Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Las sandalias del guerrero: leyenda egipcia.

LAS SANDALIAS DEL GUERRERO

Hotep no siempre había sido un mendigo. Hijo de un fellah de los alrededores de Tebas, su adversa suerte quiso que fuera incluido en una de las levas con las que Ramsés I, el gran monarca conquistador, nutria las filas de los ejércitos que guerreaban en Asia.

El joven no tuvo ocasión de distinguirse, pues justo en el primer encuentro con los asirios un flechazo, traspasándole un muslo, le puso fuera de combate; cuando finalmente pudo recobrar la salud se encontró con la pierna derecha privada de movimiento.

Hotep no se desanimó por su adversa suerte y, uniéndose a una caterva de guerreros, más o menos mutilados, emprendió el regreso a Tebas apoyándose en un grueso garrote.

Con las peripecias y aventuras de tal viaje desde Mesopotamia al mar Rojo, podría escribirse un buen volumen; habremos de contentarnos con saber que, de guarnición en guarnición, unas veces comiendo y otras ayunando, dos meses después de desdichada caravana llegó al delta del Nilo, lugar fijado para la separación de los veteranos, que desde allí se desparramaron por todo Egipto.

Hotep quedó solo con otro compañero que, nacido en una aldea inmediata a la suya, seguía el mismo itinerario. Era el camarada un hombre ya viejo, encanecido en la milicia debido a sus largos años de servicio y privado de la vista, a consecuencia de una profunda herida en la cabeza.

El cojo tenía excelente fondo y, movido a compasión, se brindo a servir de lazarillo al ciego; y así, una noche en que los dos inválidos descansaban al abrigo de un espeso cañaveral, Hotep, que dormía plácidamente, oyó de pronto un lastimero quejido que exhaló su compañero e incorporándose le dijo:

-¡Hola veterano! ¿Qué es eso? Despierta, que sin duda te estás atormentando con alguna horrible pesadilla.

-Hotep, me muero –murmuró el ciego-. Siendo que la vida se me acaba.

-¡Estás delirando! ¿Quién piensa ahora en morir?

-Me muerto, muchacho, me muero. Creía que tendría fuerzas para llegar allá, pero no puedo. ¡Agua…! ¡Dame agua, me ahogo…!

Hotep, alarmado, corrió con cuanta ligereza permitía su cojera hasta un canal inmediato y volvió con la calabaza llena del líquido pedido, diciendo:

-Bebe. Esto pasará, es un desvanecimiento ocasionado por el fuerte sol que hoy nos ha hecho hervir la sangre.

-Gracias, camarada –respondió el ciego-. No temo a la muerte; hace años que la he considerado siempre cercana. Después de todo, para no ver más la luz, tanto me importa. Mira, en este saco va toda mi fortuna; un casco de bronce, unos cuantos trapos y unas sandalias de cuero, que es lo que más valor tiene, pues son casi nuevas, el material es superior y están bordadas en oro. No sé de donde proceden, pues las encontré en la batalla en que me hirieron, atadas a la cintura de un soldado muerto, sólo Dios sabe a quién se las robaría. Cógelo todo si muero. Es la fortuna de un soldado que ha servido treinta años a los faraones. ¡Bonita herencia!

Hotep se devanaban los sesos, pensando qué haría o diría en aquella situación, que le parecía bastante grave y apurada. Por fin su compañero bebió de nuevo y dijo:

-Puede que tengas razón y me haya equivocado; pasó la angustia y tengo sueño. Durmamos y, si me muero, ya sabes; todo para ti.

Y volvió a tenderse entre las cañas, murmurando palabras confusas. Hotep siguió su ejemplo. Al poco tiempo roncaba haciendo ruda competencia a las parleras ranas. Cuando despertó, al salir el sol, el ciego yacía a algunos pasos de allí, tendido boca abajo.

Hotep llegó finalmente a su pueblo y continuó llevando la vida que había tenido antes de ir a servir al faraón.

