Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El abrazo: cuento.
EL ABRAZO
Pasamos aquel día abrazados. Sí, así como suena, casi veinticuatro horas
completas. Todo comenzó el sábado a las seis, cuando nos despertamos. Le
pregunté,
tomándola por los hombros, «¿Qué quieres hacer hoy?» «¡Ay, pasar todo el día
así, abrazada contigo!» Desayunamos tomados de la mano y aún para esas cosas
tan simples como cortar el pan, ella me seguía con su mano, sin desatarse de
mi cuello o poniendo sus brazos alrededor de mi pecho, acariciando mi cabeza
y luego se echaba sobre mi regazo todo el día. Día que se esfumó rápidamente
entre caricias lentas, apasionadas y otras dulzuras que no es el caso
mencionar.
Cuando debió recoger sus cosas y ordenar sus papeles yo la seguí de cerca,
rodeándola por la cintura con mi brazo, estrechándola fuerte, besándola y
cuando
debimos tomar la carretera yo sentía la palma de su mano sobre mi cuello al
conducir, o sobre mi muslo y mi pierna derecha que se resistía a acelerar el
auto y que hubiera deseado frenar y detenerse en una de esas playas que hay
cerca del aeropuerto para zambullirnos y seguir abrazados bajo el agua,
viendo
los aviones partir el cielo con su radiante línea de bruma. Pero su avión
también partía al final de la noche, así que seguimos abrazados bajo los
cocoteros
de la isla. Luego, en los ajetreados vestíbulos de las líneas aéreas,
ignoramos los llamados urgentes que mencionaban su nombre en los
altoparlantes, hasta
que los guardianes de inmigración nos separaron. Cuando ella atravesó las
puertas de seguridad no se volvió para mirarme. Su avión partió a las seis
de
esa mañana. Hasta el último minuto quise imaginar su mano sacudirse y decir
adiós detrás de los cristales. No regresó jamás. Otro amor la esperaba.