Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Entonces: cuento.

Entonces

Juan Carlos Botero (Colombia)

Para Manuel José Cepeda

...el olvidado asombro de estar vivos...

OCTAVIO PAZ

Entonces -y sólo entonces- se sentó.

***

Entonces -y sólo entonces, porque tan pronto acomodaron los maletines
con los equipos de buceo en el interior de la lancha, y abrieron las
cremalleras y sacaron las aletas, las máscaras, los cuchillos, los
fusiles y los cinturones de lastre, distribuyendo cada cosa en los
distintos compartimentos ubicados debajo de las sillas, y ordenaron los
chalecos con los arneses en un rincón donde no estorbaran, y colocaron
los cuatro tanques de aire comprimido de pie, apoyados contra las
paredes del casco y asegurándolos con elásticos para evitar que en el
trayecto de saltos y brincos se soltaran o chocaran los unos con los
otros, no vacilaron en poner en marcha los dos motores fuera de borda, y
mientras Natalia soltaba amarras y recogía los cabos y las defensas,
Alejandro tomó posición detrás del timón y empezó a maniobrar, apartando
el casco del muelle con cautela, y apenas vio que estaban sueltos,
libres, desatados, hundió los aceleradores hasta el fondo y en un par de
segundos la proa estaba en alto como un animal encabritado y la lancha
cruzaba el agua a toda velocidad, dejando una estela blanca y expansiva,
de modo que no habían tenido siquiera una pausa para descansar, pero aun
así no les importó, porque tan pronto sortearon la boca de la bahía,
serpenteando entre las sombras de los arrecifes que se adivinaban bajo
la superficie, salieron mar afuera, y los dos se dieron cuenta de que
estaban tan entusiasmados con la idea de llegar al Blue Hole que se
habían olvidado de lo que minutos antes se habían propuesto, reposar a
la sombra de una palmera, sacar una bebida de la neverita de icopor,
quizás fumarse un cigarrillo antes de zarpar, pero eso tampoco les
importó, pues llevaban más de una semana esperando que cayera la brisa
para darle la vuelta a la isla y bucear en aquel lugar, aunque eran
conscientes de que lo usual durante ese mes de vientos intensos era que
la brisa se mantuviera indefinidamente despierta y furiosa, y también
sabían que, en esas condiciones, anclar en cualquier lugar del otro lado
de la isla y más aún en la punta del sur sería sencillamente imposible,
pues en el momento menos pensado se podría soltar el ancla o romper el
cabo, y en cuestión de segundos el oleaje empujaría la lancha contra la
costa y el casco reventaría en astillas contra los escollos, en cambio
cuando despertaron aquella mañana y desde la ventana de la alcoba vieron
que el mar había amanecido en calma, y un viento tibio apenas rozaba las
sábanas, y las hojas de las palmeras escasamente se movían emitiendo un
ligero sonido de susurros, sin pensarlo dos veces se alistaron deprisa,
buscaron en el garaje los maletines con los equipos de buceo, los
metieron sin cuidado en la parte de atrás de la camioneta y se
dirigieron por el camino de tierra que bordeaba el mar a la ensenada
donde yacía la lancha atracada en el muelle abandonado, y ahora que
surcaban las olas extendidas y pasaban la primera punta de la isla,
ambos sonrieron porque sabían que la decisión había sido correcta, pues
el océano infinito carecía de crestas blancas y el cielo azul
resplandecía sin nubes, de manera que parecía una mañana perfecta para
bucear, y aunque el sol seguramente ardía con fuerza ni siquiera lo
sentían debido a la brisa de la lancha en movimiento, pero de todas
formas Natalia prefirió sacar de su bolso una crema protectora y después
de aplicársela en el rostro esparció un poco sobre los hombros de
Alejandro, y tan pronto terminó se dedicó a ordenar el interior del
bote, enrollando las cuerdas y ajustando los cabos, y cuando Alejandro
vio que los pasillos habían quedado despejados, sonrió y le dijo,
comunicándose a gritos por encima del rugido de los motores, que sería
mejor que alistara su equipo para tenerlo a la mano, ya que así podrían
llegar al lugar indicado y proceder a anclar sin tardar en lanzarse al
agua, pues por experiencia él sabía que preparar el equipo con el bote
