Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Antártico: cuento.

Antártico

Le dolían los ojos de mirar sin descanso a través de los borrosos
cristales, cruzados por los latigazos de agua. Hacía nueve horas que la
pequeña corbeta sudafricana, de la flota de patrulleros antisubmarinos,
corría el temporal sobre un Antártico enfurecido. Nueve horas de recibir
en la popa los murallones de agua que luego cubrían el casco, barrían la
cubierta, envolvían el puente con su masa grisácea y, saltando sobre la
proa, se alejaban vertiginosamente, mientras flecos de espuma
pulverizados por el huracán se derramaban desde todos los salientes de
la embarcación. Hasta que, a los pocos segundos, el joven comandante
aferrado al timón sentía llegar por el estremecido casco el golpe de
otra ola que pasaba nuevamente hacia la proa. Entonces era cuando
clavaba la mirada contra los cristales y rectificaba el rumbo lo
necesario para mantener la corbeta bien empopada. Pues el instante en
que un golpe de mar la cogiera oblicuamente sería el momento final.
Nueve horas así, de correr en un infierno donde se hacían realidad
esas montañas de agua y esas velocidades del viento que los textos de
náutica consignan incrédulamente, citando diarios de a bordo de algunos
navegantes. Las planchas rechinaban, se deshacían casi bajo el intenso
roce velocísimo de toneladas de agua y amenazaban ceder a cada momento.
El balanceo del casco no merecía ya ese calificativo propio de ritmos
lánguidos. Eran más bien verdaderas caídas en el vacío dejado por cada
ola, seguidas de ascensiones arrebatadas.
En las honduras, todo el cosmos era sólo agua grisácea, oleosa, que
levantaba su piel de irritado plomo en torno, hasta más arriba del
propio mástil de la corbeta. En las cimas, el mar parecía hundirse y
caer por todas partes, como si la nave se sustentara sobre los
atorbellinados vapores nacidos de la confusión entre las deshechas nubes
y las aguas salpicantes. Y, a veces, aquel caos era surcado por una gran
sombra inexplicable que aparecía un instante casi rozando el puente y
desaparecía, llena de albedrío en medio de los caóticos elementos.
Al principio, cuando vieron encapotarse el cielo, el comandante
creyó que iba a ser sólo otra tormenta. Después, en los primeros minutos
de aquellas nueve horas, casi se alegró de vivir una experiencia tal, de
conocer una tempestad fabulosa. Sus jóvenes ojos, no obstante el
peligro, rendían homenaje al espectáculo de la naturaleza en toda su
fuerza. Al mismo tiempo que -naturalmente-, guardaba una mental
admiración hacia aquella corbeta creada por el hombre. Y el joven
comandante con novia en El Cabo y ambiciones para el futuro, se erguía
en el puente con mayor estatura.
Pero las horas habían ido pasando idénticas a sí mismas y el caos no
se fatigaba, como si su normalidad fuera lo caótico. Si a veces el
temporal cedía unos instantes no era para tomar aliento, sino para
admirarse a sí mismo.
Entonces las cordilleras de agua quedaban transformadas en montañas que,
aunque bárbaras y enormes, hacían emerger su potencia con cierta
negligente blandura. Unas espumas casi juguetonas jaspeaban la líquida
negrura en torno al casco. El feroz rasguido del viento se reblandecía
como si pretendiera ceder y hasta se aclaraban los vapores del aire y se
entreveía la distinción entre los grises torbellinos de arriba y los de
abajo, más parecidos por un momento al cielo y al mar de cada día. Pero
aquello que, por contraste, casi era la calma, volvía inmediatamente a
precipitarse sobre sí mismo, a engullir el mar, los vapores y la corbeta
por un remolino arrebatado.
Y todo proseguía por el espacio delirante a velocidades estelares.
Y así, una y otra vez, aquellas furias habían vuelto a su galope en
torno a los hielos eternos, en el polo meridional del planeta. La
admiración por el hombre había desaparecido pronto en el joven
comandante y, luego, incluso la admiración por la bárbara potencia del
mar. Aquello no era admirable, no era calificable, no dejaba al ser
humano ninguna vía de acercamiento mental. No era un espectáculo, sino
algo cerrado en sí mismo que, ajeno a todo lo demás, terminaba
definitivamente en sus orillas de agua y viento.
El miedo mismo había sido barrido también por los elementos.
El hombre sabía que ya no era joven ni mandaba nada; que era imposible
incluso sostener aquella lucecita de su cerebro atenta a mantener el
timón en cierta línea con el indiferente universo desbocado.
