Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

En el camino a Jericó: cuento.

En el camino a Jericó
S. Yizhar (Israel)
Cuando estalló la Guerra de los Seis Días1 me encontraba fuera de
Israel. Sólo después de transcurridas varias jornadas y de ejercer
cuanta presión me fue posible, logré regresar, abordando vuelos con
escalas inverosímiles.
De inmediato me dediqué a buscar a mi hijo y a mi yerno que habían sido
movilizados. Me enteré de que mi hijo se hallaba en Abu Aguila, en el
camino al Canal, y que mi yerno estaba entre los paracaidistas que
pelearon en Jerusalén hasta que se oyó el grito: "El Monte del Templo
está en nuestras manos".
Pronto llegaron a mis oídos los rumores sobre los duros combates de los
paracaidistas y sobre un gran número de heridos.
Tomé mi viejo Peugeot y enfilé rápidamente hacia Jerusalén. Después de
mucho indagar y gracias a toda clase de contactos pude averiguar que la
brigada de los paracaidistas se encontraba ahora en Jericó y que, dada
la confusión general provocada por la reorganización, sólo allí podrían
suministrarme la información que yo solicitaba.
Al poco tiempo el panorama comenzó a aclararse, y cuanto más se aclaraba
tanto más se oscurecía. La compañía de paracaidistas de mi yerno era una
de las más veteranas y fogueadas.
Partieron esa noche con cuarenta combatientes y a la mañana siguiente
sólo quedaban en pie cuatro, arrastrando heridos. Ni bien arribaron de
Guivat Brener descendieron, salieron del Edificio Strauss, atravesaron
corriendo Meáh Shearim en dirección al célebre Pasaje Mandelbaum y al
anochecer llegaron a la calle que pertenecía al territorio enemigo. El
comandante de la compañía fue herido y relevado durante las primeras
escaramuzas. Y la orden que tenían era bastante vaga: debían llegar al
Museo Rockefeller. Carentes del equipamiento adecuado -todo había
quedado arriba en el autobús- y en su apresuramiento por entrar en
combate, no habían traído consigo más que las Uzis y unos cuantos
cargadores. No tenían ni grandes ametralladoras ni morteros, ni ningún
instrumento para comunicarse, ni instrucciones precisas acerca de lo que
debían hacer, ni dónde, ni comandante que los guiara y organizara la acción.
Toda la calle estaba expuesta al fuego certero proveniente de puestos de
combate preparados y fortificados, y ellos corrían -innecesariamente,
según se supo luego- de casa en casa para ubicar el origen del tiroteo,
y así fueron heridos uno tras otro.

Durante toda la noche pelearon casi a ciegas. Sólo por la mañana, cuando
después de numerosos y sangrientos enfrentamientos cuerpo a cuerpo, sin
apoyo ni directivas, lograron silenciar el intenso fuego jordano,
descubrieron una callejuela que conducía al Museo Rockefeller. Allí se
refugiaron los pocos que habían quedado en pie, junto con los que habían
llegado de otras compañías, abatidos todos por el agotamiento. La
historia acerca del Monte del Templo les llegó más tarde, en una versión
confusa.
Como ya dijera, sólo posteriormente me enteré de todo esto.
Cuando llegué a la Comandancia en Binienei Haumá2, en Jerusalén,
tratando de esclarecer por intermedio de viejos amigos qué, cómo y
dónde, los encontré a todos embriagados por la victoria. La guerra
estaba en su apogeo, todos se hallaban exhaustos, sin dormir,
conmocionados e incrédulos frente al milagro, y nadie disponía de tiempo
ni de paciencia para atender a un civil que venía a importunarlos con
preguntas. Pero finalmente un amigo mío, más calmo, me indicó que para
conseguir la información debía dirigirme a Jericó.
Aunque todavía ignoraba todo lo que acabo de relatar, sentía cierta
opresión que empañaba la euforia del reciente triunfo. Ni siquiera podía
imaginar entonces que después de esa noche terrible, mi paracaidista
atlético y amante de la aventura no querría regresar a Jerusalén por
muchos años. Y que cuando todos entonaran conmovidos "Jerusalén de
Oro"3, él ocultaría las lágrimas que hasta ese momento le eran extrañas
y se rehusaría a participar de cualquier festejo.
Hoy en día existen seguramente toda clase de explicaciones para
justificar por qué ese combate en las calles se desarrolló de tal
manera. El tiempo fue borrando muchos interrogantes perturbadores y se
aceptó la versión oficial acerca de cómo y por qué sucedió aquello. Y
después de todo fue una victoria, y el Monte del Templo está en nuestras
manos.
El camino hacia Jericó era un escenario en el cual el drama no había
concluido y el telón aún no había descendido.