anclado, en ese sitio donde siempre había algo de oleaje, era la forma
más segura de marearse, entonces la vio sacar sus cosas de los distintos
compartimentos y escoger uno de los tanques, al cual le ajustó el arnés
con el chaleco, apretando las correas con fuerza para que no se fuera a
soltar, en seguida le atornilló el regulador, abrió la llave y la
manguera se enderezó como si hubiese resucitado, y luego de comprobar en
el manómetro la cantidad de aire que tenía disponible, buscó un cinturón
con el lastre requerido, se aseguró el cuchillo a la pantorrilla y
escupió varias veces dentro de la máscara, frotando la saliva alrededor
del cristal, hasta que finalmente estuvo lista, entonces Alejandro le
pidió que tomara el timón para que él también organizara su equipo, le
indicó el rumbo y la distancia que debía mantener entre la lancha y la
costa, la besó de paso en la mejilla y luego comenzó a preparar sus
cosas, tal como lo había hecho Natalia, pero él se apresuró un poco más
porque sabía que en contados minutos llegarían al extremo de la isla y
allí el reencuentro de las aguas de ambos costados, sin que importase el
día o el mes del año, generaba un encrespado choque de corrientes, lo
que hacía que aquella punta fuera siempre la más difícil de sortear, así
que apenas le alcanzó el tiempo para dejar su equipo listo y retomar el
timón, entonces disminuyó la velocidad de los motores para que la proa
no se fuera a golpear contra las crestas de las olas, y de esa forma,
lenta y cuidadosamente, rodearon la costa, subiendo y bajando, cuando de
pronto apareció el otro lado de la isla en todo su esplendor, vasto y
magnífico, con la cinta inclinada de playa que se extendía, blanca e
intensa, hasta el otro extremo, la paralela muralla de cocoteros, altos
y encorvados, asomados al mar, la colcha de brumas estancadas
desvaneciendo sobre la copa de las palmeras, y la pared zigzagueante del
arrecife que protegía aquel costado de la inclemente embestida del mar
abierto, y mientras Natalia observaba el paisaje al lado de su novio con
el brazo alrededor de su cintura, Alejandro orientó la lancha hacia el
naufragio que los marineros empleaban como una especie de faro muerto
para señalar el final del arrecife, y los pescadores también empleaban,
dada su cercanía, como punto de referencia para señalar la ubicación del
estupendo sitio de pesca, el famoso Blue Hole, aquel naufragio que en
realidad no era más que el oxidado esqueleto de un carguero encallado
durante una densa noche de neblinas, y aunque en esa ocasión la
tripulación entera se había salvado nadando hasta la costa, algunos
decían que en los atardeceres el capitán aún hacía vigilia desde la
playa de enfrente, como si quisiera seguir el desastre hasta lo último,
presenciar el lento e implacable cataclismo de su nave hasta que no
quedaran vestigios del accidente, y en efecto allí sobresalía el ruinoso
costillar lamido por las olas, cubierto con crustáceos y coronado de
aves que chillaban a su alrededor como si fuera un gigantesco nido de
hierros corroídos, entonces Alejandro arrimó la lancha con destreza,
maniobró hasta dejar la proa de cara al viento, esquivó un arbusto de
corales que apenas se distinguía bajo la espumosa superficie, y cuando
estimó que estaban bien ubicados, lo suficientemente distantes del
naufragio y al pie de la primera caída de veinte o treinta pies de
profundidad, le dijo a Natalia que soltara el ancla, y tan pronto sonó
el splas del rezón como una cachetada en el agua, nuevamente cambiaron
de puesto y la muchacha tomó el gobierno para mantener el bote en
posición mientras Alejandro brincaba a la proa para comprobar que el
ancla había llegado al fondo, y desde allí jaló la cuerda repetidas
veces, la sostuvo un buen rato entre las manos y cuando la sintió
templada y advirtió que, con respecto a la costa la lancha bamboleaba
pero no se desplazaba de su sitio, anudó el cabo a la cornamusa de la
proa y le dijo a Natalia, frotándose las manos del entusiasmo, bueno,
bajemos ya antes de que vuelva a cambiar el tiempo, pero primero se
besaron largamente y luego, sin más demoras, apagaron los motores y
comenzaron a ponerse los equipos, entonces se ajustaron los cinturones
