Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mamá, Rimma y Ala: cuento.

Mamá, Rimma y Ala
Isaac Bábel (Rusia)
El día amaneció ajetreado.
La víspera, la sirvienta se plantó y se fue. Varvara Stepánovna tuvo
ella misma que hacerlo todo. Además, trajeron muy temprano el recibo de
la electricidad. En tercer lugar, los hermanos estudiantes Rastojin
plantearon una demanda totalmente inesperada. Dijeron que de noche
habían recibido un telegrama de Kaluga de que el padre estaba enfermo y
que debían ir a verle. Como dejaban libre la habitación, pedían los 60
rublos de fianza a Varvara Stepánovna.
Varvara Stepánovna respondió que no tenía explicación eso de dejar la
habitación en abril, cuando nadie la alquilaría y que se veía apurada
para devolver un dinero no prestado, sino abonado a cuenta del alquiler,
aunque anticipado.
Los Rastojin discreparon de Varvara Stepánovna. La conversación se hizo
lenta y hostil. Los estudiantes eran unos majaderos tozudos e
irresolutos de chaquetas largas y aliñadas. Pensaron que no volverían a
ver el dinero. Entonces el mayor propuso a Varvara Stepánovna que
pignorase el aparador y el espejo.
Varvara Stepánovna se puso colorada y dijo que no permitía ese tono, que
la propuesta de Rastojin era una sandez, que ella conocía de leyes, que
su marido era vocal del tribunal distrital de Kamchatka, etc. El menor
de los Rastojin se subió a la parra y dijo que le importaba tres cominos
que su marido fuera vocal en Kamchatka, que el kopek que caía en manos
de ella era dinero perdido, que el hospedaje en casa de Varvara
Stepánovna -todo ese barullo, suciedad y desbarajuste- era algo
imposible de olvidar, que el tribunal distrital de Kamchatka estaba
lejos, mientras que el juez de paz de Moscú caía cerca...
Así acabó la conversación. Los Rastojin se marcharon con morros, llenos
de un odio estúpido, y Varvara Stepánovna se fue a la cocina a preparar
el café a Stanislav Marjotski, otro estudiante hospedado. Hacía unos
minutos que de su habitación llegaban timbrazos estridentes y prolongados.
Varvara Stepánovna se hallaba en la cocina ante el mechero de alcohol,
portaba sobre su gruesa nariz unos lentes de níquel, ensanchados de tan
viejos, el pelo canoso desgreñado, la blusa rosa de la mañana con
manchas. Mientras preparaba el café pensaba que esos mocosos jamás le
habrían hablado en ese tono si no fuera por la eterna escasez de dinero,
si no fuera por esa desdichada necesidad de andar pidiendo prestado,
ocultándose y mintiendo.
Hizo café y una tortilla a Marjotski y le sirvió el desayuno en su
habitación.
Marjotski era polaco: alto, huesudo, rubio, con unas cuidadas y largas
piernas. Aquella mañana vestía una elegante chaqueta gris para andar por
casa, con alamares.
Varvara Stepánovna fue recibida con disgusto.
-Ya estoy harto -dijo él- de que nunca haya criada, de tener que estar
llamando una hora y llegar tarde a clase...
Era cierto que muchas veces no había criada y que Marjotski se pasaba
largo rato llamando, pero esta vez el descontento se debía a otra causa.
La noche anterior él y Rimma, la hija mayor de Varvara Stepánovna,
estuvieron en el diván de la sala. Varvara Stepánovna los vio besarse
unas tres veces y abrazarse. Allí permanecieron hasta las once, después
hasta las doce y después Stanislav recostó la cabeza sobre el pecho de
Rimma y se quedó dormido. En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el
rincón de un diván dormido sobre el pecho de una colegiala que conocimos
por casualidad? La cosa no tiene nada de malo y no trae consecuencias,
pero se debe tomar en consideración a los demás, que al día siguiente la
niña deberá ir al colegio.
Varvara Stepánovna sólo a la una y media comentó de mal humor que ya
estaba bien. Marjotski, pletórico de soberbia polaca, mordió los labios
y se enfadó. Rimma lanzó a la madre una mirada de indignación.
