Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Circe: cuento.

Circe

Julio Cortázar

(Bruselas)

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But
while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my
crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the
dead white faces that we comed me in the pit.

Dante Gabriel Rossetti,

The Ochard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de
los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a
tía Sebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la
de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza,
rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de
la farmacia -no, porque yo lo crea, pero si fuese verdad qué horrible"-
y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de
hule. Todos hablaban de, Delia Mañara con un resto de pudor, nada
seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta
limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su
familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido
nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a
los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal, a don Emilio lo
puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios.
A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera
afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para
saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la
muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en
sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas
entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó
un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la
gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como
ustedes, como yo mismo-, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de
cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura
manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los
domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces
Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A
veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco
malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones
brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara
se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que
otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y
Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces
por semana cuando volvia del banco. Era ya verano y Delia quería salir a
veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza
Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vió llegar sin fiestas
-todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario
hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la
sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan
rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara,
se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los
domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde
Héctor la había festejado. Madre Celeste la vió pasar una tarde y cerró
con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, todos
los animales se mostraban siempre sometidos a Delia, no se sabía si era
cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario
notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo.
Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez
contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con
arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía
poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vió dos en una sola
tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano.
Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que
Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada.
Fué entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo
Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un
síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas
coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste
contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre.
Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir
del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto el golpe brutal
contra el escalón fué otro feo detalle. Delia se había quedado adentro,
raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos
estaba cerca de él y fué la primera en gritar. En cambio Héctor murió
solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido
de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia.
Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto
por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para
pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había
sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de su casa. Era siempre una
"visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y
divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir
la escalera de 1a estación Medrano, miraba a veces su mano apretada
contra la seda negra del vestido de Delía. Medía ese blanco sobre negro,
esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los
claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para
Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un
sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o
asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas,
en los patios. Muchos perros rehuyen o aceptan las caricias. Las pocas
líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de
altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió
Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días ... La
gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos
agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el
tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita
para ganarle la noche.

"Perdonáme mi muerte, es imposible que entiendas pero perdonáme, mamá".-
Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al
lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la
madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían
visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el
aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el
aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de
acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un
muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de
manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los
zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y
días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito
entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y
casi en seguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la
carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos dé episodios, se descubría
urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca
pregunté a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces, pensaba si
Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran
raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si
estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e
incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres
cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los
martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia
recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano,
otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca
de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de
bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le
extrañaba pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los
Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una
copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para Mujeres y
que había volcado casi todas las botellas. "A Héctor. . . " empezó
plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se
dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios.
No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y
quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque
acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a
Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con
teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que
escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y
que le traía bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá lleváselos, está en la sala. -Y
lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos
como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando
los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto
turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones,
pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de
nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones.

Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a
describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los
baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la
naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía
Mario, para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos
demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un
cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una
menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que
la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de
abominable repugnancia. "Tire ese bombón", hubiera querido decirle.
"Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca porque está vivo, es un
ratón vivo." Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia
repetir la recta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos
en la caja comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como
burlándose. El se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. "El tercer
novio" pensó raramente. "Decirle así: su tercer novio, pero vivo."