de pesas, se colocaron los tanques, se calzaron las aletas, se pusieron
las máscaras, Alejandro tomó por precaución un fusil de cauchos, se
acomodaron en la borda de la lancha, el uno frente al otro, y se dejaron
caer al mismo tiempo de espaldas al agua, hundiéndose de inmediato para
evitar el vaivén de las olas e incluso un posible golpe de cabeza contra
el casco, y como siempre les sucedía al bucear la magia del mar los
envolvió al instante, pues experimentaron un cambio repentino y radical,
como si hubieran ingresado en un mundo dramáticamente distinto, sereno y
calmado, desconcertante en su silencio, donde sólo se mecían las algas y
la corriente empujaba ligeramente algunos pececitos de colores, pero a
pesar de que el fondo estuviera en relativa calma, Alejandro no vaciló
en nadar hasta el ancla para asegurarse de que las uñas del rezón
estuvieran firmemente prendidas de las rocas, y mientras que él
inspeccionaba el hierro, tirando de la cadena y verificando que no se
fuera a soltar durante la inmersión, Natalia alzó la cabeza y siguió con
los ojos muy abiertos la soga estirada que ascendía en diagonal hacia la
superficie, hacia la silueta del casco que subía y bajaba, chocando
entre burbujas contra las olas vistas por debajo, y cuando Alejandro se
dio por satisfecho y le hizo la señal a Natalia uniendo el pulgar con el
índice, procedieron a nadar hacia el remoto y túrbido borde del
precipicio, pataleando suavemente, nivelando el peso del cuerpo con
infladas cortas al chaleco, revisando de cuando en cuando los cristales
del profundímetro y del manómetro, cada uno fijándose en el otro, en que
tuviera todo bien puesto, y al cabo de unos minutos, casi sin darse
cuenta, llegaron al vertiginoso cantil del Blue Hole, y sin ponerse de
acuerdo los dos se detuvieron, deslumbrados ante el imponente abismo y
la repentina transparencia, frente a ese azul turquesa que se disolvía
en sí mismo y se oscurecía en una profundidad insondable y progresiva,
ambos quietos, estáticos, asomados al hondísimo vacío que parecía
reclamarlos, escuchando aquel silencio resonante agujereado por la
ocasional explosión de burbujas, observando bajo sus narices la
formidable pared de coral que se precipitaba perfectamente vertical, con
algunas rocas monumentales como garrotes colosales que se desprendían
del costado y la cantidad abrumadora de peces que entraba y salía a
distintas alturas por huecos incontables, y así permanecieron un largo
tiempo, recostados sobre el filo del precipicio, atónitos, inmóviles,
apreciando la claridad y la calidez del mar Caribe, hasta que por fin
parecieron reaccionar como si hubieran despertado de un encanto,
entonces empezaron a descender, pero en vez de hundirse de cabeza
simplemente se apartaron, se retiraron del inicio del declive con un
paso hacia adelante y se dejaron caer de pies, jalonados hacia abajo por
el peso del lastre, moviendo apenas los brazos, las piernas, resbalando
lentamente hacia el fondo, apretando y soplando por las narices para
aliviar la presión de los oídos, contemplando, al caer, la inmensa
muralla de coral que ascendía y descendía tan grande como la fachada de
una catedral, asomándose a las infinitas grutas y ranuras, a los hoyos y
agujeros poblados de vida y movimiento, de destellos y colores
fluorescentes, excitados con la adrenalina bombeando y el corazón
retumbando en su pecho, y a lo largo de ese paulatino e hipnotizante
trayecto hacia el fondo, sorprendieron a las chernas encuevadas que los
miraban de frente con las agallas oscilantes, a las morenas enroscadas y
boquiabiertas, a los pargos que se alejaban estudiándolos de reojo, a
los erizos que ofrecían sus frágiles alfileres, a las cabrillas que se
camuflaban y perdían en el contorno, a las barracudas con su jeta de
perro feroz que se acercaban como troncos de plata y de pronto
desaparecían sin rastro, a las langostas aferradas a las rocas con sus
paticas de insecto tijereteando el agua con sus delicadas antenas, y por
supuesto estaban tan absortos, tan fascinados con la fauna y el paisaje,
que no se dieron cuenta de que estaban a punto de tocar fondo, de llegar