La cosa no pasó de ahí. Pero por lo visto, Stanislav aún se acordaba al
día siguiente. Varvara Stepánovna le puso el desayuno, echó sal y salió.
Eran las once de la mañana. Varvara Stepánovna levantó las cortinas en
la habitación de sus hijas. Los rayos ligeros y brillantes de un sol
tibio se extendieron por el suelo descuidado, sobre la ropa
desparramada, sobre el estante polvoriento.
Las niñas ya se habían despertado. Rimma, la mayor, era delgada, menuda,
de mirada rápida, morena. Ala, un año más joven -diecisiete escasos- era
más corpulenta que la hermana, blanca, lenta de movimientos, de piel
suave y blanducha, con una expresión dulce y pensativa en los ojos azules.
La madre salió y Ala comenzó a hablar. Dejó caer el brazo relleno
desnudo sobre la colcha, apenas movía los dedos blancos.
-Verás lo que he soñado, Rimma -dijo-. Figúrate una ciudad rara, una
ciudad pequeña rusa, incomprensible... El cielo es de un gris claro y
está bajo y el horizonte muy cerca. En las calles el polvo también es
gris, aplanado, tranquilo. Todo está muerto, Rimma. No se oyen sonidos,
no se ven personas. Parece que ando por callejones desconocidos, cerca
de casas de madera, pequeñas y silenciosas.
Unas veces son callejones sin salida, otras es un camino y no veo más
allá de los diez pasos, pero es un camino sin fin. Delante de mí va
arremolinándose un polvo ligero. Me acerco y veo coches de boda. En uno
va Mijail con la novia. La novia lleva velo y tiene cara de ser feliz.
Yo voy al lado de los coches y me parece que soy la más alta y me duele
el corazón. Después todos se dan cuenta de mi presencia. Se paran los
coches. Mijail se me acerca, me coge la mano y despacio me lleva a un
callejón. "Amiga Ala -dice con voz monótona-, ya sé que todo es triste.
No hay remedio, porque no la amo a usted". Yo sigo a su lado, se me
estremece el corazón y vuelven a abrirse nuevos caminos grises.
Ala calló.
-Es un sueño de mal agüero -agregó-. ¿Quién sabe? Como ahora todo me va
mal, quizá después todo se ponga mejor y reciba una carta.
-¡Naranjas! -respondió Rimma-, debiste pensarlo mejor antes y no andar
pelando la pava. ¿Oye? Hoy voy a hablar con mamá... -dijo inesperadamente.
Rimma se levantó, se vistió y se acercó a la ventana.
Moscú estaba en primavera. La humedad cálida puso brillo a la valla
larga y sombría que se extendía por la acera de enfrente a todo lo largo
del callejón.
En el jardincito junto a la iglesia la hierba estaba húmeda y verde. En
una imagen, instalada sobre un poste torcido al entrar a la iglesia, el
sol doraba suavemente la orla empeñada y resbalaba por el rostro oscuro
del santo.
Las chicas pasaron al comedor. Varvara Stepánovna estaba allí; comía
mucho y con dedicación; a través de los lentes iba observando los
bizcochos, el café, el jamón... Apuraba el café a sorbos grandes y
ruidosos y engullía los bizcochos con presteza y codicia, como si se
ocultara.
-Mamá -le dijo Rimma severa y levantó con arrogancia su carita-, quiero
hablar contigo. No te pongas roja. Todo se tranquilizará de una vez para
siempre. No puedo vivir más contigo. Déjame en libertad.
-Si lo deseas -respondió Varvara Stepánovna tranquila, y puso en Rimma
sus ojos incoloros-. ¿Por lo de ayer?
-No por lo de ayer. Aquí me asfixio.
-¿Y qué piensas hacer?
-Ir a unos cursillos, estudiar taquigrafía, ahora hay demanda.
-Ahora hay taquígrafas a patadas. Anda, que te están esperando...
-No te pediré ayuda, mamá -chilló Rimma-, no te pediré ayuda. Déjame en
libertad.
-Si lo deseas -repitió Varvara Stepánovna-. Yo no te retengo.
-Dame la partida.
-No te doy la partida.
Hasta aquí la conversación había transcurrido en una calma sorprendente.
Ahora Rimma sintió que la partida le daba razón para chillar.
