Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El día de la partida.

El día de la partida
Enrique Serrano López (Colombia)
El sabio jamás renuncia a su independencia. Aun, en medio de la suprema
tempestad, se comporta como un vir fortis, sólido y tenaz en sus
propósitos. Sus palabras pueden parecer contradictorias a los oídos de
los demás y escuchará a su paso a los pedantes tildarlo de loco, sin
perder por ello la tranquilidad de su ánimo.
SÉNECA

Los detalles de la muerte de un hombre siempre son enojosos. Y lo son
porque recuerdan a los demás hombres su propia muerte y adelantan
algunos trazos generales de lo que será nuestro futuro común. Pero estos
detalles son útiles, pues conservan la intensidad de esos últimos
momentos en los que todo se hace por vez final. Un gesto, una mirada,
una palabra... se diría que la certidumbre de la partida exalta el valor
de la vida y produce en el alma de los que aún no mueren un impacto
profundo, la marca de un sello indeleble que dice: «Yo también seré
aquel que hoy muere, yo también seré Séneca».

Primero.
Séneca ha recibido en la mañana la orden de suicidarse, y su valerosa
esposa Pompea Paulina lee en voz alta un trozo de un escrito que su
marido ha terminado tiempo atrás. El día transcurre normalmente y todo
respira una luminosa serenidad. Todo, salvo un ligero temblor en los
labios del filósofo. Su cabello ha encanecido, pero su vigor está
intacto, como corresponde a un hijo de la soleada Hispania. Lucio Anneo
ha podido aguantar una andanada de reproches motivados por su riqueza
excesiva; ha resistido la tentación de muchas conspiraciones -salvo
esta-; ha soportado la prepotencia de los consejeros griegos y de los
innumerables oradores romanos. Su pecho sabe lo que es el exilio, el
escarnio y la soledad. No ha perdido el coraje, y en su alma navega
todavía la Dama de la inteligencia, en medio de la desdicha abrumadora,
producto de la impotencia.
Sin embargo, siente miedo. El miedo es poderoso y se mueve solo,
arrastrándolo todo consigo. Cuando la vida está perdida, todos los
hombres son iguales: pueden fingir valor, pero no pueden sentirlo. El
valor es únicamente para los vivos. Unas horas más y todo habrá pasado.
La conspiración de Pisón fracasó, y es la hora del tributo de sangre.
Natal y Escevino confesaron. Más tarde, Lucano, Quinciano y Seneción.
Todos los demás fueron descubiertos. Sólo la mujer libertina, la
increíble Epicarnis, fue capaz de soportar el tormento sin denunciar a
los otros: no es raro. ¡Las más grandes hazañas de la tozudez humana han
sido realizadas por mujeres!
Es el día de la partida. Todos saben que el sabio cordobés no es un
conspirador, pero también saben que el César lo odia desde hace años y
que ha decidido deshacerse de él. Un tribuno llegó hasta la quinta,
distante cuatro millas de la ciudad, para notificarle la inminencia de
su propia muerte. Cuánto le habría gustado tener tiempo para decidirlo
por sí mismo. Pero siempre es tarde cuando se es un vasallo. Y el mundo
no marchará bien mientras los sabios se encuentren al servicio de imbéciles.

