Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Doblaje: cuento.

Doblaje
Julio Ramón Ribeyro (Perú)
En aquella época vivía en un pequeño hotel cerca de Charing Cross y
pasaba los días pintando y leyendo libros de ocultismo. En realidad,
siempre he sido aficionado a las ciencias ocultas, quizás porque mi
padre estuvo muchos años en la India y trajo de las orillas del Ganges,
aparte de un paludismo feroz, una colección completa de tratados de
esoterismo. En uno de estos libros leí una vez una frase que despertó mi
curiosidad. No sé si sería un proverbio o un aforismo, pero de todos
modos era una fórmula cerrada que no he podido olvidar: "Todos tenemos
un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil
porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario".
Si la frase me interesó fue porque siempre había vivido atormentado por
la idea del doble. Al respecto, había tenido solamente una experiencia y
fue cuando al subir a un ómnibus tuve la desgracia de sentarme frente a
un individuo extremadamente parecido a mí. Durante un rato permanecimos
mirándonos con curiosidad hasta que al fin me sentí incómodo y tuve que
bajarme varios paraderos antes de mi lugar de destino. Si bien este
encuentro no volvió a repetirse, en mi espíritu se abrió un misterioso
registro y el tema del doble se convirtió en una de mis especulaciones
favoritas.
Pensaba, en efecto, que dados los millones de seres que pueblan el
globo, no sería raro que por un simple cálculo de probabilidades algunos
rasgos tuvieran que repetirse. Después de todo, con una nariz, una boca,
un par de ojos y algunos otros detalles complementarios no se puede
hacer un número infinito de combinaciones. El caso de los sosias venía,
en cierta forma, a corroborar mi teoría. En esa época, estaba de moda
que los hombres de Estado o los artistas de cine contrataran a personas
parecidas a ellas para hacerlas correr todos los riesgos de la
celebridad. Este caso, sin embargo, no me dejaba enteramente satisfecho.
La idea que yo tenía de los dobles era más ambiciosa; yo pensaba que a
la identidad de los rasgos debería corresponder identidad de
temperamento y a la identidad de temperamento -¿por qué no?- identidad
de destino. Los pocos sosias que tuve la oportunidad de ver unían a una
vaga semejanza física -completada muchas veces con la ayuda del
maquillaje- una ausencia absoluta de correspondencia espiritual. Por lo
general, los sosias de los grandes financistas eran hombres humildes que
siempre habían sido aplazados en matemáticas. Decididamente, el doble
constituía para mí un fenómeno más completo, más apasionante. La lectura
del texto que vengo de citar contribuyó no solamente a confirmar mi idea
sino a enriquecer mis conjeturas. A veces, pensaba que en otro país, en
otro continente, en las antípodas, en suma, había un ser exactamente
igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos, mis pasiones, mis
sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo que me
irritaba.
Con el tiempo la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas
semanas no pude trabajar y no hacía otra cosa que repetirme esa extraña
fórmula esperando quizás que, por algún sortilegio, mi doble fuera a
surgir del seno de la tierra. Pronto me di cuenta que me atormentaba
inútilmente, que si bien esas líneas planteaban un enigma, proponían
también la solución: viajar a las antípodas.
Al comienzo rechacé la idea del viaje. En aquella época tenía muchos
trabajos pendientes. Acababa de empezar una madona y había recibido,
además, una propuesta para decorar un teatro. No obstante, al pasar un
día por una tienda del Soho, vi un hermoso hemisferio exhibiéndose en
una vitrina. En el acto lo compré y esa misma noche lo estudié
minuciosamente. Para gran sorpresa mía, comprobé que en las antípodas de
Londres estaba la ciudad australiana de Sydney. El hecho de que esta
ciudad perteneciera al Commonwealth me pareció un magnífico augurio.
Recordé, asimismo, que tenía una tía lejana en Melbourne, a quien
aprovecharía para visitar. Muchas otras razones igualmente
descabelladas fueron surgiendo -una insólita pasión por las cabras
australianas- pero lo cierto es que a los tres días, sin decirle nada a
mi hotelero para evitar sus preguntas indiscretas, tomé el avión con
destino a Sydney.
No bien había aterrizado cuando me di cuenta de lo absurda que había
sido mi determinación. En el trayecto había vuelto a la realidad, sentía
la vergüenza de mis quimeras y estuve tentado de tomar el mismo avión de
regreso. Para colmo, me enteré de que mi tía de Melbourne hacía años que
había muerto. Luego de un largo debate decidí que al cabo de un viaje
tan fatigoso bien valía la pena quedarse unos días a reposar. Estuve en
realidad siete semanas.
Para empezar, diré que la ciudad era bastante grande, mucho más de lo
que había previsto, de modo que en el acto renuncié a ponerme en la
persecución de mi supuesto doble. Además, ¿cómo haría para encontrarlo?
