Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La última batalla: cuento.

La última batalla

Rosa Chacel (España)

Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina, alrededor del
Profeta.

-Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su
existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra,
porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es
misericordioso.

-¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?

-Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la
tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que
no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase
de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen
armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os
basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de
vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!

-Danos una señal y creeremos.

Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo
y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó
que repartiesen los trozos por las colinas.

Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la
miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las
cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus
nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto
a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.

La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al
volver a colgarse el sable a la cintura le quedase en el brazo el
recuerdo de cien golpes.

El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra,
innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas.

Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de
la colina.

-¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por
alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido?

-¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda?

-¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a
ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante
alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hubierais
podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga.

-Danos una señal y creeremos. Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un
águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, guardó
consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados
por los valles.

Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y
cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres
aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió.

El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.

Los que estaban próximos se inclinaron para ver morir la cabeza del
águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la
esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su
propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la
muerte!

Su irrevocable fealdad, su amargura, fue transformando los rasgos de
aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y
el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó
descamado en las comisuras, acerbamente.

Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el
Profeta, señalándolas, recobró el aliento para exhortar a los creyentes
a la lucha.

La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta
infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas.

El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas
ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes
alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y
nuevamente fueron corroborados.

Esta vez el Profeta tomó sólo tres aves y no volvieron más que dos: el
pavo no volvió.

La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una
joya que pudiera marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.

Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su
inocencia intacta, y arengó a los creyentes.

Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos
armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los
caballos de los infieles.

Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes
sólo lograron cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles,
volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe.

Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron
a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante
murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos
aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos
nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió,
transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche,
en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la
piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos
que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.

El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la ardiente
fidelidad de su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los
caballos apagó su voz.

La lucha fue larga y horrorosa. Los creyentes sólo podían exterminar
cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches
como una catarata de sangre.

Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta
las gradas del Templo del Dios único.

El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse
en la colina junto al Profeta. La duda volvió a pedir, y el Santo quiso
otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave.

Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta
pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces,
y el gallo no vino.

La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos
dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el
pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por
donde ya no pasaría más que el silencio.

¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a
los labios del Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos
y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas
dejar paso. Así, pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que
brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho.

Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre
iguales: cada uno de ellos no podía exterminar más que a uno de los
otros. Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían
creído. Réprobos contra réprobos, luchando eternamente, traspasándose,
mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no
pudieran fundirse.

De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor
se penetraban y envolvían el mundo.

Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir
sus espadas en los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no
eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una desnuda
ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, sólo por el dolor,
podían recordar la vida.

Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y
seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada
sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la condenación,
en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera
en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal
penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los
ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra
el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la
carroña en el páramo engendran el mal.

Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las
de los muertos, las de los vivos. Inermes, estériles, pronunciando sólo
la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio.

Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de
giros, en superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta
que, al fin, un día -en medio de la irrevocable noche- dos solos,
únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera
calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente su dolor que
durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día
inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!