Segundo.
El agua que corre por el patio calma la inquietud de Séneca. El recuerdo
de su riqueza, donada a Nerón para alegar una fidelidad en la que ya
nadie puede creer, atormentará a otros; es la hora de respirar
libremente el aire de la campiña y de despedirse de los placeres que
brindan a raudales las anchas fuentes del mundo. Es hora de bañarse en
las termas y de probar manjares sutiles y desconocidos. Es hora de
masticar el opio, venido de misteriosas montañas perdidas en Oriente.
Todo el lujo sensual y el colorido de los techos artesonados tiene
sentido tan sólo para el hombre que no conoce la fecha y la hora exacta
de su muerte.
De una manera o de otra, el miedo se transforma en tristeza, la angustia
en desencanto y el dolor se aleja probablemente para siempre. «Si todos
los hombres tuvieran la oportunidad de morir a menudo, no habría ninguno
que no fuese sabio.» El ventanal de la cámara de estudio de la quinta
deja pasar un viento leve hasta la cara de este hombre de sesenta años.
«¿Cómo debo matarme?» Su esposa le contesta: «Derrama el vaso de tu
sangre para que fecunde la tierra. Quizá se una al Tíber y llegue al
mar. Puede ser que algunas gotas vayan a dar a Hispania». Y luego lloró,
tan hondamente como sólo lo hace quien va a perder lo más querido en el
mundo; Pompea Paulina amaba a Séneca, y el amor se resiente siempre por
una ausencia inevitable.
«¿Dónde quedan, pues, los preceptos de la sabiduría; dónde la
disposición preparada con el discurso de tantos años para oponerse a
cualquier accidente y peligro inminente?», pregunta una vez más aquel
que ya no requiere de ninguna respuesta. La serenidad sincera es el
fruto de un desapego que él estaba lejos de poseer; no lo pregunta
porque vea correr las lágrimas de su esposa ni porque pretenda enseñar
algo a sus discípulos más fieles. Lo pregunta a Séneca, porque en él
todo se resiste a morir, todo quiere persistir. Está sorprendido de la
fuerza de su insensata esperanza, que quiere inventar proyectos y que
anoche mismo soñaba con convencer a Estacio Anneo de sembrar uno de sus
campos con delicadas frutas de estación. Hoy, después de años enteros de
aguardarlo, es un día último, un día de despedida; el único día
abrumadoramente real en la vida de todos los hombres.

Tercero.
Roma es un nido de víboras, en donde no bien la fortuna ha sonreído a
alguno, un ejército de envidiosos y mezquinos se abate sobre él. Muchos
años hace que Séneca vive en Roma, y su origen provinciano no ha sido un
obstáculo para que su fama crezca y su fortuna aumente. No obstante, el
fantasma de los celos de César ha rondado su cabeza, y hay muchos que le
odian y que se alegran de su desgracia. Uno de ellos, Acrato, liberto
del César, saqueador de templos y ladrón de imágenes sagradas, y cuya
sacrílega mirada se ha posado sin recato en los cuerpos de las vestales,
se ha dedicado a desacreditarle públicamente, queriendo acelerar su
muerte. Todo hombre ruin busca afanosamente una víctima en la cual
desahogar sus culpas. Así como este Acrato, muchos otros enemigos
gratuitos le acechan desde hace tiempo, esperando en la sombra para
clavar sus garras en la carne del cordobés. De nada ha valido ocultarse;
han ido a buscarlo a su lugar de retiro para hacerle saber que están
allí y que no lo dejarán en paz.
La desdicha no ha caído de repente sobre el hombre que tanto ha escrito
respecto de la firmeza del ánimo. Cada golpe ha venido acompañado de
otro golpe; cada flecha de otra flecha. Lentamente, el trozo de cielo
que quedaba a Séneca se vuelve un jirón de tinieblas. Por fortuna, esta
vez será la última. Los que sufren por detestarlo podrán por fin
descansar mañana y él también descansará. Nada de esto turbará la Historia.
La vanidad propia del mundo y la falta de razón que lo rige demuestran
una vez más que el filósofo tiene razón cuando desprecia a la lógica
como «no procedente para la sabiduría» y la somete a frecuentes y
punzantes burlas. La vida es el conjunto informe de impulsos y arrebatos
del destino. Unos más rectos, otros más torcidos; no hay intelecto que
los comprenda ni mente que los abarque. Si el hombre sensato no se
dedica a esperar cualquier cosa de manos de la suerte, entonces irá
perdiendo sin remedio la sensatez. Séneca se da cuenta de todo cuanto
sucede, pero no puede gobernar las fuerzas que lo arrastran a la muerte;
lo único que puede hacer es no pretender rebelarse en vano. Y no se rebela.