A los costados de la carretera, frente a Gat Shemanim, se veía una
hilera de automóviles particulares medio aplastados por las orugas de
los tanques, sin que se supiera exactamente por qué.
Acá y allá se oían todavía algunos disparos. El Muro y la cúpula dorada
del Domo de la Roca aún no habían vuelto la hoja del calendario, y todo
poseía la intensidad increíble de lo inesperado, como cuando se sabe que
se ha producido un terremoto, pero todavía no se alcanza a comprender lo
ocurrido en toda su dimensión. Y en el tramo siguiente ya comenzaron a
verse, a ambos lados del camino, las columnas de los que venían huyendo.
¿Quién no sabe lo que son las caravanas de refugiados? ¿En qué lugar del
mundo no se los ha visto, arrastrándose y transportando sus enseres,
mujeres y niños presos de un temor desconocido, y toda clase de
impedidos sacados a la carrera, montados sobre burros, como si esto
fuera ineludible y no hubiese otra opción, porque la rueda de la fortuna
se invirtió y repentinamente te has transformado en un refugiado?
Familias enteras se desplazan tratando de preservar lo más preciado,
desorientados y sin esperanza, como hileras de hormigas oscuras, entre
las que asoma de tanto en tanto una pañoleta blanca de mujer. El
descalabro acaba de producirse y ya es una realidad, y cómo es posible.
A lo largo del camino se iban juntando más y más, a ambos lados de la
ruta, en un silencio infinito, anonadados como si hubieran caído de un
décimo piso, la mirada gacha, vacíos. Y el día avanzaba junto con la
canícula.
En un cruce estaban parados dos soldados armados, vestidos con uniformes
gastados de reservistas, que pedían ser transportados. También ellos se
dirigían a Jericó en busca de su unidad, a la que habían perdido de
vista. Yo lo había olvidado y ellos me recordaron que era conveniente
viajar protegido. ¿Frente a quién? La derrota y la rendición eran
visibles por doquier, y sólo las caravanas de gente con burros y
bicicletas, y los míseros bienes que intentaban salvar, se arrastraban
golpeados por la desgracia como por un mazazo, y el calor se hacía
agobiante y enceguecedor.
Arribamos a Jericó y rápidamente nos enteramos de que los paracaidistas
nunca habían estado allí, y nadie sabía dónde se hallaban. Pero las
poincianas habían florecido a la entrada de Jericó, cubriéndose de un
rojo exuberante e increíble. Los dos soldados maltrechos que venían
conmigo tampoco encontraron allí su unidad y nadie sabía nada, y en
realidad, tampoco les interesaba. Jericó estaba fuera del radio de
acción, fuera de la gran liberación y de los días del Mesías. Hacía el
calor que suele hacer en Jericó. Delante de los soldados apostados junto
a la barrera había una formación de botellas de color con bebidas,
provenientes de alguna despensa que ya no pertenecía a nadie.
El automóvil hervía. Le echamos agua con un bidón y llenamos otro, por
si la sed volvía a acosarlo en el camino a Jerusalén. Todo estaba
abrasado por el calor y librado a la ventura. Los dos soldados que
habíamos recogido se acomodaron y comenzamos a ascender en medio de la
polvareda blanquecina, por la carretera estrecha y empinada, cuyo
asfalto ya comenzaba a derretirse. Pero cuando alcanzamos cierta altura,
divisamos algo que nos hizo detener.
Una familia de refugiados estaba tendida, desparramada a un costado de
la ruta, como si se hubieran derrumbado después de arrastrarse hasta
aquí. El que parecía ser el padre se incorporó y extendió frente a
nosotros sus manos sin pronunciar palabra, como diciendo: vean. Había
una mujer gruesa, seguramente encinta, toda vestida de negro, que
juntaba sus palmas una y otra vez como en un lamento silencioso. En su
regazo yacía un niño, entre desmayado y plañidero. A su lado estaba
sentada o desplomada una mujer muy vieja, que quién sabe cómo había
llegado hasta aquí, encorvada, desdentada, con su escaso pelo que el
pañuelo irrespetuoso dejaba al descubierto. Y había también otro niño de
unos cuatro o cinco años. Finalmente, el hombre, el único que se
mantenía en pie, logró emitir un graznido desde su garganta reseca o
estrangulada por el miedo: "Jawadya"4 dijo, señalando a los seres
apiñados a la vera del camino. No le salió más que eso, pero tampoco
hacía falta ninguna explicación.
Los dos soldados y yo nos apeamos, sacamos el bidón que traíamos, lo
destapamos y se lo ofrecimos al hombre. Éste se colocó en cuclillas y
tomó un sorbo con sus palmas ahuecadas. Entonces le dio de beber a su
esposa, y ella a su vez llenó sus palmas y se las tendió al niño que
estaba inconsciente, y luego a la anciana -quizás su madre-, que bebió
algo y el agua goteó de su boca, mientras balbuceaba y suspiraba en su
desmayo. Entonces le tocó el turno al niño que se prendió del pico de la
lata y sorbió y sorbió. Alzó sus ojos, nos contempló como si viera el
rostro del demonio y no pudiera dar crédito a sus ojos, y espantado,
pareció comprender recién ahora lo terrible de la situación.