al suelo de arena, fantasmal en su azulosa blancura, allí donde las
agujas de los profundímetros marcaban poco menos de doscientos pies, sin
embargo no se alarmaron y más bien se dejaron desplomar levemente hasta
aterrizar parados en el lecho marino, levantando nubes de arena en torno
de las aletas, entonces alzaron la vista y examinaron la intimidante
pared de corales vivos que ascendía como un rascacielos hacia la
indistinguible superficie, y se voltearon y observaron el suelo de
arena, tapizado con pequeñas dunas como pliegues en una sábana mal
estirada, el suelo que, treinta metros más allá, se inclinaba y volvía a
caer, prolongando el abismo sin que nadie supiera a ciencia cierta hasta
qué profundidad, entonces Alejandro le mostró a Natalia su mano abierta
para indicarle que realizarían una parada no mayor de cinco minutos, y
estaban en esas cuando vieron un par de jureles grandes que se dirigían
hacia ellos, sin duda atraídos por el cavernoso gorgoteo de las
burbujas, finos como atunes con los lomos de nácar y relumbres azules,
pero además sorprendentemente dóciles y curiosos, lo que les pareció
divertido porque los peces se pusieron a juguetear con Alejandro,
mariposeando en torno de su máscara e incluso mordisqueándole los brazos
y los hombros, hasta el punto de que se vio obligado a alejarlos, a
apartarlos con las manos, así que ahuyentó uno y empujó otro, y en medio
de esa inofensiva danza de maromas y piruetas ocurrió el accidente, pues
sin proponérselo Alejandro ensartó al mayor con la punta del arpón y el
pez pareció despertar con una descarga eléctrica, tirando y luchando,
tratando de zafarse desesperadamente, soltando nubes de sangre que, a
esa profundidad, no era roja sino verde, y Alejandro, con evidente pena,
acercó el animal y lo terminó de atravesar para acabar con su agonía de
una vez por todas, pero el jurel resistió, extrajo aparatosamente la
varilla del fusil y quedó atado por la cuerda del arpón, dando vueltas
en convulsiones, dejando temblorosas espirales de sangre y peleando con
sus últimas fuerzas, de modo que, para aquietarlo, Alejandro lo volvió a
acercar recogiendo la cuerda y con los dedos lo prensó de los ojos,
sosteniéndolo mientras manoteaba con la otra mano para despejar la
niebla de sangre, y al cabo de sus espasmos finales el animal se fue
calmando hasta que se detuvo por completo, sin embargo, cuando Alejandro
trató de desatornillar la punta del arpón con el fin de sacar la
varilla, para su sorpresa la sintió dura, atascada, quizás pegada por el
óxido y la sal, en todo caso, después de ensayar de nuevo hasta que
pensó que se le iban a desportillar los dientes del esfuerzo, se vio
forzado a entregarle el arpón a Natalia para que ella lo sujetara con
ambas manos mientras él bregaría con la punta, entonces se colocó de
frente a la muchacha para estar más cómodo, de espaldas al mar abierto,
pero en el momento en que intentó hacer presión Natalia soltó la varilla
y retrocedió contra la pared de coral, y cuando Alejandro alzó la cabeza
para cuestionarla con la mirada y vio sus ojos desorbitados en la
máscara, comprendió lo que eso significaba, entonces se volteó y por una
fracción de segundo no reconoció la figura que tenía ante sus ojos
porque parecía un círculo sin cuerpo suspendido en el agua, similar a un
lápiz visto de punta, pero en seguida el círculo se transformó y así
advirtió el lento y poderoso meneo de la cola, el inconfundible sesgo de
las aletas, y faltando apenas un metro de distancia el tiburón giró,
husmeando la sangre, explorando el territorio, desfilando su fuerza como
en una pasarela, luego regresó y volvió a pasar delante de ellos, y
Alejandro, paralizado con el pez sangrante en la mano, registró sus ojos
negros e inexpresivos, iguales a los de una muñeca, su boca ligeramente
abierta en medialuna, sus agallas ondeantes por el paso del suave viento
del agua, las dos rémoras pegadas a la barriga blanca y, por último, la
cola en forma de guadaña que impulsaba el cuerpo con un solo movimiento,
constante y fluido, y de pronto, por el rabillo del ojo, Alejandro vio
otro tiburón que surgía del costado izquierdo, después otro del derecho,