-Me hace mucha gracia -rió con sarcasmo-, ¿y dónde me registro sin la
partida?
-No te doy la partida.
-Pues me voy de querida -gritó histéricamente Rimma-, me entrego a un
gendarme...
-¿Quién te va a coger? -Varvara Stepánovna observó con mirada crítica la
figura temblorosa y la cara ardiente de la hija-. Como que el gendarme
no encontrará nada mejor...
-Me voy a la Tverskaya -gritaba Rimma-, me voy con un viejo. No quiero
vivir con ella, con esta imbécil, imbécil, imbécil...
-Así tratas a tu madre, ¿eh? -Varvara Stepánovna se levantó con
dignidad-; en la casa hay miseria, todo se viene abajo, hay escasez, yo
intento olvidarme, y tú... de esto se va a enterar papá...
-Yo misma escribiré a Kamchatka -gritó Rimma frenética-, papá me dará el
pasaporte...
Varvara Stepánovna salió. Rimma, pequeña y despeinada, recorría la
habitación agitada. En su cerebro surgían algunas frases de su futura
carta a papá.
"Querido papá -escribirá ella-: tú tienes tus asuntos, ya lo sé, pero
debo contártelo todo... Dejemos a conciencia de mamá la afirmación de
que Stasik quedó dormido en mi pecho. Él dormía en un cojín bordado,
pero el centro de gravedad reside en otra cuestión. Mamá es tu esposa y
tú serás parcial, pero no puedo quedarme más en casa, ella es
inaguantable... Si quieres, iré contigo a Kamchatka, pero necesito el
pasaporte, papaíto...".
Rimma caminaba y Ala, desde el diván, observaba a su hermana.
Pensamientos suaves y tristes se posaban en su alma.
"Rimma se alborota -pensaba- y yo soy desdichada. Todo es triste, todo
es inexplicable...".
Se fue a su habitación y se acostó. Pasó Varvara Stepánovna en corsé,
empolvada con abundancia e inocencia, roja, desconcertada y deplorable.
-Ah, ahora que me acuerdo -dijo-, los Rastojin se mudan hoy. Hay que
darles sesenta rublos, amenazan con llevar el asunto al juez. En la
fresquera hay huevos. Cuécelos, que yo voy al monte de piedad.
Cuando a las seis de la tarde Marjotski llegó de clase, en el recibidor
vio unas maletas hechas. De la habitación de los Rastojin llegaba ruido;
por lo visto, discutían. Allí mismo, en el recibidor, Varvara
Stepánovna, de forma fulminante y con una decisión desesperada, le pidió
diez rublos prestados. Sólo en su cuarto, Marjotski cayó en la cuenta de
que había hecho una tontería.
La habitación de Marjotski se diferenciaba de las otras en el piso de
Varvara Stepánovna. Estaba limpia, llena de baratijas y de tapices.
Sobre las mesas se hallaban en orden utensilios de dibujo, pipas
elegantes, tabaco inglés, cuchillos blancos de marfil para cortar el papel.
Stanislav no se había mudado aún, cuando en la habitación entró sigilosa
Rimma. Fue recibida secamente.
-¿Te enfadas, Stasik? -preguntó la muchacha.
-No me enfado -respondió el polaco-, únicamente ruego que se me exima de
la obligación de presenciar los excesos de su mamá de usted.
-Pronto se acabará todo -dijo Rimma-, pronto seré libre, Stasik...
Ella se sentó a su lado en el diván y le abrazó.
-Soy hombre -comenzó entonces a hablar Stasik-, este vegetar platónico
no me va, por delante tengo una carrera...
Irritado decía las palabras que casi siempre se dicen a ciertas mujeres.
No hay de qué hablar con ellas, fastidia gastar ternuras en ellas, pero
ellas se resisten a pasar a lo fundamental.
Stasik decía que el deseo le consumía; eso le impedía trabajar, le
inquietaba; de una forma y otra, pero había que poner fin a la cosa; en
cuanto a él, casi le tenía sin cuidado qué decisión se tomara, pero que
se tomara alguna.