El hombre llenó nuevamente sus palmas, enjuagó su cara, nos miró como
recobrando la conciencia y dijo algo acerca de Alá. Y volvió a repetir
Alá, y nuevamente Alá.
Uno de los soldados que viajaba con nosotros hablaba árabe, pero el
hombre no explicó nada. O no podía decir nada, y sólo señalaba a su
familia apiñada, tendida en derredor. Los señalaba como en una súplica
postrera, a la mujer encinta y a su bebé, a la abuela senil y al niño
que permanecía como paralizado, con la boca abierta y los ojos dilatados
por el terror.
Ahora el hombre inició una segunda ronda, pero el bidón ya se había
vaciado. Él lo sacudió una y otra vez, suspirando, con una frustración
que se extendía más allá del recipiente vacío. Suspiró y lo volvió a
sacudir.
Los soldados y yo nos miramos. La carretera ardía, el desierto de Judea
ardía y ese montón de gente estaba acabado. "¿Quizás podríamos volver
para dejarles otro bidón de agua?", aventuró uno de los soldados. En
medio del calor y de la desesperanza sus palabras no dejaban de tener
sentido, y respondían de algún modo a la pregunta que no habíamos
formulado: ¿qué hacer con esta gente?
Ellos parecían resignados a que los abandonáramos, aceptando el fin que
les deparaba su destino, en algún lugar entre Jericó y la nada.
Dimos la vuelta y regresamos a Jericó: "¿Qué haremos con ellos?",
preguntó el soldado. Yo no los conocía ni a él ni a su compañero. No
sabía si nos estaba reprochando nuestra actitud, algo así como "¿qué
estamos haciendo aquí?", o si se trataba de una reflexión o de una
sugerencia para hacer algo por ellos. "La vieja va a morir", dijo el
otro soldado. "¿Y qué van a comer? ¿Y cómo van a proseguir?" "Quizás
mientras tanto lleguen otros y se los lleven consigo", dijo el primero
tratando de idear alguna solución.
Llenamos dos bidones con el agua tranquila y fría del manantial y
ascendimos de nuevo, rápidamente, por el sendero estrecho y sinuoso, en
medio de la polvareda enceguecedora. No sabíamos si aún estarían allí.

Estaban. Como si nada pudiera cambiar. Sólo que la vieja moriría y los
otros la seguirían, según su grado de debilidad.
El calor del mediodía quemaba y el automóvil hervía. El hombre se
incorporó y extendió sus manos como pronunciando un discurso: "Jawadya,
Jawadya", como si bastara con eso. Le entregamos el bidón lleno y él les
dio de beber a todos de sus palmas. La mujer lloraba. El soldado encaró
de nuevo al hombre, aparentemente el padre o tal vez el abuelo: "¿De
dónde son? ¿Hacia dónde van? ¿Tienen a alguien en Jericó?". El hombre no
sabía o no entendía.
Después comenzó a describir sin palabras, mediante gestos desesperados,
cómo habían oído disparos durante toda la noche, cómo al amanecer se
corrió la voz: vienen los judíos, vienen los judíos, y cómo el cielo
pareció desplomarse sobre sus cabezas. Y enseguida salieron
aterrorizados de sus casas, de noche, aun antes del amanecer. Alguien se
apiadó y trasladó a la anciana en un carro, hasta que sintió que le
pesaba demasiado en su huida. Los rumores que llegaban eran terribles,
así que reunieron apresuradamente todo lo que pudieron, incluyendo
mantas, y después fueron arrojando todo a lo largo del camino, hasta que
quedaron exangües por el calor. También huyeron todos sus vecinos y toda
su numerosa familia, y ni siquiera se les ocurrió que podrían quedarse.
Se largaron al camino, cuidando cada uno, como podía, de su grupo
familiar. Vienen los judíos, vienen los tanques -decían- y si no nos
apuramos será el fin. Y ahora están aquí, y eso es todo. ¿Adónde irán?
Alá, Alá, y eso es todo.
El sol quemaba. Uno de los soldados dijo: "¿Entonces, qué hacemos con
ellos? ¿Les dejamos el agua? Cuando lleguen otros refugiados los van a
llevar también a ellos". Entonces alguien dijo: "¿Saben qué?". Y
súbitamente lo supimos. Sin decir palabra. Lo supimos de manera
absoluta. "Los vamos a llevar de vuelta a su casa. ¿Qué mal pueden
causar éstos?" El otro soldado preguntó pensativo: "¿Está permitido? ¿Y
si nos detienen? ¿Y si los evacuan?". Hacía demasiado calor para pensar
en todo. La mujer trataba de calmar el llanto del bebé con un ks, ks,
ks... de otro mundo. Y con los dedos mojaba su carita con agua, como
hacen las madres. El niño miraba con sus ojos rasgados, y el hombre sólo
murmuraba todo el tiempo Alá y Alá, y no sabía nada más.