Cuarto.
Pompea Paulina quiere matarse con su esposo. Se lo ha dicho y él no se
lo ha impedido. Con la solemnidad que tienen las cosas de todos los días
cuando se hacen por última vez, los esclavos preparan un baño caliente
para su señor. Cuando todo se ha dispuesto, Séneca baja los ojos hacia
la afilada cuchilla que sin perturbarse en absoluto vaciará su cuerpo de
sangre. Ha escogido esta forma de matarse, porque asegura que podrá
contemplar su propia muerte y la verá venir despacio, como se atisba una
nave en la distancia.
Tras un instante de vacilación, necesaria al cuerpo y a la mente para
recibir la llegada de lo inevitable, Séneca empuña el arma y observa que
su esposa lo hace también. Mirándose las venas con calma se hace una
incisión profunda en la muñeca izquierda. La primera gota de sangre es
para el arma, las demás las beberá la tierra con la misma avidez con la
que absorbe las lluvias torrenciales de primavera. Pompea Paulina
sangra, igual que él. La visión se hace turbia como para poder describir
lo que se ve. Una pesadez lánguida se va apoderando de cada músculo, de
cada movimiento, de cada impulso del aliento. La muerte hace su obra
simple y eterna. La misma que perpetuamente ha hecho. Pese a ello,
Séneca siente que su cuerpo delgado y viejo se demora en responder al
último llamado. Las venas tienden a cerrarse y la sangre que contienen
no acierta a desviarse de su rumbo. La inercia de la vida aspira a retar
a la muerte; así vemos abrirse y cerrarse la boca de una serpiente
decapitada o vemos temblar la pierna cortada en la batalla. Séneca pide
ayuda a uno de sus amigos para apresurar la obra de la muerte. La
angustia de no querer morir da paso a la impaciencia por morir pronto.
El dolor es inútil cuando es definitivo.
Lucio Anneo convence a su esposa para que se retire a una habitación
contigua. Nadie emite un sonido. El duelo ha comenzado desde mucho antes
de la hora definitiva. El sol busca ocultarse y sopla un viento fresco
venido del mar. En tardes así era un placer caminar por las arboledas
floridas, hacer proyectos y abrigar esperanzas. La máscara trágica ha
caído y sólo resta tener paciencia. No hay nada que no llegue; la
cuestión es saber la magnitud del plazo.

Quinto.
César es un hombre doble. Abraza y besa a quien ha mandado a apuñalar.
El origen de su alma es oscuro, y en sus ojos apagados se percibe esa
dureza que caracteriza a los crueles y esa blandura que pone en
evidencia a los pusilánimes. Desde niño, su espíritu ha abundado en
contradicciones. No es un mal poeta ni un mal gobernante. No obstante,
no es un buen hijo ni un buen hermano. Como hombre es mucho menos que un
Catón o que un Pompeyo. Vanidoso y vulgar, se ha granjeado el desprecio
de su pueblo. Pero, a decir verdad, no es mucho peor que cualquiera de
sus soldados; se trata tan sólo de un hombre ordinario colocado en un
lugar extraordinario. Sus muchos crímenes obedecen por igual a la
desidia que a la perversidad. Otros ha habido en el pasado bastante
peores que él, pero no han durado tanto en el mando. Si Nerón conserva
el poder es porque los dioses así lo quieren. Cuestionar los motivos que
puedan tener para hacerlo así es una tarea inservible.
Su inquina contra Séneca se debe a la furia que le produce la sabiduría
de los demás y al desprecio que su espíritu siente por sí mismo. Sólo se
puede odiar al que representa lo que no somos, lo que no podemos ser.
Pero Nerón tiene las espadas, las legiones, la riqueza y la estupidez de
su parte, y no hay pequeño rincón del mundo que esas cosas no
conquisten. La virtud representada en un hombre, la autoridad moral o la
lucidez, son escudos muy frágiles para protegerse del yugo de la
ignorancia. La ignorancia es asesina y mata ingenuamente, torpemente.
Hace olvidar al grasiento César que su ayo y maestro dedicó años para
sentar las bases de su espíritu y que lo vio sonreír cuando era un niño
ante el descubrimiento de las primeras letras y la irrupción temprana de
la sabiduría. Este cordobés, profesor de retórica y de leyes, de
gimnasia y de filosofía, fue en otro tiempo la gran ventana por la que
se asomaba el joven Nerón a un mundo complejo y avaro. Séneca tuvo que
sufrir la persecución de Agripina y bajar la cabeza ante el arribo de la
fuerza bruta, la vulgaridad y la intolerancia. Resignado a merecer el
poder por su virtud, debió servir de pedestal a una familia entera de
canallas.
Nada ha cambiado: hoy lo hará una vez más. Será la última. Mañana
brillarán los astros en el cielo y correrá alegremente el agua por las
fuentes.