Un día, cuando el sol comenzaba a iluminar con sus espléndidos rayos, Hotep, vistiendo su viejísimo calasiris de algodón listado, que dejaba ver por sus múltiples desgarrones las oscuras carnes del mendigo, salió de su casa y empezó a andar con alegría.

Apareció junto a una de las colosales esfinges que constituían la entrada del templo. Se detuvo un momento y, sacando de un envoltorio el casco de bronce y las sandalias que heredara del viejo guerrero, se atavió con ambas prendas, quedando en breve espacio de tiempo convertido en la más grotesca figura que imaginarse pueda nadie.

No parecía, sin embargo, el inválido descontento de su aparato indumentario, pues con aire satisfecho se atusó la encrespada y revuelta cabellera, y canturreando una canción popular se dirigió, apoyado en un grotesco bastón que le servía de muleta, hacia una puertecilla que se divisaba casi oculta entre las robustas piernas de la colosal estatua, que parecía guardar la entrada al gran patio.

Hotep dio con su bastón un fuerte golpe en la hoja de la puerta y pocos instantes después apareció en el dintel una mujer, cubierta por ajustada túnica blanca, sostenida por una especie de tirantes de cuero rojo.

-¿Qué se te ofrece tan temprano y tan compuesto? –preguntó con burlona sonrisa al reparar en el casco y las lujosas sandalias del mendigo-. Hoy no es día de repartir los restos de las ofrendas…

-No vengo a pedir limosna –contestó Hotep. Y luciendo una gran sonrisa, añadió-: Vengo a hablar con un padre para decirle que es mi deseo pedirle tu mano, pues quiero casarme contigo.

Los ecos del templo reprodujeron durante largo espacio de tiempo las más sonoras y alegres carcajadas que jamás habían turbado la majestuosa calma de aquel silencioso recinto. Hotep, sin desconcertarse por la manera como era acogida su pretensión, dijo mirando con petulancia sus sandalias:

-Hermosa Amneris, veo que mi idea te regocija y esto me hace suponer que mi figura no te disgusta y el resultado…

-El resultado –interrumpió la joven- será que mi padre te dará algunos palos y te romperá la pierna que aún tienes sana.

-¡A mí, a un guerrero del faraón!

-¡Imbécil! Tú ya no eres guerrero, sino pordiosero; y si no fuera por lo que en esta casa te hemos protegido, perjudicando a otros pobres más antiguos, hace tiempo que estarías descansando en el cementerio en agradable compañía con otros ilustres personajes de tu calaña.

-¿Olvidas acaso que soy propietario de una gran casa junto al canal del Castillo Blanco?

-Sí, ya sé que tienes una barraca de adobes cuarteada y sin techo.

-No es tan mala, y además tengo… estas sandalias –dijo él mientras se miraba los pies.

-Mira Hotep –dijo Amneris adoptando un aire protector-, sin duda algunas los fuertes calores y todo el hambre que has sufrido en Asia han perturbado tu razón. En primer lugar, debes saber que tengo un pretendiente muy bien acomodado, y en segundo lugar, ¿cómo quieres que yo, hija de un guarda del templo, corresponda al afecto de un buen muchacho como tú, pero que ha quedado completamente inútil para todo? ¿Cómo atenderás a mi subsistencia con la pierna arrastrando y ese casco tan abollado…? ¡Ja…, ja…, ja…!

Y de nuevo la risa más retozona animó el semblante de la muchacha.

El pobre, cuya candidez le había hecho concebir las más lisonjeras esperanzas, por única respuesta se rascó el cogote, miró a Amneris y, con gesto de cómica desesperación, dio media vuelta y sin pronunciar una palabra se alejó de la puerta acompañado por las carcajadas de Amneris.

-¡Pobre chico! –dijo ésta-. No es malo, pero… ¡es tan miserable!

Hotep, aunque verdaderamente anonadado por la escena narrada, tenía, como todos los fellahs una gran dosis de mansedumbre y resignación; así que, después de desahogar su cólera murmurando unas cuantas invectivas contra Amneris, se encaminó hacia un grupo de palmeras que sombreaban el camino que conducía al templo y se tumbó sobre la menuda hierba. Pocos instantes después roncaba como un bienaventurado.