y desde ese momento en adelante fueron apareciendo como si se estuvieran
materializando en el agua, multiplicándose y confundiéndose los unos con
los otros, seducidos por la sangre, surgiendo de las más remotas
profundidades, acercándose cada vez más y desplazándose a distintas
alturas, de manera que, desde la posición de Alejandro, unos parecían
rozar el suelo de arena, otros permanecían al nivel de sus ojos y otros
nadaban por encima de su cabeza con la silueta nítidamente recortada
contra la luminosidad de la superficie, entonces él empezó a forcejear
con el arpón mientras Natalia seguía petrificada contra la pared de
coral, entre tanto llegaron más tiburones y en un momento hubo tantos
que ni siquiera fue posible contarlos, y cuando Alejandro sintió que la
situación iba a estallar de la tensión, la punta giró en su mano, así
que procedió a desatornillarla, tratando de evitar cualquier acto brusco
o repentino, sacó la varilla delicadamente por la herida que parecía una
tronera de carne rasgada y arrojó el jurel lo más lejos que pudo, pero
el animal planeó serenamente como un avioncito de papel, regresó y
aterrizó allí mismo, casi a sus pies, con los ojos saltones y el lomo
destruido, y en ese instante comenzó en serio el festín, porque los
tiburones le cayeron encima como una manada de lobos hambrientos,
azuzados por la sangre, disputándose la presa en un frenesí de
dentelladas, partiendo y frenando como relámpagos, unos hincando los
dientes en el pez y sacudiéndolo hasta arrancar un pedazo en flecos
mientras los demás los perseguían como torpedos, entonces Alejandro, sin
saber en qué momento él también había retrocedido contra la fachada de
coral, sintió la mano de Natalia que subía a tientas buscando la suya, y
al voltearse la vio tragando aire a bocanadas del pavor, y con esa
imagen visualizó la magnitud del dilema en que estaban, porque si se
movían los tiburones seguramente los atacarían, pero si se quedaban allí
en pocos minutos se les acabaría el aire y jamás alcanzarían la
superficie, aunque en realidad no tenían alternativa, entonces Alejandro
se movió cautelosamente hasta colocarse delante de Natalia, pasó una
mano por detrás buscando a ciegas la bomba de su chaleco y la infló una,
dos, tres veces, de inmediato hizo lo mismo con la suya y en seguida
empezaron a flotar, despacio e ingrávidos, Natalia sujeta de los hombros
de su novio, protegida por el escudo de su cuerpo y Alejandro rechazando
las embestidas de los tiburones con estocadas del arpón, ambos escalando
menos rápido que las cadenas de burbujas que subían en trémulos hongos
de plata, trepando pero sin perder de vista a los tiburones que
alcanzaban a rozar sus aletas, y tan pronto lograron alejarse unos
metros del macabro semicírculo de animales excitados, Alejandro sintió
de nuevo la mano de Natalia, pero esta vez ella parecía pedirle con
apremio que se volteara, así que giró en espiral sin dejar de ascender y
apenas la tuvo de frente la muchacha de ojos enormes se cruzó la
garganta con el dedo para indicarle que se estaba quedando sin aire, y
sin poderlo creer Alejandro tomó su manómetro y comprobó que, en efecto,
la aguja rebotaba contra las últimas libras, no obstante vio lo mucho
que les faltaba para empezar a vislumbrar la remota superficie, entonces
revisó su propio manómetro y vio la aguja marcando poco menos de mil
libras, y mientras se decía que Natalia se había tragado el aire del
susto, con una ráfaga de terror calculó que su tanque no les iba a
alcanzar para los dos, pero aun así y sin más remedio tomó aliento y le
pasó a Natalia la boquilla de su regulador, y cuando ella asintió
después de respirar un par de veces, acezante y nerviosa, él reintrodujo
el regulador en su boca, expulsó el aire de sus pulmones e inhaló
sintiendo el golpe de aire helado, y de esa forma se turnaron el
cilindro, subiendo ahora más rápido de lo que debían, los dos robando
miradas furtivas entre el espacio de sus aletas, y todavía veían a los
tiburones revoloteando y peleándose los restos del jurel, cada vez más
pequeños y distantes hasta que se asemejaron a unas lagartijas
moviéndose en el fondo de una cantera, y así fueron trepando, Alejandro
