Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Un canto en el jardín, cuento.

Un canto en el jardín.

Nunca tuvo claro por qué Mariela depositó en él su confianza y su
desesperación. Tal vez, los pocos años, su timidez, lo hacían aparecer
como un sujeto débil, inofensivo. Le pidió que la acompañara a comprar,
cogidos del brazo entraron en un negocio de ropa femenina. Ella le dijo
que la esperara junto al probador. De pronto la cortina del probador se
abrió unos centímetros, Mariela le hizo gestos con la mano y el rostro
para que entrara. Estaba desnuda, probándose un sostén y un calzón negros.

-¿Cómo me queda? -le preguntó mientras giraba delante de él y del espejo
que cubría toda una pared.

Él pensó que los senos pequeños y el trasero parado eran mejores que su
cara, pero no le dijo nada. En todo caso, a los cuarenta años se
conservaba muy bien.

De regreso, ella le contó que tenía un amante, que estaba harta de todo,
que su vida no tenía sentido y en más de una ocasión había estado a
punto de suicidarse. Al llegar a la casa, lo tomó nuevamente del brazo y
lo llevó por un costado del jardín y entraron por una puerta lateral que
conducía a una sala de estar, luego una galería y enseguida a la
habitación de Mariela. Le puso llave a la puerta, dejó el paquete y la
cartera en una silla, del cajón de una cómoda sacó un libro de tapas
gruesas y se lo mostró. El libro contenía imágenes de hombres y mujeres
desnudos, en diversas posiciones.

-Son dibujos basados en los cuentos eróticos de las Mil y una noches,
-dijo ella.

Las imágenes eran insinuantes y le revelaban un mundo en el que muchas
veces había ingresado por la puerta de la fantasía.

Cuando levantó la cabeza del libro, halló a su prima desnuda sobre la
colcha roja que cubría la cama. La penetró en silencio, intentando
separar el deseo de la emoción. Ella lo ayudó hablándole con voz suave,
casi maternal. Los inteligentes esfuerzos de su prima no pudieron evitar
que tuviera una sensación de fracaso. Pero cuando volvió a poseerla se
sintió fuerte y pensó que era igual que esos perros que devoran hasta
vaciar el plato y luego sacuden el lomo satisfechos. Imaginar que al
otro lado de la puerta vibraba la voz de una de sus tías o del hermano
de Mariela -al que detestaba- le provocaba una angustia deliciosa.

El pálido sol de esa mañana atravesaba las delgadas cortinas que cubrían
la ventana, el canto de un pájaro llegaba desde algún rincón del jardín.
El rostro de su prima estaba humedecido por las lágrimas. Lágrimas que
se fueron convirtiendo en un llanto incontenible, ante el cual el no
sabía qué hacer. Unos golpes en la puerta le paralizaron el corazón. La
voz de la tía Marta, preguntando algo, resonó chillona. Mariela le
contestó casi gritando, le dijo que su mamá andaba en el centro con
Roberto, que ella estaba durmiendo y no quería que la molestaran. La tía
Marta se marchó musitando palabras imposibles de comprender, sus débiles
pisadas temblaron en sus oídos como gotas de hielo.

A eso de las dos de la tarde, ya todos estaban en casa, se negó a
aceptar la invitación de la tía Julia, para que se quedara a almorzar.
Fingió un dolor de estómago. Ante la insistencia de su tía, Mariela –que
estaba sentada con la cabeza inclinada,- dijo:

-Déjelo que se vaya, mamá. -Su voz era opaca.

Jorge muñoz gallardo