Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El niño abandonado: cuento.

El niño abandonado
En una pequeña aldea vivía, de esto hace muchos años, un matrimonio que
tenía once hijos. La mujer se llamaba Henema, y el marido, Florián. El
mayor de los hijos tenía doce años, y el menor, cuatro meses. Todos eran
rubios y de ojos azules, menos el mayor, que era de tez morena y ojos
oscuros; pero eso no era obstáculo para que Henema y Florián se amaran
profundamente en los ratos libres que tenían, que no eran muchos, ya que
Florián trabajaba de sol a sol, y a veces más, y Henema pasaba horas y
horas dedicada al cuidado de los hijos y de la casa. Al matrimonio, a
pesar de trabajar tanto, apenas si les llegaba para alimentar a los
hijos, de modo que decidieron abandonar a alguno en el bosque. Una
noche, mientras los niños dormían, Henema y Florián comenzaron a hablar
en voz baja para ver a cuál de ellos abandonarían primero, ya que si
abandonaban a varios de una vez, los vecinos podrían sospechar que algo
raro estaba pasando. Y, por otra parte, si abandonaban a varios de una
sola vez, se iban a sentir muy tristes, mientras que de uno en uno, si
bien era un sufrimiento, era menor.
Pero no era fácil la elección, así que decidieron de común acuerdo
hacerlo por sorteo. Metieron once papelitos con los once nombres de los
once hijos en el viejo y único sombrero de Florián. La mujer metió la
mano en el sombrero y sacó un papelito; el marido, tembloroso y
emocionado, leyó el nombre: Nicos. Le había tocado el turno a Nicos, el
hijo nacido en tercer lugar. Henema comenzó a sollozar, pero Florián la
convenció de que era mejor así; que tal vez en el bosque encontraría un
matrimonio rico, sin hijos, que lo recogería y lo adoptaría, llevándole
a un buen colegio, donde se haría ingeniero naval. Henema no estaba muy
convencida, pero sabía que no podía alimentar a sus hijos y que era un
mal necesario; así que, tapándose los ojos para no sufrir, accedió a que
su hijo Nicos fuese abandonado en el bosque. También el hombre, su
marido, sufría mucho teniendo que abandonar a un hijo en el bosque; pero
se armó de valor; puso los arreos a la burra y, tomando al hijo en
brazos, lo sacó de la cama en que dormía junto a cuatro hermanos más.
«¿Adónde vamos?», le preguntó el hijo, adormecido. «Te llevo a hacer
pis», le contestó el padre, ocultando su tristeza detrás de una sonrisa.
El niño dijo: «Es que no tengo ganas.» «No importa —dijo el padre—, es
bueno para los niños hacer pis a medianoche.» Y lo vistió, le puso las
botas, que tenían dos agujeros en la suela, le lió una bufanda en el
cuello y lo subió a la burra.
La noche era muy oscura y fría. Cuando penetraron en el bosque, el
hombre caminaba en la oscuridad; detrás le seguía la burra con el niño
encima; el niño se había dormido de nuevo.
Mientras tanto, en la casa, la mujer lavaba ropa al tiempo que las
lágrimas le rodaban por sus mejillas. Los niños, los diez que quedaban,
seguían durmiendo.
El hombre siguió caminando por el bosque, el niño se despertó y dijo que
quería hacer pis; el hombre detuvo la burra y se puso a mirar
disimuladamente hacia el interior del bosque para que el hijo no echara
a faltar su orinalito. De nuevo lo subió en la burra y de nuevo el niño
se durmió. El hombre, a pesar del frío y del cansancio, se internó más
en el bosque. No quería correr el riesgo de que el niño supiera
encontrar el camino de vuelta.
La mujer ya había terminado de lavar la ropa y dormía su cansancio
sentada en una silla con la cabeza apoyada en la mesa.
El hombre, la burra y el niño seguían internándose en el bosque, que a
cada paso era más sombrío. El niño dormía arriba de la burra; el hombre
comenzó a sentir el cansancio y, más aún, el sueño, que se apoderaba de
él. Apenas podía abrir los ojos, hacía esfuerzos por mantenerse
despierto y envidiaba a las lechuzas, que mantenían sus ojos abiertos.
Finalmente, el hombre no pudo resistir más y cayó fulminado por el
sueño. La burra siguió su camino.
Pasaron cuatro meses y el hombre no volvió a casa. Henema, los once
niños y otro que estaba por nacer lo esperaban inútilmente. Por suerte
para Nicos, la burra encontró el camino de vuelta; no así el padre, que
no apareció nunca más.

Miguel Gila