Era en verdad ridículo detener a cada transeúnte en la calle a
preguntarle si conocía a una persona igual a mí. Me tomarían por loco. A
pesar de esto, confieso que cada vez que me enfrentaba a una multitud,
fuera a la salida de un teatro o en un parque público, no dejaba de
sentir cierta inquietud y contra mi voluntad examinaba cuidadosamente
los rostros. En una ocasión, estuve siguiendo durante una hora, presa de
una angustia feroz, a un sujeto de mi estatura y mi manera de caminar.
Lo que me desesperaba era la obstinación con que se negaba a volver el
semblante. Al fin, no pude más y le pasé la voz. Al volverse, me enseñó
una fisonomía pálida, inofensiva, salpicada de pecas que, ¿por qué no
decirlo?, me devolvió la tranquilidad. Si permanecí en Sydney el
monstruoso tiempo de siete semanas no fue seguramente por llevar
adelante estas pesquisas sino por razones de otra índole: porque me
enamoré. Cosa rara en un hombre que ha pasado los treinta años, sobre
todo en un inglés que se dedica al ocultismo.
Mi enamoramiento fue fulminante. La chica se llamaba Winnie y trabajaba
en un restaurante. Sin lugar a dudas, ésta fue mi experiencia más
interesante en Sydney. Ella también pareció sentir por mí una atracción
casi instantánea, lo que me extrañó, desde que yo he tenido siempre poca
fortuna con las mujeres. Desde un comienzo aceptó mis galanterías y a
los pocos días salíamos juntos a pasear por la ciudad. Inútil describir
a Winnie; sólo diré que su carácter era un poco excéntrico. A veces me
trataba con enorme familiaridad; otras, en cambio, se desconcertaba ante
algunos de mis gestos o de mis palabras, cosa que lejos de enojarme me
encantaba. Decidido a cultivar esta relación con mayor comodidad,
resolví abandonar el hotel y, hablando por teléfono con una agencia,
conseguí una casita amoblada en las afueras de la ciudad.
No puedo evitar un poderoso movimiento de romanticismo al evocar esta
pequeña villa. Su tranquilidad, el gusto con que estaba decorada, me
cautivaron desde el primer momento. Me sentía como en mi propio hogar.
Las paredes estaban decoradas con una maravillosa colección de mariposas
amarillas, por las que yo cobré una repentina afición. Pasaba los días
pensando en Winnie y persiguiendo por el jardín a los bellísimos
lepidópteros. Hubo un momento en que decidí instalarme allí en forma
definitiva y ya estaba dispuesto a adquirir mis materiales de pintura,
cuando ocurrió un accidente singular, quizá explicable, pero al cual yo
me obstiné en darle una significación exagerada.
Fue un sábado en que Winnie, luego de ofrecerme una tenaz resistencia,
resolvió pasar el fin de semana en mi casa. La tarde transcurrió
animadamente, con sus habituales remansos de ternura. Hacia el
anochecer, algo en la conducta de Winnie comenzó a inquietarme. Al
principio yo no supe qué era y en vano estudié su fisonomía, tratando de
descubrir alguna mudanza que explicara mi malestar. Pronto, sin embargo,
me di cuenta de que lo que me incomodaba era la familiaridad con que
Winnie se desplazaba por la casa. En varias ocasiones se había dirigido
sin vacilar hacia el conmutador de la luz. ¿Serían celos? Al principio
fue una especie de cólera sombría. Yo sentía verdadera afección por
Winnie y si nunca le había preguntado por su pasado fue porque ya me
había forjado algunos planes para su porvenir. La posibilidad de que
hubiera estado con otro hombre no me lastimaba tanto como que aquello
hubiera ocurrido en mi propia casa. Presa de angustia, decidí comprobar
esta sospecha. Yo recordaba que curioseando un día por el desván, había
descubierto una vieja lámpara de petróleo. De inmediato pretexté un
paseo por el jardín.
-Pero no tenemos con qué alumbrarnos -murmuré.
Winnie se levantó y quedó un momento indecisa en medio de la habitación.
Luego la vi dirigirse hacia la escalera y subir resueltamente sus
peldaños. Cinco minutos después apareció con la lámpara encendida.
La escena siguiente fue tan violenta, tan penosa, que me resulta difícil
revivirla. Lo cierto es que monté en cólera, perdí mi sangre fría y me
conduje de una manera brutal. De un golpe derribé la lámpara, con riesgo
de provocar un incendio, y precipitándome sobre Winnie, traté de
arrancarle a viva fuerza una imaginaria confesión. Torciéndole las
muñecas, le pregunté con quién y cuándo había estado en otra ocasión en
esa casa. Sólo recuerdo su rostro increíblemente pálido, sus ojos
desorbitados, mirándome como a un enloquecido. Su turbación le impedía
pronunciar palabra, lo que no hacía sino redoblar mi furor. Al final,
terminé insultándola y ordenándole que se retirara del lugar. Winnie
recogió su abrigo y atravesó a la carrera el umbral.