De pronto el mendigo se despertó a impulsos de algunos puñetazos aplicados con mano vigorosa, e incorporándose vio ante sí a un personaje de elevada condición, a juzgar por la pedrería que brillaba en el pectoral que cubría su robusto pecho y por la finura y elegancia de su túnica. Otro sujeto, portador de un abanico de plumas de avestruz, que era sin duda el que le había despertado de un modo tan enérgico, se hallaba junto al primero.

-¿Quién eres? –dijo con voz imperiosa-. ¿Qué estás haciendo aquí?

-Pero ya lo ves, dormir –repuso Hotep con justa indignación.

-¿Quién te ha dado estas sandalias? –volvió a preguntar el incógnito y refinado personaje.

-Quien puede –contestó Hotep recogiendo su cayado y adoptando una actitud defensiva.

-¡Por mi padre, el Sol, que no he visto jamás sabandija tan insolente! Oye, miserable, y tiembla.

-¿No temblé en el campo de batalla cuando una flecha asiria traspasó mi muslo, y me asustaré ahora que nada malo he hecho? Pero ¡ah! –exclamó de pronto-, tú debes ser el rival que me disputa el amor de Amneris.

-¡Está loco! –dijo el desconocido con asombro, volviéndose hacia su acompañante, que contestó con signo afirmativo.

-¿Con que, es decir –prosiguió Hotep-, que no contento con quitarme la novia, quieres también apoderarte de mis sandalias?

-Sin dudas ignoras quién soy –dijo el personaje del pectoral-. ¡De rodillas, miserable, ante el faraón!

Hotep lanzó un grito de asombro, e inclinando humildemente la cabeza respondió:

-Alto y poderoso Ramsés, perdona a tu humilde esclavo. No me postro ante ti, porque la herida que recibí a tu servicio me inutilizó la pierna y no puedo… Ten misericordia de este infeliz inválido, que si pronunció palabras inconvenientes fue por no haberte conocido.

-Piensa bien lo que vas a contestarme, porque de ello depende tu vida. ¿Recuerdas la ocasión en que adquiriste esas sandalias?

-Sí, hijo predilecto de Dios.

-¿Recuerdas si el que tales prendas te dio te aseguró que eran la fortuna de un soldado?

-Sí –contestó Hotep, pensando en las últimas palabras pronunciadas por el guerrero ciego.

-Entonces, ¿cómo no has reconocido en mí al faraón a quien guiaste en el reconocimiento del campo enemigo y que, como prenda de su real aprecio, para reconocerte y recompensarte después de la batalla, te dio las sandalias que hubo de quitarse para trepar por los acantilados de Saín, cuyo paso nadie conocía como tú, y merced a cuyo descubrimiento alcancé una de mis más favoritas victorias?

El mendigo quedó inmóvil.

Comprendió que se le ofrecía una enorme fortuna. Solo tenía que contestar de forma adecuada a las preguntas de Ramsés. Por un momento pensó en esto y en que de esta forma tan sencilla conseguiría aquello que tanto deseaba, es decir, podría casarse con Amneris.

Pero era honrado y no quiso mentir.

-Señor –dijo-, soy un mendigo inútil y despreciable, el alimento que tomo lo debo a la generosidad del pueblo, pero mis labios no se mancharon nunca con una mentira. Estas sandalias no me las diste tú.

Y brevemente contó al faraón su triste historia y la manera cómo las sandalias habían llegado a sus manos.

El faraón, viendo que había tropezado con un hombre honrado, alguien que no deseaba aprovecharse de la fortuna que había llamado a su puerta, decidió llevarlo a palacio donde le agasajó por su fidelidad y le recompensó ampliamente por sus servicios, ofreciéndole además un puesto en la corte.

Gracias a ello Hotep pudo ir al templo a pedir la mano de Amneris, quien viéndole en una buena posición le aceptó rápidamente, pues ella siempre le había querido.

Fueron extremadamente felices en su nueva posición y tuvieron muchos hijos, todos ellos servidores fieles de Ramsés Meiamun, a cuya regia esplendidez debían tantos favores.