consciente del peligro en que seguían y no sólo por la persistente
amenaza de los tiburones, sino también por haber descendido a esa
profundidad, por haber permanecido tanto tiempo en el fondo, por
ascender sin aire suficiente para realizar una descompresión ni siquiera
cercana a la establecida en las tablas reglamentarias, y consciente de
que aún podría suceder cualquier cosa, pues en una situación como esa
era imposible predecir el desenlace, ya que la persona podía llegar a la
superficie a punto de desmayarse, o brotando sangre por los ojos o las
fosas nasales, o con tal agotamiento que la podía dejar postrada durante
días o, en el peor de los casos, con una burbuja de nitrógeno atrapada
en alguna articulación, dejando consecuencias incalculables, sin embargo
era un riesgo que tenían que correr porque al revisar de nuevo su
manómetro Alejandro vio que les quedaban menos de trescientas libras de
aire, pero allá arriba ya se adivinaban las diminutas crestas de las
olas invertidas, barriendo la superficie sin cesar como el viento en un
trigal, de modo que siguieron subiendo, soltando la mayor cantidad de
burbujas posible, sintiendo los oídos al destaponarse, chupando la
boquilla con todas sus fuerzas para succionar las migajas restantes
porque sólo faltaban treinta pies, veinte, quince, diez... hasta que por
fin rompieron la superficie, exhaustos y jadeantes, y sin vacilar
Alejandro le arrancó la máscara a Natalia de la cara y le preguntó cómo
estaba, y ella, aturdida y todavía temblando del susto, apenas pudo
asentir con la cabeza, entonces él infló los chalecos con la boca y
bracearon hacia la lancha que por fortuna seguía allí, bamboleando en el
oleaje pero tal como la habían dejado, y en el instante en que tocaron
el casco Alejandro experimentó una sensación de alivio como jamás había
sentido en toda su vida, pero no tuvo tiempo para pensar en eso porque
asistió a Natalia a quitarse el equipo, lanzó las máscaras y las aletas
por encima de la borda, le ayudó a trepar la escalerilla, en seguida le
alcanzó un tanque y luego el otro, y tan pronto se subió a la lancha y
se desabrochó el cinturón de pesas, pudo apreciar la solidez del piso
bajo sus pies, entonces miró a Natalia y la vio sentada con una
inquietante expresión de incredulidad en el rostro, como si no pudiera
creer que estuvieran bien, a salvo, vivos, de modo que se detuvo un
segundo, respiró muy profundo, y examinó su mano apoyada contra la
borda, sus venas salidas, sus uñas blancas, sus yemas arrugadas, y más
allá observó la cornamusa de la proa, la cuerda templada del ancla, las
incesantes olas del mar, cosas hasta triviales pero que en ese momento
adquirían un sentido monumental por la sencilla razón de que estuvo a
punto de nunca volverlas a ver, que faltó casi nada para no volver a
presenciar el cabello empapado de Natalia, o los colores
resplandecientes del agua, o el prodigioso cielo azul, o el perfil de la
isla amurallada de palmeras, o un alcatraz como ese que parecía
suspendido en pleno vuelo, y por primera vez en toda su vida se dio
cuenta, en serio y de verdad, de que era mortal, entonces observó de
nuevo a Natalia, muda, atónita, ella también mirando el movimiento
continuo de la naturaleza, tal vez pensando lo mismo que él, sabiendo
que si les hubiera sucedido algo fatal de todas formas esa ola habría
seguido creciendo, enrollándose hasta desbaratarse en las arenas blancas
de la playa, y ese pájaro habría chillado igual y todo habría seguido su
curso natural sin emitir siquiera un escalofrío por sus vidas sofocadas,
pero para Alejandro lo más aterrador no era eso sino reconocer que él
era, efectivamente, mortal, y como si eso no bastara, efímero, y
comprendió que ese hecho, obvio y elemental, hasta ahora no había sido
más que un reconocimiento abstracto y racional pero no una aceptación
profunda, una verdad de entrañas, ni se había traducido jamás en una
despiadada toma de conciencia sobre su propia mortalidad, en ese
instante la poderosa intensidad de la vida, su escalofriante fugacidad,
pareció llenarlo, abrumarlo, inundarlo en forma aplastante, de manera
que entonces, y sólo entonces- se sentó.

