Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Kali decapitada: cuento.

Kali decapitada

Marguerite Yourcenar (Francia)

Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India.

Puede vérsela simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo
en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al
verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz,
salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su
nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada es su cintura
que los poetas que la cantan la comparan con la palmera. Tiene los
hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes
como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del
elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes.
Su boca es cálida, como la vida; sus ojos profundos, como la muerte. Tan
pronto se mira en el bronce de la noche

como en la plata de la aurora o en el cobre del crepúsculo, y se
contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído jamás;
un collar de huesecillos rodea su alto cuello y en su rostro, más claro
que el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro
de Kali, eternamente mojado por las lágrimas, está pálido y cubierto de
rocío como la faz inquieta de la mañana.

Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los
parias y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se
halla cubierto de una costra de astros. Se aprieta contra el pecho
sarnoso de los camelleros procedentes del Norte, que nunca se lavan a
causa de los grandes fríos; se acuesta en los lechos infectados de
piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de los Brahmanes al
abrazo de los miserables -raza fétida, deshonra de la luz- encargados de
bañar los cadáveres; y Kali, tendida en la sombra piramidal de las
hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas. Ama asimismo a los
barqueros, que son fuer-tes y ásperos; acepta hasta a los negros que
sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de
carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el
ir y venir de los fardos. Triste como una enferma con fiebre que no
consiguiera encontrar agua fresca, va de pueblo en pueblo, de
encrucijada en encrucijada, a la búsqueda de los mismos monótonos deleites.

Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que
tintinean, pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa,
sus pestañas no acarician las mejillas de los que la abrazan, y su
rostro permanece eternamente pálido como una luna inmaculada.

Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de la perfección, se sentaba en el
trono del cielo de Indra como en el interior de un zafiro; los diamantes
de la mañana brillaban en su mirada y el universo se contraía o se
dilataba según los latidos de su corazón.

Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como
el día, no conocía su pureza.

Los dioses celosos acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de
sombra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo.
En vez de sangre, brotó un chorro de luz de su nuca cortada. Su cadáver,
dividido en dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta
llegar al fondo de los Infiernos, por donde se arrastran y sollozan
aquellos que no han visto o han rechazado la luz divina. Sopló un viento
frío, condensó la claridad que se puso a caer del cielo; una capa blanca
se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos espacios estrellados
donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses-monstruos, el dios-ganado,
los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes a unas
ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus
aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.

Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo lleno
de humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve
purgatorios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en
donde los fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las
faltas que cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde
otros muertos, atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que
no cometieron. Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres
aquella imaginación infinita del Mal, aquellos recursos y aquellas
innumerables angustias del placer y del pecado. Al fondo del osario, en
un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como un loto, y sus largos y
negros cabellos se extendían a su alrededor como raíces flotantes.

Recogieron piadosamente aquella hermosa cabeza exangüe y se pusieron a
buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la
orilla. Lo cogieron, colocaron la cabeza de Kali encima de aquellos
hombros y reanimaron a la diosa.

Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber tratado
de entorpecer las meditaciones de un Brahman. Sin sangre, aquel cadáver
parecía puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo
izquierdo, el mismo lunar.

Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo
de Indra. El cuerpo, al que habían unido la cabeza divina, sentía
nostalgia de los barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de
los cuartos en donde las prostitutas meditan secretas orgías, acechan la
llegada de los clientes a través de las persianas verdes. Se convirtió
en seductora de niños, incitadora de ancianos, amante despótica de
jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus esposos y
considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las llamas de
la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como la
comadreja de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de
entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas
licuadas se pegaban a sus manos como panales de miel. Sin descanso, de
Benarés a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali
arrastraba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos
continuaban llorando.

Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio,
salió de la calle de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba
tranquilamente sentado en un montón de estiércol se levantó al verla
pasar y se echó a correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la
longitud de su sombra. Kali aminoró el paso y dejó que el hombre se
acercara.

Cuando él la dejó, emprendió de nuevo el camino hacia una ciudad
desconocida. Un niño le pidió limosna; ella no le avisó de que una
serpiente dispuesta a morder se erguía entre dos piedras. Sentía un gran
furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz de
aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose
con ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca
masticaba los huesos como los dientes de las leonas. Mató como el
insecto hembra que devora a sus machos; aplastó a los hijos que paría
como una cerda que se revuelve contra su carnada. Y a los que
exterminaba, los remataba después bailando encima de ellos. Sus labios,
maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido de las
carnicerías, pero sus abrazos consolaban a sus víctimas y el calor de su
pecho hacía olvidar todos los males.

En la linde de un bosque, Kali tropezó con el Sabio.

Se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y
su cuerpo descarnado estaba tan seco como la leña preparada para
encender la hoguera. Nadie hubiera podido adivinar si era muy joven o
muy viejo; sus ojos, que todo lo percibían, apenas eran visibles por
debajo de sus párpados medio cerrados. La luz se disponía en torno a él
en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí
misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada de los
mundos, liberación de los seres, día de bienaven-turanza en que la vida
y la muerte serían igualmente inútiles, edad en que Todo se resorbe en
Nada, como si esa pura nada que acababa de concebir se estremeciera en
ella a la manera de un futuro hijo.

El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que
pasaba.

-Mi cabeza muy pura fue soldada a la infamia-dijo ella-. Quiero y no
quiero; sufro y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir.

-Todos estamos incompletos -dijo el Sabio-. Todos nos hallamos divididos
y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos
llorar y gozar desde hace siglos.

-Yo fui diosa en el cielo de Indra -dijo la cortesana.

-Y tampoco estabas libre del encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de
diamante no estaba más resguardado de la desgracia que tu cuerpo de
barro y carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los
caminos te hallas más cerca de acceder a lo que no tiene forma.

-Estoy cansada -gimió la diosa.

Entonces tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con la punta
de los dedos, dijo el Sabio:

-El deseo te enseñó la inanidad del deseo; el arrepentimiento te enseña
la inutilidad de arrepentirte. Ten paciencia, ¡oh, Error!, del que todos
formamos parte... ¡Oh, Imperfecta!, en quien la perfección toma
conciencia de sí misma, ¡oh Furor!, que no eres necesariamente inmortal...