Texto publicado por SUEÑOS;

armas futuras:

Armas futuras ;
La guerra online
Por Pablo Capanna (Publicado en Página 12, Argentina)

En el imaginario popular del último siglo, Edison y Tesla quedaron
inmortalizados como los héroes de la tecnología, por lo menos en su
versión más romántica. Al igual que esos “inventores” geniales que
abundaban en las novelas de Julio Verne, parecía que ellos eran
capaces de resolver cualquier problema que se les planteara, desde la
transmisión de la energía hasta la comunicación con el más allá.

En esa epopeya, Edison era quien encarnaba la voluntad y el poder del
capital. Por su parte Tesla, un hombre cuya leyenda crecería hasta
perderse en las seudociencias, interpretaba el papel del genio
incomprendido y a veces engañado por los poderosos.

Entre los vaticinios que cada tanto formulaban los dos ante la prensa,
Edison solía prometer el Arma Final, que sería tan terrible como para
impedir cualquier guerra futura; por supuesto, estaría en las mejores
manos, las de los Estados Unidos.

A Tesla le gustaba presentarse como pacifista, pero no dejaba de tener
sus armas secretas. Cuando lo entrevistó la revista Science &
Invention para su número de febrero 1922, pronosticó que la guerra
futura sería “una competencia entre máquinas”, una suerte de
espectáculo donde no habría bajas humanas. Entre otras cosas, Tesla
había incursionado en la robótica, diseñando máquinas y hasta
submarinos telecomandados, y eso era lo que recomendaba desarrollar.
Frank Paul, el gran dibujante de las revistas de Gernsback, se había
encargado de ilustrar la nota con una escena de combate entre máquinas
terrestres y aéreas, que por supuesto obtenían energía de una torre de
Tesla.

El tiempo ha visto cómo se realizaban algunas de las fantasías de
Edison y de Tesla. En cuanto a la automatización, hemos llegado a
superar todo lo que ellos podían imaginar con los recursos de su
tiempo. Pero si bien las máquinas de matar o espiar de hoy pueden ser
tan inteligentes como implacables, no las hemos visto luchar entre sí,
a la manera deportiva. Se las sigue usando contra los seres humanos,
tan frágiles y baratos como siempre. Y, sin embargo, hasta esas
máquinas pueden ser muy frágiles en este mundo informatizado donde el
silicio puede más que el acero.

Aeromodelismo militar

Las potencias de hoy cuentan con toda una gama de armas automatizadas
y hasta autónomas que parece haber excedido todas las previsiones de
los escritores de ciencia ficción, incluyendo las exageraciones de los
que pretendían ser satíricos. Cuando los generales salen de compras,
las armas que los seducen son las que todavía no estén al alcance de
cualquiera. Las estrellas del mercado son esos aviones sin piloto que
se conocen como drones (“zánganos”). Se distinguen de los misiles de
crucero, que cuentan con los mismos recursos robóticos, porque éstos
se destruyen cuando alcanzan el blanco, y los drones pueden ser
recuperados para otras misiones.

Muchos de estos aviones son dirigidos por control remoto. Pero también
los hay autónomos, que son capaces de despegar, ir a su objetivo,
volver y aterrizar contando sólo con sus programas.

Históricamente, los primeros drones fueron modelos a escala con
control remoto, similares a los que arman los aeromodelistas. Fueron
usados durante la Segunda Guerra Mundial, para entrenar a los soldados
que operaban las baterías antiaéreas.

Los drones renacieron para la Guerra del Golfo, contando ahora con una
tecnología de otro orden. Se multiplicaron durante los conflictos
balcánicos, y fueron ampliamente usados por Estados Unidos en todas
sus guerras (declaradas o no) en Irak, Afganistán y Pakistán. Son
aviones remotos para guerras remotas, que espían y matan por control
remoto. En el Golfo Pérsico también se han empleado drones submarinos,
como los que imaginó Tesla.

