Texto publicado por Miguel de Portugalete

Los más desafortunados de este mundo son los pesimistas

Andrea Hirata, cuya vida novelada se ha traducido a 23 idiomas
Nací más o menos hace 27 años: en Belitong -una isla diminuta de Indonesia-
no había registros. Tras vivir en París y Gran Bretaña he vuelto a casa.
Estoy licenciado en Económicas. Todos los niños del mundo deberían poder
estudiar; en Belitong fue una proeza. Soy musulmán.

Bendito entusiasmo.

Un viejo maestro y una joven entusiasta de la educación montaron una escuela
en una isla de Indonesia que apenas aparece en los mapas y sin educación
pública. Las condiciones del Gobierno para que permaneciera abierta eran que
no le costara ni un duro y que contara como mínimo con diez alumnos. Tras
siete años de estudio, sólo uno de esos niños descalzos consiguió ir a la
universidad, pero el talante de aquellos dos maestros y sus diez alumnos
cambió para siempre la historia de Belitong, que hoy recibe miles de
turistas al año en busca de las ruinas de la escuela. Andrea escribió su
extraordinaria historia, La tropa del arco iris (Temas de Hoy).

Mi diminuta isla era rica en estaño, pero durante cien años lo explotó una
gran compañía foránea, la PN.

¿Dos mundos?
Sí. Los trabajadores de la PN, con sus instalaciones deportivas, sus casas
coloniales y su escuela. Y los nativos, hijos y nietos de analfabetos, niños
descalzos y harapientos que no teníamos derecho a la educación.

¿Ocurrió un milagro?
Sí, con nombre y apellido: se llamaban el viejo maestro Park Arga y la joven
Bu Mus, que habilitaron un cochambroso colegio de madera en el que llovía
dentro.
...
Eran personas tan excepcionales que hicieron de esa choza un lugar de
conocimiento, así que quien tenía paraguas lo abría y quien no, aguantaba.
Bu Mus se cubría la cabeza con unas hojas de platanero. Teníamos cuatro
meses
de lluvia, pero nadie se movía.

¿No había otra escuela pública?
No, y para el Gobierno era más sencillo que permaneciera cerrada; así que el
inspector Salamikum estaba lleno de exigencias. Añada a eso que bajo los
tablones del aula había un rico yacimiento. Si de los diez alumnos que
acudíamos fallaba uno, la cerraban.

Usted y sus nueve amigos.
Nueve niños y una niña (cuyos hijos han ido todos a la universidad). Nadie
creía en la educación, nuestro futuro estaba escrito: miseria. Ni Park Arfa,
que se ganaba la vida como agricultor, ni Bu Mus, que lo hacía como
costurera, cobraban por darnos clase.

¿Cuántos de ustedes fueron a la universidad?
Yo fui el único, el resto sigue en la isla. Algunos son mineros y otros
agricultores, pero todos han salido de la pobreza. En cuanto a mí, puedo
asegurarle que de todos mis años de estudio, la mejor educación, la más
impactante, ha sido la de esa escuela.

¿Por qué?
Desde el primer día los profesores me hicieron sentir que educarse es
celebrar la vida. Bu Mus consiguió que nos enamoráramos del reto de saber.
Mi compañero de pupitre, Linsang, el más brillante de todos, me hizo
prometerle que alguno de los dos llegaría a la universidad.

¿Qué le hacía brillar?
Era un genio de las matemáticas. Cada día pedaleaba 80 kilómetros para ir a
la escuela atravesando un río lleno de cocodrilos. Jamás faltó. Pero vivían
14 en una choza diminuta y los únicos que podían trabajar eran su padre y
él: tuvo que abandonar.

¿Y el material escolar?
Nuestros padres nos compraban tres cuadernos por curso. Para sumar teníamos
cada uno un puñado de ramitas. La pizarra era el suelo de tierra. Pero el
orgullo que sentía Bu Mus (que tenía 15 años) por ser maestra y su pasión
por enseñar se convertían día a día en nuestra pasión por aprender.

Qué grande, Bu Mus.
Éramos su razón de ser y ella nos transmitía esa energía de la alegría de
aprender. Hoy sé que tener o no tener tiza u ordenadores es lo de menos. Los
problemas complejos se convertían en desafíos; la aritmética difícil, en un
entretenimiento. Las hojas de periódico sucias en las que envolvían el
pescado eran tesoros de lectura.

Su entusiasmo es contagioso.
Gracias a él conseguimos ganar el Concurso Académico. Vencimos a la escuela
de la PN, con sus magníficos libros y profesores venidos de fuera. Claro que
teníamos al genio de Linsang y la creatividad de Mahar, que nos llevó a
ganar también el premio de carnaval. ¿Cuántas mentes brillantes como las
suyas estarán enterradas en la pobreza?

Eso da mucha rabia.
Sufríamos una baja autoestima con carácter agudo por la discriminación
sistemática y la marginación en la que vivíamos. Por eso ganar aquel
concurso, algo impensable, fue crucial para la población: empezó a creer en
nuestra escuela, y esa creencia en la educación ha permanecido.

Recobraron la dignidad.
Sí, tan pisoteada. Para Park Arfa el secreto del conocimiento era valorarse
uno mismo, y su enseñanza era el gozo del estudio. Aquella mentalidad nos
hizo estar agradecidos aun en la pobreza.

¿Qué fue lo difícil en su vida?
He tenido muchísimas dificultades en mi vida, pero quizá lo más difícil fue
poner en práctica lo que me enseñaron mis profesores: intentar dar el máximo
posible en lugar de recibir el máximo posible. He creado una escuela
gratuita en mi isla.

Los precios del estaño acabaron desplomándose.
... Y la grandeza de la PN y su escuela se las tragó la tierra. Luego los
nativos cribaron el estaño con sus propias manos y abrieron nuevas escuelas.
No fue una gran corporación ni el Gobierno quienes lograron restablecer la
educación como un derecho fundamental. Fue la propia gente pobre.

Es alentador.
A nuestra escuela literalmente se la llevó el viento, pero su espíritu ha
permanecido. Allá donde voy lo veo: los más desafortunados de este mundo son
los pesimistas.

Ima Sanchís.
LaVanguardia.