Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El suicida: cuento.

El suicida

Enrique Anderson Imbert (Argentina)

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo
que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los
amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno. ¡Estaba
tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra
hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma
era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el
veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la
sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas
y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y
curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco
hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó la cuchilla de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando
navajazos. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia
como el agua, y las carnes recobraban su lisitud como el agua después
que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón, y antes de tirarse pudo ver en la calle el
tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados,
entre las llamas de la ciudad incendiada.