Considerados desde un punto de vista puramente técnico, los drones
tienen gran utilidad para las tareas de observación y para aquellas
otras sucias, tediosas o peligrosas, especialmente cuando se trata de
sobrevolar ambientes contaminados, tóxicos o radiactivos. Nadie
objetará que se los utilice para combatir al narcotráfico, pero las
cosas comienzan a ponerse menos claras cuando se habla de
contrainsurgencia o terrorismo. Mucho más cuando nos enteramos de que
se los emplea para combatir a pobres desarmados en busca de trabajo,
por ejemplo para esa vigilancia costera que intenta rechazar a los
inmigrantes africanos de Europa. En Estados Unidos, las operaciones
con drones Reaper permitieron detener unos doscientos narcos en los
últimos años, pero también apresar a nada menos que cinco mil
indocumentados.

Pasen y vean

Si hay algo que aún frena la expansión de los drones es su elevado
coste. Pero eso, como suele ocurrir con la tecnología, es algo que
puede llegar a bajar. Un helicóptero artillado de los convencionales
sale por menos de dos millones de dólares, pero un drone Firescout
alcanza los cincuenta. Ocurre que un solo piloto humano es más barato
que ese combo que incluye el avión, la estación de control, el enlace
satelital y el equipo de operadores.

El modelo iraní

Entre los más grandes y más caros se cuentan el Predator, con alas de
ocho metros, y el Reaper, que tiene una envergadura de once y está
equipado con misiles Hellfire. El mayor de todos es el Global Hawk.
Sus alas miden 35 m., pero no tiene ninguna ventanilla, porque a bordo
no viaja nadie. A todos ellos les han puesto nombres fanfarrones, como
Depredador, Segador, Aguila Global, Fuego del Infierno, lo cual nos da
una idea de sus intenciones.

En el otro extremo están las miniaturas, que parecen juguetes, pero
están atiborradas de material electrónico. Son ideales para el
espionaje, y por lo general tienen nombres más inocuos que sus
hermanos mayores: el Butterfly (mariposa) que producen los israelíes
tiene un peso de 20 gramos, el Hummingbird (colibrí) pesa 18 y el Wasp
(avispa) sólo medio kilo. Quizás haya que combatirlos con aerosoles
insecticidas o cazarlos con palmetas y papel matamoscas.

El setenta por ciento de la flota mundial de drones pertenece a los
Estados Unidos. Como no necesitan bases muy conspicuas, los aviones
robots son operados desde puestos de control muy discretos ubicados en
lugares como Etiopía o las islas Seychelles.

Irán ya ha copiado algunos aparatos norteamericanos que logró
capturar, Hezbolá ya cuenta con ellos y Chávez anunció la producción
de un prototipo venezolano. Los Estados Unidos ya no son los únicos:
Polonia se dispone a comprar doscientos drones, treinta de ellos
armados, para reemplazar a los viejos cazas de fabricación soviética
que desplegaba para su defensa.

El paso más grande se está comenzando a dar con la difusión de estos
vehículos en la actividad privada. Para el año próximo se estima que
ya habrá quien los use para fines comerciales inocuos, como supervisar
una plantación, y no tan inocuos, como hacer espionaje industrial. Aún
falta saber qué ocurrirá cuando su uso se generalice y abarate. Los
drones permitirán ofrecer servicios que van desde el seguimiento de
parejas infieles hasta el espionaje de deudores morosos, filmaciones
extorsivas y grabación de conversaciones secretas.

Colaterales y perversos

Uno de los principales temores que inspiran los drones es que la
inteligencia artificial de la cual están dotados puede llegar a
decidir cuáles son los mejores objetivos y ponerse a atacarlos por su
propia cuenta. De hecho, los marines que están desplegados en zonas de
combate de Afganistán temen que algún día los drones se descontrolen y
empiecen a tirarles a ellos.

Sin llegar a pensar en algo tan al estilo Frankenstein, las
situaciones que se dan pueden ser bastante extrañas. Ocurre que los
drones transmiten información a un satélite militar, para lo cual se
manejan mediante un enlace satelital, que puede ser hackeado. Quizá
Internet pueda ser el nuevo campo de batalla, como quedó probado
cuando un grupo de insurgentes de Hezbolá logró apoderarse de la señal
con la cual se manejaban los Predators y los puso fuera de combate,
porque descubrió que por un rato se habían olvidado de encriptar los
mensajes. Lo más ridículo fue que pudieron hacerlo gracias a un
programa de origen ruso que se llama SkyGrabber. Sólo vale veintiséis
dólares, puede bajarse de la red y hasta se lo piratea.