Durante toda la noche no hice otra cosa que recriminarme mi conducta.
Nunca creí que fuera tan fácilmente excitable y en parte atribuía esto a
mi poca experiencia con las mujeres. Los actos que en Winnie me habían
sublevado me parecían, a la luz de la reflexión, completamente normales.
Todas esas casas de campo se parecen unas a otras y lo más natural era
que en una casa de campo hubiera una lámpara y que esta lámpara se
encontrara en el desván. Mi explosión había sido infundada, peor aún, de
mal gusto. Buscar a Winnie y presentarle mis excusas me pareció la única
solución decente. Fue inútil; jamás pude entrevistarme con ella. Se
había ausentado del restaurante y cuando fui a buscarla a su casa se
negó a recibirme. A fuerza de insistir salió un día su madre y me dijo
de mala manera que Winnie no quería saber absolutamente nada con locos.
¿Con locos? No hay nada que aterrorice más a un inglés que el apóstrofe
de loco. Estuve tres días en la casa de campo tratando de ordenar mis
sentimientos. Luego de una paciente reflexión, comencé a darme cuenta de
que toda esa historia era trivial, ridícula, despreciable. El origen
mismo de mi viaje a Sydney era disparatado. ¿Un doble? ¡Qué insensatez!
¿Qué hacía yo allí, perdido, angustiado, pensando en una mujer
excéntrica a la que quizá no amaba, dilapidando mi tiempo, coleccionando
mariposas amarillas? ¿Cómo podía haber abandonado mis pinceles, mi té,
mi pipa, mis paseos por Hyde Park, mi adorable bruma del Támesis? Mi
cordura renació; en un abrir y cerrar de ojos hice mi equipaje, y al día
siguiente estaba retornando a Londres.
Llegué entrada la noche y del aeródromo fui directamente a mi hotel.
Estaba realmente fatigado, con unos enormes deseos de dormir y de
recuperar energías para mis trabajos pendientes. ¡Qué alegría sentirme
nuevamente en mi habitación! Por momentos me parecía que nunca me había
movido de allí. Largo rato permanecí apoltronado en mi sillón,
saboreando el placer de encontrarme nuevamente entre mis cosas. Mi
mirada recorría cada uno de mis objetos familiares y los acariciaba con
gratitud. Partir es una gran cosa, me decía, pero lo maravilloso es
regresar.
¿Qué fue lo que de pronto me llamó la atención? Todo estaba en orden,
tal como lo dejara. Sin embargo, comencé a sentir una viva molestia. En
vano traté de indagar la causa. Levantándome, inspeccioné los cuatro
rincones de mi habitación. No había nada extraño pero se sentía, se
olfateaba una presencia, un rastro a punto de desvanecerse...
Unos golpes sonaron en la puerta. Al entreabrirla, el botones asomó la
cabeza.
-Lo han llamado del Mandrake Club. Dicen que ayer ha olvidado usted su
paraguas en el bar. ¿Quiere que se lo envíen o pasará a recogerlo?
-Que lo envíen -respondí maquinalmente.
En el acto me di cuenta de lo absurdo de mi respuesta. El día anterior
yo estaba volando probablemente sobre Singapur. Al mirar mis pinceles
sentí un estremecimiento: estaban frescos de pintura. Precipitándome
hacia el caballete, desgarré la funda: la madona que dejara en bosquejo
estaba terminada con la destreza de un maestro y su rostro, cosa
extraña, su rostro era de Winnie.
Abatido caí en mi sillón. Alrededor de la lámpara revoloteaba una
mariposa amarilla.

Julio Ramón Ribeyro (Perú)
Breve reseña sobre su obra
Nacido en Lima, Perú, el 31 de agosto de 1929. Inició sus estudios en el
Colegio Champagnat, y luego ingresó en la Universidad Católica (1946),
en la que cursó las carreras de Letras y Derecho. Viajó a España gracias
a una beca en 1952; más tarde se trasladó a París y estudió en La Sorbona.
De vuelta a Lima (1958) la Universidad de Huamanga le encargó la
creación de un Instituto de Cultura Popular. Pero pronto regresó a París
(1961), y durante diez años ejerció el periodismo como redactor y
traductor de la agencia France Press. Fue nombrado agregado cultural en
la embajada de París; ejerció también como representante ante la Unesco.
Es autor de dos novelas, Crónica de San Gabriel (1960), que consiguió el
Premio Nacional de Literatura, y Geniecillos dominicales (1965), y de
varios libros de cuentos: Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de
Circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964). Como
dramaturgo ha ganado un premio en el Concurso Nacional de Teatro con
Santiago el Pajarero (1965).

Doblaje aparece publicado en Cuentos Completos, publicada por Editorial
Alfaguara.