-¿A qué vienen aquí esas palabras? -profirió Rimma pensativa-. ¿A qué
viene eso de que "soy hombre", de que "hay que acabar" no sé qué? ¿A qué
viene esa cara tan enfadada y tan fría? ¿Es que no se puede hablar de
otra cosa? Es triste, Stasik. Estamos en primavera, todo es tan bonito y
nosotros aquí riñendo...
Stasik no respondió. Ambos callaron.
Junto al horizonte se apagaba un ocaso flámeo que arrebolaba de brillo
escarlata el cielo lejano. En el otro extremo colgaba una penumbra
ligera, que se iba espesando lentamente. La habitación quedó llena de la
última luz rubicunda. En el diván Rimma se inclinaba más y más
cariñosamente hacia el estudiante. Ocurría lo que casi siempre les venía
pasando a esa hora, la más hermosa del día.
Stanislav besó a la muchacha. Ella recostó la cabeza sobre el cojín y
cerró los ojos. Ambos se inflamaron. A los pocos minutos Stanislav la
besaba sin cesar y en un arrebato de pasión ciega e insaciada comenzó a
zarandear por la habitación su cuerpo delgadito y febril. Le rompió la
blusa y el sujetador. Rimma, con los labios secos y ojerosa, ponía sus
labios a los besos y con una mueca retorcida, dolorosa, protegía su
virginidad. En uno de esos instantes picaron a la puerta. Rimma vagó
aturdida por la habitación, apretando contra su pecho los jirones de la
blusa destrozada.
Tardaron en abrir. Era un compañero de Stanislav. Aquél, con la burla
apenas oculta en la mirada, siguió a Rimma, que se escurrió de la
habitación. Pasó a ocultas a su cuarto, cambió de blusa y se apoyó en el
cristal frío de la ventana para calmarse.
En el monte de piedad a Varvara Stepánovna por la plata familiar sólo le
dieron cuarenta rublos. Diez rublos pidió a Marjotski, y fue a pedir el
resto a casa de los Tijónov, a pie del Strastnoi a la Pokrovka. Estaba
tan azorada que se olvidó del tranvía.
En casa, además de los Rastojin amotinados, le esperaba para un asunto
Mirlits, adjunto de abogado, un joven alto, con raíces podridas en lugar
de los dientes y con ojos grises, húmedos y bobalicones.
Hacía un tiempo, por falta de dinero, Varvara Stepánovna decidió
hipotecar con poder la casa del marido en Kolomna. Mirlits trajo el
texto de la hipoteca. A Varvara Stepánovna la cosa le pareció no del
todo clara, que debiera consultar a alguien antes de rematar el asunto,
pero demasiados sobresaltos -se dijo- le habían caído en suerte... Vayan
con Dios todos ellos, los huéspedes, las hijas, las groserías.
Tratados los asuntos, Mirlits descorchó una botella de Muscat-Lunel de
Crimea, que trajo consigo -conocía la debilidad de Varvara Stepánovna.
Bebieron un vaso y se dispusieron a repetir. Las voces crecieron, a
Varvara Stepánovna se le puso roja la nariz carnosa, las ballenas del
corsé le sobresalían y podían contarse. Mirlits decía chistes y se
desternillaba. Rimma, con la blusa nueva, cambiada, permanecía
silenciosa en un rincón.
Bebido el Muscat-Lunel, Varvara Stepánovna y Mirlits salieron a dar una
vuelta. Varvara Stepanovna se notaba un poco borracha, sentía vergüenza
de ello, mas por otra parte le daba igual, porque la vida, vaya por
Dios, bastantes sinsabores tenía.
Varvara Stepánovna regresó antes de lo que esperaba porque los Boiko, a
los que quería ver, no estaban. Al regresar se asombró del silencio en
la casa. A esa hora las chicas solían bromear con los estudiantes,
carcajear, corretear. Sólo se oía ruido en el baño. Varvara Stepánovna
entró en la cocina, desde cuya ventana podía observarse lo que pasaba en
el baño.
Se acercó al ventano y vio un cuadro extraordinario, raro; vio esto: el
horno, en el que calentaban el agua, se puso al rojo vivo. La bañera
estaba llena de agua hirviente. Ante el horno se hallaba Rimma de
rodillas. Tenía en las manos unas tenacillas para rizar el pelo. Las
calentaba al fuego. Ante la bañera estaba Ala desnuda. Sueltas las
largas trenzas. De los ojos le caían lágrimas.