Más absurdo aún fue el ataque de virus que sufrió una base de la
Fuerza Aérea en Nevada y llegó a inmovilizar a toda una flotilla de
Predators en 2011. En este caso, no hubo ataque enemigo sino apenas
contagio, algo bastante difícil, porque se supone que las armas
secretas no están conectadas a la Internet pública. Casi seguramente
el contagio fue provocado por el uso de discos y otros soportes que
cargaba el personal por su cuenta.

El joystick y el gatillo

Por lo general, el equipo que opera los drones se compone de un
“piloto”, que dirige su vuelo, un operador de cámaras y sensores que
también puede ser artillero, y un tercero que hace de enlace con la
fuerza que requiere el servicio.

Uno de los represores argentinos que declararon en el Juicio a las
Juntas dijo que se había limitado a disparar contra el blanco que le
había asignado la superioridad: se había programado para no ver más
que eso. Los operadores de drones están en una situación quizá peor,
porque ni siquiera están cerca de sus víctimas. Están seguros, se
encuentran a miles de kilómetros del blanco y para ellos todo es un
videojuego. El distanciamiento es total; no hay peligro, sangre,
miedo, ni dolor: todo consiste en acertarle a una manchita que se
mueve y gritar ¡bingo! cuando cae un ser humano. Lo que todavía causa
asombro, y nos da cuenta de que aún tienen alguna sensibilidad ética,
es que sufren estrés postraumático, igual que los combatientes, según
atestiguan los psicólogos, capellanes y médicos que los atienden.

Desde que a Obama le adelantaron el Premio Nobel por las hipotéticas
contribuciones que iba a hacer a la paz mundial, docenas de vehículos
aéreos no tripulados estuvieron realizando centenares de operaciones
en Pakistán. Según un informe del Washington Post mataron a más de dos
mil civiles “sospechosos”.

En Afganistán, donde el conflicto es más agudo, los sicarios voladores
identificados vienen matando diez civiles por cada combatiente, la
mayoría por el pecado de ser solidarios. El distanciamiento hace la
guerra tan impersonal que un operador puede estar espiando desde el
aire a la aldea donde sabe que se oculta un terrorista. Durante horas
puede estar observándolo ir y venir, comer con su familia y jugar con
sus hijos. Cuando le dispara y ve cómo acuden en su auxilio los
rescatistas, los vecinos y familiares, suele tentarse de barrerlos con
una ráfaga desde el aire, violando todas las reglas que penosamente se
fueron estableciendo desde la creación de la Cruz Roja.

Para anestesiar la conciencia moral de los soldados, en la Gran Guerra
los emborrachaban antes de mandarlos a una carga de bayoneta calada.
En Vietnam los drogaban. Ahora se los ciega moralmente borrándoles los
límites entre el mundo real y el virtual. Cualquiera puede tener el
mouse o el joystick fácil si se trata de matar a alguien que sólo
parece ser un personaje de un juego. Las torturas de la cárcel de Abu
Ghraib, durante la invasión a Irán, tenían el mismo aire de irrealidad
perversa. Quienes las infligían muy probablemente se habían formado
viendo pornografía sadomasoquista, donde se finge el dolor para goce
de mentes enfermas, pero no estaban en condiciones de darse cuenta.
Jugaban con sus víctimas un siniestro juego de humillaciones con una
amoralidad pocas veces vista, que quizá facilitaría una buena ración
de drogas.

Por cierto, ninguna guerra es buena, pero quizás haya que lamentar que
las guerras de robots hayan quedado relegadas a las películas o a las
ferias de ciencias del colegio. Estos robots reales no son como los de
ficción; no sólo son capaces de destruir vidas sin mancharse de
sangre, sino también de anestesiar las conciencias.
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