"Vengan, ustedes siéntense a mi lado -les dije a los soldados- y
díganles que se acomoden todos atrás."
La sorpresa los dejó estupefactos. Por un momento el hombre pensó que
tal vez los llevábamos para arrojarlos más tarde bajo algún arbusto o
alguna roca, con el bidón de agua.
Los soldados callaban. Cuando todos estuvieron apretujados, conformando
un montón oscuro, enfilamos nuevamente en dirección a Jerusalén.
En la curva siguiente vimos otra oleada de refugiados, desplazándose
dificultosamente, como dos hileras de hormigas, a ambos lados de la
carretera. Era imposible saber si veían algo o si entendían lo que
sucedía a su alrededor. Su sino era caminar, y eso era todo. No teníamos
agua para todos, pero nos detuvimos y dejamos el bidón a un costado de
la ruta. ¿Quién podría explicar por qué todos ellos no, y sí los que
recogimos? ¿Qué explicación cabía?
Nadie sabía con exactitud qué estaba sucediendo a sus espaldas, ni
tampoco lo que ese día le depararía a cada uno de los caminantes. Todo
parecía estar como antes: la casa aún permanecía ahí, detrás de ellos, y
casi nada había cambiado, y todo estaba revuelto y perdido, más perdido
de lo que era dable imaginar. Una línea invisible pero real, definida y
profunda, separaba lo que sucedía hasta esa mañana de lo que quién sabe
sucedería desde esa mañana en adelante. Esto era así.
Poco antes de llegar a Jerusalén el hombre le indicó que era aquí. Le
parecía increíble. Abrimos la puerta trasera y se deslizaron hacia el
exterior. Quién sabe si la anciana aún vivía.
El hombre comenzó a agradecer y quería besar nuestras manos. No sabía
quién era el de más alto rango, si el soldado con el fusil o el que
conducía el automóvil. También la mujer, con su bebé y con el niño
perplejo pegado a ella, comenzó a agradecer, llorando sin cesar. Y el
hombre sólo señalaba una colina, en la cual por lo visto se encontraba
su casa. Todos sus vecinos se habían marchado y no regresarían, como
obedeciendo a algún designio supremo. Y el hombre señalaba con el índice
el lugar en el cual se encontraba su casa.
Finalmente partimos. Ellos se reunieron formando un grupo compacto,
oscuro, y nosotros en el interior permanecimos en silencio.
En realidad éramos tres desconocidos. Y los dos soldados no sabían ahora
hacia dónde querían ir. Finalmente decidieron detenerse en el edificio
de la Comandancia, a la entrada de la ciudad. Hubiéramos tenido que
decir algo, pero sólo sonreímos como tres cómplices, y no supimos qué
más hacer. Y sonreímos de nuevo.
Entonces oímos a alguien contando que los paracaidistas estaban
ascendiendo finalmente al Golán, y qué días gloriosos, y quién lo
hubiera creído.
Los dos reservistas maltrechos se apearon con sus fusiles y se perdieron
entre los muchos reservistas maltrechos que andaban por ahí. Y yo
emprendí la vuelta en dirección al sol que se ponía al final de ese día
tórrido.

S. Yizhar (Israel)
Breve reseña sobre su obra
Escritor israelí nacido en 1916 en Rejovot bajo el nombre de Yizhar
Smilansky. Hijo de una familia de inmigrantes rusos, intelectuales y
pioneros del sionismo, estudió en la Universidad Hebrea de Jerusalén y
se doctoró en Harvard. Fue profesor de literatura en las universidades
Hebrea y de Tel Aviv. Combatió en la guerra de 1948 que acompañó el
nacimiento de Israel. Desde 1948 hasta 1967 fue miembro del Parlamento
israelí por el partido de David Ben-Gurion. Falleció en 2006 a los 89
años de edad.
Su obra echa luz sobre los dilemas morales que surgieron durante la
campaña por la independencia de Israel. En 1948 publicó la colección de
cuentos The Wood on the Hill, con la que obtuvo el Premio Ruppin de
literatura. En 1959 recibió el Premio Israel de Literatura con la
polémica novela Days of Ziklag en la que describe la angustia que
sentían los soldados al tomar un baluarte enemigo. Su última novela se
tituló Foretellings (1992).

En el camino a Jericó forma parte de la antología Lengua de Tierra
publicada por Adriana Hidalgo.