Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Yo me enamoré del aire: cuento.

Yo me enamoré del aire
Antonio Tabucchi (Italia)
El taxi se detuvo ante una verja de hierro forjado pintada de verde.
Éste es el jardín botánico, dijo el conductor. Él pagó y se bajó del
coche. ¿Sabe desde qué lado se ve un edificio de los años veinte?, le
preguntó al taxista. El hombre no conseguía entenderle. Tiene unos
frisos modernistas en la fachada, especificó, debe de ser un edificio de
cierto valor arquitectónico, no creo que lo hayan derribado. El taxista
meneó la cabeza y arrancó. Debían de ser casi las once y empezaba a
notar el cansancio, el viaje había sido largo. El portal estaba abierto
de par en par y un letrero informaba a los visitantes de que los
domingos la entrada era gratuita y el cierre a las catorce horas. No le
quedaba mucho tiempo, a fin de cuentas. Entró en un paseo orlado de
palmeras de tronco altísimo y grácil, con un exiguo penacho de verde.
Pensó: ¿serán éstas las burití?, en casa se hablaba siempre de las
palmeras burití. Al final del paseo empezaba el jardín con una explanada
empedrada de la que arrancaban pequeños senderos en dirección a los
cuatro puntos cardinales. Sobre las losas del empedrado estaba dibujada
una rosa de los vientos. Perplejo, se detuvo sin saber qué dirección
tomar: el jardín botánico era grande y no le iba a resultar posible
encontrar lo que buscaba antes de la hora de cierre. Escogió el
Mediodía. Nunca había dejado de buscar el Mediodía durante toda su vida,
y ahora que había llegado a esa ciudad del sur le parecía justo
proseguir en la misma dirección. Sin embargo, por dentro, sentía una
brisa de tramontana. Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos
que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud
que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el
siroco que te abate, el viento gélido de tramontana. Aire, pensó, la
vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco
nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después, un día, la
máquina se detiene y el aliento se termina. Se detuvo él también porque
estaba jadeando. Menudo resuello el tuyo, se dijo. El sendero se
empinaba rápidamente, en dirección a unas terrazas que se divisaban por
detrás de las sombras de magnolias gigantes. Se sentó en un banco y sacó
del bolsillo una libreta. Iba apuntando en ella los nombres de los
lugares de proveniencia de las plantas que lo rodeaban: Azores,
Canarias, Brasil, Angola. Dibujó con el lápiz algunas hojas y algunas
flores, después, utilizando las dos páginas centrales de la libreta,
dibujó la flor de un árbol que tenía un nombre muy extraño, que provenía
de las Canarias-Azores. Era un gigante majestuoso con largas hojas
lanceoladas y unas enormes flores túrgidas en forma de panocha que
parecían frutos. La edad de aquel gigante era realmente respetable, echó
cuentas: en tiempos de la Comuna de París ya debía de ser adulto.
Sintió que había recobrado el aliento y se encaminó a paso ligero hacia
el final del sendero. El sol lo embistió de lleno, deslumbrándolo. Hacía
mucho calor, y sin embargo, la brisa que venía del océano era fresca. La
zona sur del jardín botánico terminaba en aquella enorme terraza cortada
a pico sobre la ciudad, desde donde se veía una panorámica completa, el
valle ocupado por los barrios más antiguos en una densa cuadrícula de
calles y callejuelas, con la mayoría de casas blancas, amarillas y
azules. Desde allí arriba podía abrazarse todo el horizonte, y al fondo,
a la derecha, más allá de las grúas del puerto, el mar abierto. La
terraza estaba delimitada por un muro que le llegaba hasta el pecho,
sobre el que estaba representada la ciudad con un mosaico de azulejos1
amarillos y azules. Se puso a descifrar la topografía intentando
orientarse en aquel dibujo de trazo ingenuo: el arco de triunfo de la
ciudad baja desde donde arrancaban las tres arterias principales, con
aquella arquitectura ilustrada debida a la reconstrucción que siguió al
terremoto; el centro, con las dos grandes plazas una pegada a la otra, a
la izquierda la rotonda con el enorme monumento de bronce, la zona nueva
más hacia el norte, con una arquitectura tipo años cincuenta y sesenta.
¿Para qué has venido aquí, se dijo, qué estás buscando?, todo ha
desaparecido, todo se ha evaporado, ¡te chinchas! Se dio cuenta de que
había hablado en voz alta y se rió de sí mismo. Hizo un gesto hacia la
ciudad, como si saludara a alguien. Una campana, a lo lejos, dio tres
tañidos. Miró el reloj, faltaba un cuarto de hora para el mediodía,
decidió visitar otra zona del jardín botánico y giró sobre sí mismo para
encaminarse hacia el otro sendero. En aquel momento llegó hasta él una
voz. Era la voz de una mujer que cantaba, pero no conseguía saber dónde.
Se detuvo e intentó localizarla. Retrocedió, se asomó al muro y miró
hacia abajo. Sólo entonces se dio cuenta de que a su izquierda, casi al
abrigo de la escarpada pendiente del jardín botánico, se erguía una
casa. Era un edificio viejo cuyo lateral daba al jardín botánico, pero
