Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Macario: cuento.

Macario
Juan Rulfo (México)
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas.
Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto
y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso:
que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien
quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la
alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana
saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las
ranas son verdes de todo a todo menos en la panza. Los sapos son negros.
También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para
hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he
comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa
es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes
como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina
cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las
ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer las
cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la
que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la
comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los
tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes
a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me
toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer
ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para
mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí
los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo
hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque
digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que
coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle
que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído
que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la
calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a
oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las
barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarrará mis manos; pero dice
que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba
ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por
no más. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice
lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer,
es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a
comer con ellos y luego que me les acercaba, me apedreaban hasta hacerme
correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy
contento en su casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena
conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las
flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca
recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa...
Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que
ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale,
sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el
almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto
donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o
echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar
de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la
lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el
hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba
más porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía
cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba
dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque
yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno
si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto
miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos
sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos,
por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo
primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me
hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo
ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa
dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le contará al Señor
todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él
pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de
arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe
más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino
porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos
chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las
tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso
dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la
cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares
del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin
quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después
más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda
con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y
entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el
tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches
y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si
sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo
quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como
cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para
ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la
iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: «El camino
de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es
oscuro.» Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto
cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi
cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas.
Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven
piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la
camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara
o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos,
porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a
salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor,
aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por
eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En
seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la
puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a
oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan
subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis
costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas
rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo
el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados
por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se
meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como
saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A
los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido
siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de
las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben
los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y
todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta
mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi
cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre
las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes.
Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a
que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo.
Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos,
se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó
una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos
queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su
nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y
rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi
remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que
puede... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si
anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear
gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea
comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas.
Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que
no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar
mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de
comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los
puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que
ella sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me
anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me
estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y
entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya
no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el
escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el
pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan
las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo
platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego
ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún
lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le
pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que
mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la
condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio,
y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde
están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de
volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche
buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del
obelisco...

Juan Rulfo (México)
Breve reseña sobre su obra
Nació en Sayuela en 1918 y murió en Ciudad de México en 1986. Su padre
muere cuando él tenía seis años y su madre, a los doce; es entonces
recluido en un orfanato. En 1943 se traslada a México, donde trabaja
como agente de inmigraciones en la Secretaría de la Gobernación,
recorriendo su país. En 1938 publica en algunas revistas sus principales
cuentos. En 1970 recibe el Premio Nacional de Literatura en México y en
1983 el Príncipe de Asturias de las Letras, en España. Sólo publica la
novela Pedro Páramo, en la que da una visión profunda del hombre
mexicano incorporando a la vez las nuevas técnicas de los narradores
contemporáneos como James Joyce, W. Faulkner y Marcel Proust. En El
llano en llamas (1953) recopila sus cuentos y presenta un fresco en el
que aúna la denuncia social y política a las críticas contra el sistema
de gobierno y contra la injusticia a la que están sometidos los
campesinos y los indígenas en México. Escribe también guiones
cinematográficos como Paloma herida (1963) y El gallo de oro (1964) y
publica un libro de fotos, Inframundo (1982).

El cuento Macario pertenece a El llano en llamas, publicado por Fondo de
Cultura Económica.