Juan Carlos Botero (Colombia)

Breve reseña sobre su obra

Este joven escritor colombiano nació en Bogotá en 1960.

Realizó estudios en la Universidad de Los Andes, Harvard y Universidad
Javeriana.

En 1986 ganó el Premio Juan Rulfo con su relato El encuentro, otorgado
por un jurado integrado por autores de la talla de Augusto Roa Bastos,
Julio Ramón Ribeyro y Severo Sarduy. En 1990 su relato El descenso ganó
el XIX Concurso Latinoamericano de Cuento.

Además de su actividad literaria, Juan Carlos Botero se desempeña como
periodista, tarea que le permite el contacto con la difícil actualidad
colombiana. "Tengo una columna en el diario El Espectador, porque tengo
la necesidad de pronunciarme sobre cuestiones de la realidad
inmediata..., porque la literatura proporciona una gran beneficio a
largo plazo, enriquece la vida, pero no aporta luces en el corto plazo."

Su primer libro compuesto de 46 textos breves, apareció en 1992 bajo el
título Las semillas del tiempo (epífanos). En 1998 publicó Las ventanas
y las voces, colección de relatos con la que obtiene reconocimiento
incluso fuera de su país. A éstos les seguirán las novelas La sentencia
(2002) y El arrecife (2006) y el libro de ensayos El idioma de las nubes
(2007).

Entonces integra el volumen Las ventanas y las voces, publicado por
Ediciones B.