Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Adios, cordera: cuento.

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas (Clarín)

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido,
como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el
inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo
del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras
blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible,
eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza
de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con
ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible
a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo
de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca
llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que
había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio
sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa
hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba
con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de
hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento
arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para
Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos,
el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella
no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a
los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en
el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que,
relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda
comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del
telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta,
inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir
en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta
el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación,
podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de
experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y
doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como
una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían
por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención,
sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia,
escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre
el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del
no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y
todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había
picado la mosca.

"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo
eso estaba tan lejos!"

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la
inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el
tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió
por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o
menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina.
Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a
convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que
amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de
frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no
hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza;
acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más
agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo
mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un
recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en
gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada
del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto
ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente
pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao
Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos
del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del
sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños
esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la
noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban
las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas
en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar
algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los
niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce
serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y
horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de
la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un
blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los
dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma
vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto
los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande,
amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un
poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus
formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos,
aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte,
más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta
donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería
a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus
juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para
otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los
imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había
tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años
atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse
como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas
y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de
pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores
altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la
libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que
tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el
narvaso2 para estrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a
Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave
la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría,
cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la
nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres
de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable
para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre
estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas,
soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo,
corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre,
volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del
mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera,
fiel a la gamella5, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y
horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda
postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral
propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que
eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera
vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se
vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que
llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la
Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de
tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban
pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de
cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable,
había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de
ramaje, señalándola como salvación de la familia.

"Cuidadla, es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre
moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo,
que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba
al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta
necesaria no había que decir palabra a los niños. Un sábado de julio, al
ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la
Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y
Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los
dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda,
mio pá6 la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa
opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más
hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos,
cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los
hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él
se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño.
Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los
que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto
echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío
al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta
en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá, pensaba, que yo
no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale."
Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a
emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la
confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor
trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el
de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había
rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le
dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de
llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos
enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso...
Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como
un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por
una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en
flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron.
A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro
aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros
atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las
amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una
merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba
con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del
mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de
Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao,
ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban
Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber
la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a
las caricias como al yugo.

"¡Se iba la vieja!" -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

"Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra
abuela."

Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era
fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como
siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto
antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín
yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban
con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel
mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les
llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del
rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el
comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la
botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba
también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la
vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes.
¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el
yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de
estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería
imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro
labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y
Rosa, sentados sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos
sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos,
miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se
arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían
separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó
como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los
hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste
grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con
un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón,
malhumorado clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos
el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos
setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que
parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán
pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos
melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de
mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su
lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio
en la aldea.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa
fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para
ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un
furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos,
vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños
al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las
picardías del mundo:

-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los
curas... los indianos.

-¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de
aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera
de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos,
para convertirla en manjares de ricos glotones...

-¡Adiós, Cordera!...

-¡Adiós, Cordera!...

* * *

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la
guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los
vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser,
era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba
el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su
hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera,
pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un
instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos
que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los
campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a
morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un
rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su
hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las
ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!...

"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo.
Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma,
carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana
viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que
repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao
Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué
ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no
acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo.
Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un
pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del
pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción
de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz
que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

1 Asturianismo: pastorearla.

2 Cañas y hojas de maíz, sin las mazorcas, con que se alfombraba el
suelo de tierra.

3 Asturianismo: cubrir o alfombrar el suelo.

4 La cría recién nacida.

5 Pareja o yunta de animales -casi siempre bovinos- para arar los campos
y uncidos por el yugo.

6 Asturianismo: mi padre o mi papá.

7 Corral o cercado delantero de una casa campesina.

8 Asturianismo: estiércol o excremento del animal.