Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Olores en la biblioteca, en texto.

Gracias a Marcelo Costa, del programa de radio, Texto.sentido y amigo
del grupo, se los hago llegar.

Olores en la biblioteca

Por Javier E. Núñez, R12 9 de agosto de 2010

Hay bibliotecas caóticas: la mía es una de esas. Los libros parecen
dispuestos al azar o respetando leyes ilógicas como el orden cronológico
de su compra o el momento en que fueron rescatados de esos rincones de
la casa donde los suelo abandonar. Existe, sin embargo, un orden secreto
que nunca antes confesé. Están acomodados, si me permiten la expresión,
odoríficamente.

Es simple. En algún momento de mi vida empecé a percibir olores en los
libros. No el olor habitual y uniforme de un libro nuevo sino otros,
variados, subjetivos y complejos. Lo noté con Obra completa de José
Pedroni, una edición de 1969 de la editorial de la Biblioteca Vigil.
Durante el primer embarazo de mi mujer leí una poesía cuyos versos
iniciales decían así: "Haz con tus propias manos/ la cuna de tu hijo./
Que tu mujer te vea/ cortar el paraíso."

Un par de días después volví por el mismo libro. Percibí un olor
extraño, atípico, que se hacía más fuerte en el estante del volumen de
Pedroni. Abrirlo fue asomarme a un bosque insospechado. Olía a madera
fresca, recién cortada; el perfume que escapa del tajo que deja un
hachazo en un árbol erguido.

Por un instante creí que esta rara cualidad se restringía al libro de
Pedroni. Pronto comprobé que estaba equivocado: cada uno tenía su olor,
uno que acaso había estado siempre y se había hecho evidente en ese
momento o, quizás, uno nuevo que se le había impregnado en ese momento
por algún fenómeno inexplicable. Sólo más tarde, con el paso del tiempo
y un examen profundo de cada libro, entendí que los olores se vinculaban
a un recuerdo o impresión que me había dejado ese libro. Ese prodigio no
era intrínseco de los libros, sino producto de mi percepción. Los
reordené a todos. Hasta entonces había mantenido una clasificación
rigurosa: autores argentinos en los dos estantes de arriba;
latinoamericanos en el siguiente; poesía en el primero de la izquierda.
Los libros de cuentos ocupaban tres estantes: los dos primeros ordenados
alfabéticamente por autor, el último con antologías temáticas. Etcétera.
Cada cual tendrá su forma de ordenarlos; muchos, alguna como ésta.

Pero a partir de ese día tuve que inventar una nueva clasificación. Una
más arbitraria, confusa, insondable para los amigos o visitas que tratan
de llevarse algo prestado: ordené mis libros por olores. Así, un libro
de Paul Auster puede acabar junto a uno de Borges porque ambos comparten
cierto olor a musgo, tierra húmeda y a piedra, como de interior de
laberinto, y otro del mismo autor ocupar el extremo opuesto de la
biblioteca. La noche del oráculo, por ejemplo: está en el rincón de
abajo, junto a libros con olores a escritorio lustrado, goma, papel y
tinta. Como una gran paleta de colores, mi biblioteca tiene familias de
aromas, intensidades y gradación. Hay secciones de río, sauce, barro o
pescado; de asado y pasto fresco; de pólvora y sangre; de mate y fogón.

Es, ciertamente, una categorización compleja. Hay libros que tienen más
de una serie de olores "esto es muy común en los libros de cuentos o de
poesía", pero siempre hay un conjunto en particular que es más
perceptible que los demás. Hay un libro de Cortázar, por ejemplo, con
olor a arroz con leche, ceritas y caracoles pero también a humedad, a
telaraña y sudor. Lo ubiqué en la categoría de la última gama, porque
era la más fuerte de las dos. Es complejo y a la vez simple.
Describirlo, explicarlo, es una empresa inútil. Pero basta con ir a mi
biblioteca, cerrar los ojos y dejar que los aromas me guíen para que
cada cosa cuadre en su lugar.

No voy a negar que este método presenta algunos inconvenientes. Buscar
un libro específico lleva algo más de tiempo. Cuando viene mi hermano,
por ejemplo, y me pregunta a los gritos si tengo algo de Bradbury
mientras preparo el mate en la cocina: "Hay uno entre los que tienen
olor a plástico, hierro y lavanda. Ojo, no te confundas con los que
huelen a óxido y tierra seca, nada que ver".

De más está decir que no lo encuentra: tengo que ir yo, acariciar cada
lomo con la yema de los dedos mientras distingo los olores, hasta llegar
a la sección buscada. Es mucho más fácil, en cambio, buscar libros que
abandoné por la mitad -son los que tienen olor rancio, como a yerba de
ayer- o los que todavía no leí. Esos están arriba de todo porque
"todavía" no poseen ningún olor que los clasifique.

Pero existe una ventaja. Los libros que leo en el momento nunca están en
la biblioteca, sino a mano. A la biblioteca me lleva la relectura. Es
raro que busque un libro para revisar alguna cita: para eso está San
Google. Puede que recuerde un cuento o un libro por un suceso particular
y decida releerlo. Pero, en general, la visita a la biblioteca obedece a
un estado de ánimo repentino, a la necesidad imperiosa de leer cualquier
cosa, al insomnio, al aburrimiento, a las ganas de ir al baño. Y
entonces, con esa sensación incierta, nunca sé qué elegir. Ahora, con
esta clasificación que puede parecer absurda, el tema es mucho más
simple: cierro los ojos y huelo. Siempre hay un aroma que tienta, que
seduce. Ese es el indicado.

Por eso mantengo este caos aparente. Sé que no soy el único. A veces,
cuando pido un libro prestado, no me sorprende ver a alguien cerrar los
ojos frente a su biblioteca para encontrarlo. Nunca pregunto a qué
huele: prefiero descubrirlo. Pero, secretamente, nos reconocemos como
miembros de una misma legión.

Ahora, ustedes también lo saben. Y puede que la próxima vez que visiten
a un amigo no se sorprendan al ver cómo encuentra, en una pila anárquica
de libros, la novela que le prestaron. Incluso puede ser que al
recibirla la abran, se lleven las hojas a la nariz y los sacuda un olor
familiar e inconfundible, como si siempre hubiese estado ahí. Después
solo será mirarse el uno al otro, y compartir en silencio esa complicidad.