lo recuerdo, lo recuerdo, si ya
había ido a ver a un médico, como si ella sola (o con la ayuda de Paco)
se lo hubiera diagnosticado. Claro que sí, dijo. Escuché al otro lado
del teléfono algo parecido a un graznido. Se reía. Después hablamos
brevemente de nuestros hijos y después me pidió, estaría sola o
aburrida, que le contara algo de mi vida. Me inventé lo primero que se
me pasó por la cabeza y quedé en llamarla la semana siguiente. Esa noche
dormí muy mal. Encadené una pesadilla tras otra y de pronto me desperté
dando un grito y con la certeza de que Clara me había mentido, que no
tenía cáncer, que le pasaba algo, eso era indudable, desde hacía veinte
años le estaban ocurriendo cosas, todas pequeñas y jodidas, todas llenas
de mierda y sonrientes, pero que no tenía cáncer. Eran las cinco de la
mañana, me levanté y caminé hacia el Paseo Marítimo con el viento a
favor, lo que era extraño pues el viento siempre sopla del mar hacia el
interior del pueblo y pocas veces desde el interior hacia el mar. No me
detuve hasta llegar a la cabina telefónica que está junto a la terraza
de uno de los bares más grandes del Paseo Marítimo. La terraza estaba
desierta, las sillas atadas a las mesas con cadenas, pero en un banco un
poco más allá, casi a la orilla del mar, un vagabundo dormía con las
rodillas levantadas y de tanto en tanto se estremecía como si tuviera
pesadillas.

Pulsé el único teléfono que tenía en mi agenda de la ciudad de Clara que
no era de Clara. Tras mucho rato una voz de mujer contestó la llamada.
Le dije quién era y de pronto ya no pude hablar más. Pensé que colgaría,
pero oí el chasquido de un encendedor y luego los labios aspirando el
humo. ¿Sigues ahí?, dijo la mujer. Sí, dije. ¿Has hablado con Clara? Sí,
dije. ¿Te dijo que estaba enferma de cáncer? Sí, dije. Pues es verdad,
dijo la mujer.

De golpe se me vinieron encima todos los años desde que conocí a Clara,
todo aquello que había sido mi vida y en donde Clara apenas tuvo nada
que ver. No sé qué más dijo la mujer al otro lado del teléfono, a más de
mil kilómetros de distancia, creo que sin querer, como en el poema de
Rubén Darío, me puse a llorar, busqué en mis bolsillos el tabaco,
escuché fragmentos de historias, médicos, operaciones, senos amputados,
discusiones, puntos de vista distintos, deliberaciones, movimientos que
me mostraban a una Clara a la que ya jamás podría conocer, acariciar,
ayudar. Una Clara que jamás me podría salvar.

Cuando colgué el vagabundo estaba a mi lado, a menos de un metro de
distancia. No lo había oído llegar. Era muy alto, demasiado abrigado
para la temporada y me miraba con fijeza, como si fuera corto de vista o
temiera una acción inesperada de mi parte, Yo estaba tan triste que ni
siquiera me asusté, aunque después, cuando volvía por las calles
retorcidas del interior del pueblo, comprendí que por un segundo había
olvidado a Clara y que eso ya no se detendría.

Hablamos muchas veces más. Hubo semanas en que la llamé dos veces al
día, llamadas cortas, ridículas, en donde lo único que quería decir no
se lo podía decir, y entonces hablaba de cualquier cosa, lo primero que
se me venía a la cabeza, nonsenses que esperaba la hicieran sonreír. En
alguna ocasión me puse nostálgico y traté de evocar los días pasados,
pero Clara entonces se recubría con su coraza de hielo y yo no tardaba
en abandonar la nostalgia. Cuando se fue acercando la fecha de su
operación mis llamadas arreciaron. En una ocasión hablé con su hijo. En
otra con Paco. Ambos se veían bien, se les oía bien, menos nerviosos que
yo al menos. Probablemente estoy equivocado. Seguro que lo estoy. Todos
se preocupan por mí, me dijo Clara una tarde. Pensé que se refería a su
marido y a su hijo, pero en realidad el todos abarcaba a mucha más
gente, mucha más de la que yo pudiera pensar, a todos. La tarde anterior
al día que debía hospitalizarse, llamé. Me contestó Paco. Clara no
estaba. Desde hacía dos días nadie sabía nada de ella. Por el tono que
empleó Paco intuí que sospechaba que podía estar conmigo. Se lo dije
francamente: conmigo no está, pero esa noche deseé con todo mi corazón
que Clara apareciera por mi casa. La esperé con las luces encendidas y
al final me dormí en el sofá y soñé con una mujer hermosísima que no era
Clara, una mujer alta, con los pechos pequeños, delgada, con las piernas
largas, los ojos marrones y profundos, una mujer que nunca seria Clara y
que con su presencia la eliminaba, la dejaba reducida a una pobre
cuarentañera temblorosa y perdida.

No vino a mi casa.

Al día siguiente volví a llamar a Paco. Repetí la llamada dos días más
tarde. Clara seguía sin dar señales de vida. La tercera vez que lo llamé
Paco habló de su hijo y se quejó de la actitud de Clara. Todas las
noches me pregunto dónde estará, dijo. Por el tono de su voz, por el
giro que iba tomando la conversación comprendí que necesitaba mi
amistad, la amistad de cualquiera. Pero yo no estaba en condiciones de
brindarle ese consuelo.

Roberto Bolaño