Había visto desaparecer en un instante un trozo de borda metálica y
algún tiempo después -si es que aún era posible hablar de tiempo- se
había desvanecido suavemente, como disuelta en la ola, toda la
plataforma del cañón de proa. Encima de su cabeza había sucedido algo
semejante, pues un cable de acero desprendido colgaba cada vez más por
delante de los cristales del puente y hasta empezaba a golpear contra
ellos peligrosamente. Por el acústico, los hombres encerrados abajo le
informaban sobre la evolución de la vía de agua abierta a popa. Las
voces del segundo transparentaban la angustia a través de su tono
oficial. Pero era porque el segundo estaba abajo, rodeado de planchas de
acero, y su mundo era sólo lámparas balanceantes, golpetazos, estrépito
y sacudidas. Él estaba en el otro mundo, en el incomprensible y superior
a los sentimientos. Se encontraba ya al margen de la angustia.
Había vuelto a ver otras veces aquella sombra blanca que surcaba
decidida el espacio de vapores.
Había visto además, junto a la goleta, una gran masa obscura emergiendo,
flotando y sumergiéndose en las profundidades. Pero estaba ya demasiado
agotado, demasiado obseso -el timón, sólo el timón-, para pensar en
presagios o inquietarse por sombras. Se sentía casi desollado de su
naturaleza humana.
Sí, casi ajeno a sí mismo y a todo. Fue comprendiéndolo solo muy
lentamente hasta verlo por fin claro. Vivía ya la tempestad como una
costumbre. Estaba solo, definitivamente solo. Hacía siglos ya que por la
escala a su espalda, no aparecía la cabeza de un hombre para recibir
órdenes. Al principio se lo explicaba pensando que todos debían estar
luchando contra la vía de agua. Pero luego se fue infiltrando en su ser
la idea de que no había ninguna razón para que estuvieran. Pues aquellos
jirones de líquido gris que cubrían los vidrios del puente, aquel
espantoso chocar del mar entero, aquel viento que se estrellaba contra
el acero como si llegara cargado de esquirlas, aquellos golpes del
colgante cable llamando desde el caos, eran mundo más bien para un
hombre en soledad.
El acústico, sin embargo, lanzaba una voz de cuando en cuando.
"Un pie de agua, mi comandante." Allí, en el puente oír hablar de un pie
de agua era irrisorio, algo de otro planeta. Además, ¿qué es una voz,
qué corporeidad tiene? ¿Puede uno estar seguro de que la ha oído? ¿Por
qué, aún estando seguro de oírla, ha de ser la de un hombre vivo? ¿No
puede el caucho repetir recuerdos, viejas voces que dijeron lo mismo,
con igual fingida calma habitada por la angustia? ¿Acaso es cierto que
este hierro es sólido, que ese torbellino exterior no es pura niebla?
Ese dolor, única sensación física de los dedos en la rueda ¿es dolor o
es otra cosa? Porque ese mundo no es, no, ni siquiera para un hombre
solo. Es para ningún hombre.
La pregunta surgió con toda la lenta fuerza de su indiferencia:
?cuánto tiempo hace que estoy muerto, que hemos muerto todos, ellos
abajo y yo aquí? Este cielo no será cielo, sino que todo es el fondo del
Antártico. Estamos inmóviles, espantosamente inmóviles, salvo el helado
giro del planeta por el vacío. Y esta revolución tras revolución del
mundo no es sino nada.
El cable dio un golpe más fuerte. Saltó un cristal y sus trozos
arañaron las manos aferradas a la rueda. Todo el caos exterior se metió
dentro, sacudió al hombre exhausto, le devolvió un instante a él mismo.
Como si lo hubiera hecho ella, la blanca sombra volante acababa de pasar
junto al puente.
Y la sombra obscura de las profundidades emergió también un momento.
Entonces el hombre sintió que sus manos parecían haber cobrado
prodigioso vigor porque dominaban la rebelde rueda y la hacían girar con
toda facilidad. Pero inmediatamente comprendió que no era sino que los
mandos se habían destrozado y que ya no gobernaba el timón.
Al mismo tiempo, un golpe de mar no bien encajado por la popa le
derribó sobre las planchas vacilantes. Se le abrió al árbol rojo de su
vida esa gran caverna de morir, y una oleada más amarga que las de
afuera rebosó hasta su garganta.
Las manos se agarraron no supo a qué, los ojos se fijaron no supo en
dónde. Todavía por unos últimos momentos volvió a ser el joven
comandante, con novia en El Cabo y ambiciones. Fue incluso padre,
almirante, rico. Y a la vez niño, colegial, enamorado. Pero ya la oleada
en su garganta era de un agua amarga y el puñado de hombres aún vivos
descendía, en un cascarón de hierro, hasta las profundidades inmóviles,
donde las aguas negras se hacen basalto.
Arriba ya no había hombres. El mar desencadenaba para sí mismo todo
su vértigo. Sólo el albatros -la blanca sombra- traspasaba las nubes y
vapores, con las enormes alas distendidas en una embriaguez dichosa de
viento y velocidad. Sólo la ballena -la sombra obscura se dejaba mecer
por las arrebatadas crestas y pacíficamente, con maternal firmeza,
amamantaba a su ballenato, indiferente a la furia del Antártico.