la fachada, bien visible, daba a entender que se trataba de un edificio
de principios de siglo, al menos a juzgar por sus grandes cornisas de
piedra y por los frisos de estuco que representaban máscaras teatrales
enlazadas por coronas de laurel. Estaba coronado por una terraza, una
enorme terraza sobre la que se asomaban las chimeneas y por donde
corrían las cuerdas para tender la ropa. La mujer le daba la espalda,
vista por detrás parecía una muchacha, estaba tendiendo unas sábanas y
para llegar a las cuerdas se ponía de puntillas, con los brazos
levantados hacia lo alto, como una bailarina. Llevaba un vestido de
algodón estampado que dibujaba su cuerpo delgado, y estaba descalza. La
brisa hinchaba la sábana contra ella como una vela y parecía como si
ella la estuviera abrazando. Ahora había dejado de cantar, se había
inclinado sobre una cesta de mimbre, colocada sobre un taburete, de la
que sacaba ropa de color, camisetas, le parecía, como si escogiera la
que debía tender primero. Se dio cuenta de que estaba ligeramente
sudado. La voz que había oído y que ahora ya no oía no se había apagado,
aún la sentía por dentro, como si hubiera dejado un eco que continuaba,
y al mismo tiempo sentía una especie de extraña conmoción, una sensación
realmente curiosa, como si su cuerpo hubiera perdido peso y estuviera
huyendo hacia una lejanía que no sabía dónde estaba. Sigue cantando,
murmuró, por favor, sigue cantando. La muchacha se había puesto un
pañuelo en la cabeza, había retirado la cesta de la ropa del taburete y
se había sentado en él, intentando protegerse del sol bajo la escasa
sombra que formaban las sábanas. Le daba la espalda y no podía verlo,
pero él, como magnetizado, la contemplaba fijamente sin ser capaz de
aparrar la mirada. Sigue cantando, dijo a flor de labios. Encendió un
cigarrillo y se percató de que la mano le temblaba ligeramente. Pensó
que había tenido una alucinación sonora, a veces creemos oír aquello que
querríamos oír, esa canción ya no la cantaba nadie, quienes la cantaban
habían muerto todos, y, además, ¿qué canción era ésa, a que época se
remontaba? Era muy antigua, del siglo dieciséis o más tardía, vaya usted
a saber, ¿era una balada, una canción de caballería, una canción de
amor, una canción de despedida? Él se la sabía en otros tiempos, pero
esos tiempos ya habían dejado de ser suyos. Rebuscó en la memoria, y en
un instante, como si un instante pudiera absorber los años, regresó al
tiempo en el que alguien lo llamaba Migalha. Migalha quiere decir
migaja, se dijo, tú eras entonces una migaja. De repente llegó una
ráfaga de brisa más fuerte, las sábanas restañaron al viento, la mujer
se levantó y empezó a tender unas diminutas camisetas de colores y un
par de pantalones cortos. Sigue cantando, susurró él, por favor. En
aquel momento las campanas de la iglesia cercana se pusieron a tocar sin
pausa el mediodía y, como si hubiera sido evocado por ese sonido, de la
pequeña garita donde estaban sin duda las escaleras que conducían a la
terraza se asomó un niño y corrió a su encuentro. Tendría cuatro o cinco
años, llevaba el pelo rizado, dos sandalias con dos ojos de luneta en
las puntas y los pantalones cortos sujetos por los tirantes. La muchacha
dejó la cesta en el suelo, se acuclilló, gritando: ¡Samuele!, y abrió
los brazos y el niño se arrojó a ellos, la muchacha se levantó y empezó
a dar vueltas sobre sí misma abrazada al niño, giraban ambos como un
carrusel, las piernas del niño estaban extendidas en horizontal, y ella
cantaba: Yo me enamoré del aire, del aire de una mujer, como la mujer
era aire, con el aire me quedé.2
Él se dejó resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro
y miró hacia lo alto. El azul del cielo era un color que pintaba un
espacio abierto de par en par. Abrió la boca, para respirar aquel azul,
para engullirlo, y después lo abrazó, estrechándolo contra su pecho.
Decía: Aire que lleva el aire, aire que el aire la lleva, como tiene
tanto rumbo no he podido hablar con ella, como lleva polisón el aire la
bambolea.3

Antonio Tabucchi (Italia)
Breve reseña sobre su obra
Escritor italiano nacido en Pisa en 1943. Es profesor de Lengua y
Literatura Portuguesas en la Universidad de Siena. Actualmente vive en
Portugal. Junto a su esposa, María José de Lancastre, ha traducido casi
todas las obras de Fernando Pessoa al italiano, estudiando no sólo su
idioma sino también su cultura y la realidad de su país. En 2004 recibió
en España el Premio Francisco Cerecedo de periodismo. En 2009 fue
finalista del Premio Príncipe de Asturias de Literatura en el año 2009.
Tiene un doctorado honoris causa por la Universidad de Liège.
Entre sus obras destacan La mujer de Porto Pim (1983), Nocturno hindú
(1984) merecedora del premio Médicis Étranger, Pequeños equívocos sin
importancia (1985), Los volátiles del beato angélico (1987), Réquiem
(1993), Sostiene Pereira (1994) que obtuvo los premios Campiello, Scanno
y Jean Monnet, La cabeza perdida de Damasteno Monteiro (1997) y La
gastritis de Platón (1999).

Yo me enamoré del aire pertenece al libro El tiempo envejece de prisa,
editado por Anagrama