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado de otras historias
que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que
tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido
a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a
sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que
alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los
filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que
Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se
lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy
caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de
Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los
Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso;
Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y
hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara,
ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer
posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de
Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo
esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso
incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y
oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia
de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un
toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un
calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo
bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron
probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba
como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito
violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de
calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba
poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos." Los Mañara la
miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince
días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia. Mario lo supo por unas
palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: "Ella le hizo
muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo
para el corazón." Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la
liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de
Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si
también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones
que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa
de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas
maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que
ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra
blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo
apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose
raramente, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a
aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo
que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la
sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo.
Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente
cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde
lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes,
no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de
encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce, y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del
sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos,
había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que
Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas
preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero
tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los
afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y
sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los
brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a
menta. Mario cerró los ojos, llevado por la necesidad de sentir el
perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más
duro y quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo,
catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como
casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían
hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon
algo porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un
aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se
quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se
apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto
ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca
carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la
puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los
Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la
fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte.
Rolo, vaya y pase,- Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un
espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de
esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la
cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a
medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de
años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin
casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que
ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el
que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los
extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin
comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando
venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y
había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces
por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva,
pequeño milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones Mario obtenía de Delia una promesa de ir
juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y
complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana
del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír
radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de
Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba
triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se
alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería
pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza,
estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vió
una vez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al
laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las
tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los
licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara
nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado
probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba
una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos
escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones
para examinar el relleno. A Mario le divertía el sordo descontento de
Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las
novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca;
una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara
hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la
luz, Mario vió el gato dormido en su rincón, y las cucarachas que huían
por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste
desparramando polvo amarill en los zócalos. Aquella noche los bombones
tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del
sabor) como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota
pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el
zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia mostrándole el bocal con
piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba
con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como
una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que
resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia
atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de
aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de
golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca
"del velorio de Rolo" sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo
nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala.
Nunca habían hablado de eso, Delia parecía querer habituarse y pensar
antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de
golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como
para abrir una puertecita en, el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo- Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en
todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los
hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se
fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo
esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar
una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a
la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los
ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario
besó a Delia, besó a mamá Mañara, y al abrazar fuerte a su futuro suegro
hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar,
pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara
hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos
volvieron a su cuarto, y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia
y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de
citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos.
Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos
miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un
sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en última
hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Solo una honda
desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los
familiares." Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían
aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros
días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que
era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado
por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el
sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso
franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del
rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado
con Delia ni con los Mañara) vino el segundo. En cartulina celeste había
primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: "Yo que usted
tendría cuidado con el escalón de la cancel." Del sobre salió un perfume
vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría
jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de
Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le
dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del
veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban
paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con
el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos
pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas
antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde
claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba
hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al
llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a
ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un
mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo
colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra,
como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a
pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de
Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito
que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño.
Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso
se va juntando...

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que
no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a
decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz-
Antes fue igual, yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le
hizo un gesto vago de despedida y se fué para el Once con la cabeza
gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que
acababa de oir. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a
Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y
sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el
Munich, Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese
silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los
tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara
llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló
de Fola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la
descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de
pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban
la razón sin opinar pero no parecían convencidos. Se acordaron de un
veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el
jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo
que el gato se moriría, tal vez el aceite le prolongara la vida un poco
más. Oyeron a un diarero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a
comprar última Hora. A una muda consulta de Delia fué Mario a apagar las
luces de la sala. Quedó la lámpara en filmesa del rincón, manchando de
amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno al piano
había una luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo
era mejor que mayo si para el casamiento. Esperaba un instante de valor
para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía
cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa
celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso
besarla, la sintió contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama. . .

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo.
No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia
volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da
capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis pero que a
Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron
a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él
era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que
no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto pero rendidos de
sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la
ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina
aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de
vuelta vió a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes
en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en
el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la
mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que
probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban
los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la
bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -Claro que si no
tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran
incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como
suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo
abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia.
Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y
sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el
veredicto, anhelosa la respiración como si todo dependiera de eso, sin
hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra
de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi
un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba
la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera
de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del
bombón pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un
pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el
bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el
cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con
la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del
caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a
sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el
llanto como la noche de Rolo, entonces los dedos de Mario se cerraron en
su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho,
un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por
retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para
que solamente se callara, la de la casa de altos estaría ya escuchando
con miedo y delicia de modo que había que callarla a toda costa. A su
espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas
clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la
casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el
comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y
estaban ahí, contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él
hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el
sofá, convulsa y negra pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron
lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejárselas otra vez y
viva. Igual que Héctor y Rolo se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima
de los Mañara que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por
fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el
llanto de Delia.

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Julio Cortázar

(Bruselas)