Sexto.
El anciano de hoy fue el hombre maduro de ayer y el joven de unos días
antes. Séneca, aunque agotado, desea la muerte lúcido y con el talante
en alto. No se resigna a los arrebatos de la inconsciencia y no quiere
cerrarse todas las puertas; aun la cobardía tiene grados, y la suya es
pequeña: ha comprendido que hasta el miedo puede esfumarse cuando ya no
tiene sentido tenerlo. La bañera ensangrentada se disuelve en sus ojos
como se alejan las pesadillas, por intervalos más o menos regulares. Sus
manos trepidan, y bañado en un sudor frío, se imagina atravesar un
océano de bruma y de silencio, uno de esos mares que se llevan dentro
durante años y que se vacían abruptamente en el momento de la muerte.
Su amigo, Estacio Anneo, gran médico, le convence de que apresure su
agonía ingiriendo veneno seco, parecido a la ilustre cicuta de Sócrates.
Lo traga difícilmente, porque su alma ya no quiere percibir nada;
quiere, antes bien, vomitarlo todo. El corazón avanza en su pecho como
si hubiera adquirido pies. Desde su entrañable probidad, el ayo de
Nerón, el trágico y el orador, el sabio y rico comerciante, cavila
dulcemente sobre los errores y torpezas del pasado. ¡Qué candidez hay en
sus ojos, mientras se contempla en su recuerdo como si mirara a otro! Ve
a su madre, reclinada en la vieja silla en su casa cordobesa. Ve a su
padre, el estricto rétor Marco Anneo Séneca, solemnemente dedicado a sus
libros. Ve a sus hermanos y a sus primos; observa los hermosos caballos
de la infancia y la espada cartaginesa que poseyó alguna vez. Delira
magníficamente, como arrastrado por una rápida embarcación de vela
bellamente calafateada que gozara de viento favorable. Los momentos
vividos se le arremolinan en la cabeza, pero terminan por llegar
suavemente a su espíritu. Recuerda los lejanos misterios, en los que
creyó ver el alma misma del mundo, atractiva e inalcanzable como la de
una fiera. Recuerda antiguas pasiones y amores desgastados por el
tiempo. Se ve a sí mismo y tiene ocasión de volver a amarse
intensamente. Produce, tan sólo para sus ojos, el deleite y la desgracia
de haber sido Séneca, precisamente Séneca y no algún otro.
Todo esto no ha sido suficiente para arrancar el aliento de su ser y
desprender el alma de su cuerpo. Todavía sumido en la ensoñación, puede
comprobar que se encuentra a medio camino del mundo de los muertos. Su
mente trabaja ardorosamente para encontrar una solución. Uno de sus
esclavos, un cartaginés moreno que hacía muchos años preparaba sus
abluciones con hierbas y esencias españolas, lo transporta a un aposento
donde hay un baño de agua caliente. El líquido hirviente y vaporoso
salta sobre la piel de sus criados, mientras se oye decir a Séneca:
«Consagro este licor a Júpiter librador». Entra al baño y ya no vuelve a
salir, pues aquel vapor suspende su aliento, y su alma inicia el
tránsito al Tártaro profundo y obscuro, al cual todos estamos
destinados, sin excepción ni perdón.
Los soldados del tribuno impiden la muerte de Pompea Paulina. El cuerpo
del cordobés es quemado sin rituales, como él lo había dispuesto en su
codicilo. Cuando la noticia llega a oídos de Nerón, los consejeros
griegos sonríen y el Emperador hace una mueca de espanto que termina en
una carcajada. Sale para un banquete en las afueras de Roma, y lleva
bajo su brazo algunos libros escritos por su maestro.

Enrique Serrano López (Colombia)
Breve reseña sobre su obra
Escritor colombiano nacido en Barrancabermeja en 1960.
Es ganador de la XII edcion del Concurso Juan Rulfo de Cuento. Ha
publicado las colecciones de relatos La marca de España (1997) y De
parte de Dios (2000) y las novela Tamerlán (2003) y Donde no te conozcan
(2007).

El día de la partida aparece publicado en La marca de España, editado
por Seix Barral.