-Acércate -dijo a Rimma-. Escucha, a ver si da golpes...
Rimma puso la oreja sobre su barriga tierna, un tanto abultada.
-No da -respondió-. De todas formas, no debes dudar.
-Voy a morir -musitó Ala-. El agua me escaldará. No lo aguantaré. Deja
las tenacillas. Tú no sabes cómo se hace.
-Todos lo hacen así -profirió Rimma-. Basta de gimotear, Ala. No es cosa
de ponerte a parir, ¿verdad?
Ala se disponía a entrar en la bañera, y no tuvo tiempo: en ese momento
se oyó la voz inolvidable, débil, ronca de su madre:
-¿Qué estáis haciendo, hijas?
Dos horas después, Ala, abrigada, mimada y llorada, yacía en la cama
ancha de Varvara Stepánovna Lo contó todo y se sintió aliviada. Se
imaginaba pequeñita, con una ridícula pena infantil.
Rimma, sin ruido, sin palabras, se movía por la habitación, hizo la
limpieza, preparó té a su madre, la obligó a cenar, hizo todo para que
el dormitorio estuviera limpio. Después encendió una lamparilla en la
que desde hacía dos semanas no echaban aceite; al desvestirse procuró no
hacer ruido y se acostó al lado de su hermana.
Varvara Stepánovna estaba sentada a la mesa. Veía la lamparilla, su
llama inmutable de un rojo oscuro, que iluminaba pobremente a la Virgen
María. La chispa le seguía causando un ligero y raro mareo. Las niñas se
durmieron pronto. Ala tenía la cara blanca, grande y tranquila. Rimma,
arrimada a ella, suspiraba en sueños y temblaba.
Cerca de la una de la madrugada Varvara Stepánovna encendió una vela, se
puso ante sí una cuartilla y escribió al marido:
"Querido Nikolai: hoy estuvo Mirlits, un judío muy decente, y mañana
vendrá el señor que da el dinero por la casa. Creo hacer bien, pero cada
vez estoy más intranquila, porque no confió en mí. Sé que tienes tus
sinsabores, tu trabajo y no debiera escribirte eso, pero nuestra casa,
Nikolai, no se arregla. Las niñas se hacen mayores, hoy la vida exige
muchas cosas -cursillos, taquigrafía-, las chicas quieren más libertad.
Hace falta un padre, quizá haya que gritarles, pero en mí no se puede
confiar. Sigo creyendo que tu viaje a Kamchatka fue un error. Si
estuvieras aquí nos mudaríamos al Starokolenni, allí se alquila un
pisito muy soleado.
Rimma adelgazó y tiene mal aspecto. Todo el mes cogimos nata en la
lechería de enfrente y las niñas mejoraron mucho, pero hemos dejado de
cogerla. Mi hígado tan pronto se deja sentir como se calma. Escribe más
a menudo. Después de tus cartas me cuido, no como arenques y el hígado
me deja tranquila. Ven, Kolia. Descansaríamos. Saludos de las niñas. Te
beso muy fuerte. Tu Varia".

Isaac Bábel (Rusia)
Breve reseña sobre su obra
Periodista, escritor y dramaturgo soviético de origen judío nacido en
Odessa en 1894. Fue rechazado de las clases preparatorias del Instituto
Comercial Nicolás I, por lo que recibió educación en su casa, estudiando
el Talmud, música clásica, lengua y literatura francesa. Rechazado
también de la Universidad de Odesa, Bábel ingreso al Instituto de
Comercio de Kiev.
Luchó por el comunismo soviético en la Guerra Civil Rusa, trabajó como
traductor para los servicios de la contra-inteligencia y ocupó un puesto
en el Comité Regional del Partido Bolchevique. En 1940, luego de la
subida de Stalin al poder, Bábel fue detenido, torturado y ejecutado.
Sus primeros cuentos fueron publicados en la revista Letopis, con el
apoyo de Máximo Gorki, y en la famosa revista LEF, de Vladímir Maiakovski.
Entre sus obras más importantes destacan la novela Caballería roja
(1926) y Cuentos de Odessa (1931).

Mamá, Rimma y Ala pertenece a El despertar, publicado por Editorial La
Página.