Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El pecado: cuento.

El pecado
Tadeusz Rozewicz (Polonia)
-Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo
sientes también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
-Nada sabemos el uno del otro.
-Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de sucesos
extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad
es que no son muy interesantes.
-Háblame de ti, únicamente de ti.
-¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha
ocurrido. Jamás desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal
tentación, tal pavor. Recuerdo cada una de las palabras, todos los
reflejos de luz, las partículas de polvo. Tenía entonces ocho años... En
nuestra casa no eran muchos los objetos bellos. Había un casco de obús
en la mesa de la sala. Esa fue la única cosa hermosa que tuvimos.
Durante muchos años...
-¿Un casco de obús?
-Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la
cubierta o funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de
cobre, brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un
extremo tenía una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo
de una bala de artillería utilizada en la primera Guerra Mundial. En la
segunda ya no se fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos.
En la anterior se podían dar el lujo de balas costosas; de cualquier
manera no se había inventado aún una aleación más barata para sustituir
el cobre. Siempre he confundido el cobre con el bronce. Siempre hemos
dicho moneditas de cobre, aunque seguramente eran de latón o de estaño.
En invierno, mi madre adornaba aquel casco de obús con flores de papel
rizado. La vida era difícil después de la primera guerra. Nosotros
éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi padre
pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno
cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. En la habitación siempre
sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa,
aunque no los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y
zurcía. En ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico.
Había una lámpara de aceite en la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero
todos los rincones de la habitación se sumergían en la penumbra. En las
paredes se deslizaban las sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al
abrir la puerta, advertí un objeto en la mesa. Era parecido a un gran
huevo. No me fijé en el obús, supongo que ya lo había olvidado. Me
acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel vaso. Era blanco, luminoso y
casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí la mano, pero
al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi madre me
preguntó con una sonrisa:
-¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a
moverlo. Es un vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a
enojarse conmigo por haberlo comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora
mucho mejor.
-¿Para qué es? ¿Es un florero?
-No -dijo mi madre-, no es para flores.
-¿Para qué, entonces?
-Para nada. Sencillamente es hermoso, tiene una forma preciosa. Sirve
sólo de adorno; pero no lo toques, por favor.
-¿Por qué?
-Porque las cosas hermosas no se tocan -dijo mi madre, y salió.
Continué observando el jarrón de porcelana un buen rato. Era la primera
cosa hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función
especial y que se resumía en su propia forma. Naturalmente había sillas,
mesas, utensilios, platos, cucharas, una cubeta, un espejo, un reloj,
una plancha, una estufa, un molino de carne... Pero todos aquellos
objetos servían, cumplían una función determinada. Aun el casco de obús
había sido en otra época un proyectil. En cambio, aquel hermoso vaso no
tenía ninguna utilidad. Nunca había sido otra cosa. En realidad no era
propiamente un vaso. No se podía llenar de agua y poner flores en él.
Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en nuestra casa de
repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara comprar un vaso. El
espejo y la nueva mesa fueron discutidos durante meses: decían que había
que comprarlos, que no teníamos suficiente dinero por el momento y cosas
por ese estilo. Pero el vaso apareció como por arte de magia. Como un
huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida. Casi todos los objetos
de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me encontraba solo en
el apartamento. Me acerqué a la mesa y contemplé el vaso. Luego extendí
la mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de que
hacía calor. Lo que mejor recuerdo es la luz del vaso. La luz en la
habitación era semejante a la que existe bajo la fronda de un gran
árbol. Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si
el agua fluyera a través de los muros. El vaso permanecía en medio de
este mundo. Lo acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su
fría superficie. Puse la mano en él y sentí en la palma su convexidad,
su redondez. Era como si estuviese modelando una bella forma. Mantuve la
mano sobre el vaso, y después de un buen rato sentí cómo se calentaba la
superficie. Retiré la mano y me dirigí a la cocina donde guardaba mis
soldados de plomo en un cajón bajo la mesa. Los coloqué en columnas.
Pero el juego no logró entretenerme. Los volví a meter en la caja y
regresé a la sala. Puse el oído sobre el vaso y lo golpeé delicadamente.
Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había estado
solo, pero ahora estaba con el vaso, aquel objeto extraño en nuestra
casa. Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos
los objetos, muebles, cuadros, se relacionaban con nosotros y entre sí
por lazos invisibles. Como venas que conducen la sangre. El vaso, en
cambio era algo único. Al margen de todo lo existente. ¿Era realmente
bello? Ahora ya no lo sé. Pero ni siquiera entonces me parecía bello.
Era misterioso, ajeno. Algo no de nuestra casa. Mi sentimiento hacia él
era igual al del salvaje que adora un ídolo. Una figura milagrosa
llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable. Pero debe haber sido
bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
-¿No es verdad que es muy hermoso?
Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
-Adorna la sala mejor que el mueble más fino.
Pasaron varias semanas. El calor llegaba de la estufa de carbón,
encendida de la mañana a la noche. Era ya invierno. Los charcos estaban
cubiertos con capas de hielo. Los rompíamos con piedras o con los clavos
de nuestras botas. El hielo se quebraba, y blancas líneas como cabellos
aparecían en la superficie. Ampollas de aire fluían en las ventanas como
en los tubos de cristal de un alambique. Un día se me inflamó una
amígdala y no fui a la escuela. Permanecí en cama, leyendo una
historieta ilustrada en papel color de rosa... Bueno, no del todo rosa,
pero de un tono bastante parecido. Seguía yo con la mirada las
peripecias de La mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba
el vaso en la mesa. Permanecía allí extraño, perfecto e intocable.
Aunque no había nadie en casa, me acerqué sigilosamente, de puntillas.
Irrumpí en el silencio en que el vaso se envolvía como entre algodones.
Tiré del mantel y el vaso se tambaleó. Tiré más fuerte. El vaso cayó de
lado. Había algunos periódicos en la mesa. El vaso rodó unos cuantos
centímetros y se detuvo en el borde. Desde su interior brillaba el azul.
Sabía lo que iba a suceder. Estaba terriblemente, asustado. Comencé
entonces a rezar: "Ángel Santo de mi guarda, mi dulce compañía, no me
desampares ni de noche ni de día"; pero algo me impulsaba, y volví a
tirar del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio
quien se me apareció; fue el demonio quien movió mi mano y me hizo tirar
del mantel. Yo realmente no quería hacerlo. Pude aún, en el último
momento, detener el vaso, pues giró sobre su eje y muy lentamente cayó
al suelo. Sí, cayó muy lentamente; pude haberlo detenido en el aire...
Pero el demonio me sujetó las manos. Ahora puedo ya reírme. Esa vez fue
la única que el "demonio" logró tentarme. A partir de entonces, siempre
que he pecado lo he hecho por mi cuenta...

Tadeusz Rozewicz (Polonia)
Breve reseña sobre su obra
Escritor polaco nacido en Radomsk en 1921.
Entre sus obras más destacadas se cuentan los libros de poesía Angustia
(1947) y Formas (1958), las obras de teatro El informe (1959), Los
espaguetis y la espada (1967) y El matrimonio blanco (1975) y el libro
de relatos La muerte en los viejos decorados (1970).

El Pecado aparece recopilado en Antología del cuento polaco
contemporáneo, publicado por Ediciones Era.