Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuando tenga que matarte, cuento.

Cuando tenga que matarte.

El Sordo, que no era completamente sordo, porque escuchaba con el oído
izquierdo, es decir, sólo era sordo del costado derecho, tenía la
precaución de situarse de tal manera que siempre quedaba al lado derecho
de la persona que le hablaba y así podía escucharla con su oído
izquierdo. Eso era lo que estaba haciendo ahora, al ubicarse al lado
derecho de Jacinto. Eran alrededor de las siete de la tarde, acababan de
salir de aquel restaurante sucio y lúgubre donde habían estado bebiendo
algunas cervezas. El encuentro fue casual, al doblar una esquina, él lo
vio primero, Jacinto se mostró sorprendido al verlo, pero enseguida se
repuso y lo invitó a tomar un par de cervezas que con la conversación y
los recuerdos se transformaron en una docena.

Caminaron por una calle estrecha, rodeada de edificios antiguos, grises
como la tarde. El letrero luminoso, de color amarillo, que destacaba con
grandes letras una marca de cigarros, quedó atrás y las sombras se
fueron extendiendo por la calle. El Sordo, hablaba de la profesora de
matemáticas, del Flaco Manríquez y del inspector Aníbal Guerra. Jacinto
pensaba que se le había presentado en bandeja la ocasión que tanto había
esperado. “Cuando tenga que matarte lo voy a hacer por tu costado
derecho,” le dijo esa vez que el Sordo no quiso soplarle en la prueba y
él repitió el curso por esa mala nota, luego lo expulsaron de la
escuela. Él atribuía toda su desdichada suerte a la prueba de
matemáticas. Esa prueba de mierda le había arruinado la vida, ¿a quién
le importa el teorema de ese griego viejo que se dedicaba a complicarle
la vida a los demás? ¿Quién se gana la vida conociendo esas huevadas? El
Sordo se sabía la materia como si fuera una oración, pero no quiso
soplarle. Los dedos de Jacinto palparon la hoja del puñal que escondía
en el bolsillo de la casaca. Sólo era cuestión de caminar y esperar un
poco, la calle estaba solitaria, los últimos fulgores de acerada luz se
perdían detrás de los edificios, pronto estaría oscuro. Se colocó al
costado derecho del Sordo, sin embargo, el otro se detuvo un instante,
lo dejó seguir unos pasos y se volvió a situar de modo que él quedó al
lado izquierdo. El Sordo llevaba puesta una chaqueta de paño, de las que
llaman de media estación, era cosa de levantársela y hundirle el puñal
entre las costillas. El Sordo continuaba hablando, entusiasmado con los
recuerdos y la cerveza, a ratos soltaba una risita aguda. Jacinto se
cambió de lugar, ya se aproximaban a la esquina y el entorno solitario,
oscuro, parecía propicio, pero el Sordo se detuvo, retrocedió
ligeramente y se ubicó de nuevo al otro lado. “Cuando tenga que matarte
lo voy a hacer por tu costado derecho,” volvió a pensar Jacinto y apretó
el mango del puñal en el interior del bolsillo. Sí, tenía que ser por el
costado derecho, tal como lo había prometido aquella vez, cuando contaba
dieciséis años y aún tenía ilusiones. Los edificios antes grises
levantaban sus siluetas negras contra un cielo oscuro, sin luna ni
estrellas, de algunos vértices y hendiduras salía un fuerte olor a orina.

Una figura apareció en la esquina y avanzó hacia ellos. Jacinto se
sintió inquieto, algo no estaba funcionando. El Sordo siempre había
tenido suerte, la suerte que a él le faltaba. Cuando la figura se hizo
más visible, Jacinto apretó los labios y arrugó el entrecejo, era Nancy,
una puta con la cual estaba enredado desde hacía unos meses y a la cual
le sacaba el dinero a golpes. La muchacha caminaba sonriendo, ya lo
había reconocido y se le colgó al cuello llenándolo de besos y palabras
ardientes.

El Sordo, que los miraba con malicia, consultó su reloj, enseguida dijo:

-Bueno, ya es tarde, tengo que irme.

Jacinto apartó a la muchacha con un movimiento brusco y tirando al Sordo
de la manga le dijo:

-No seas tonto, Nancy te va a conseguir una amiga…

-¡No, no! Mañana tengo que madrugar para ir a la oficina.

Después de un breve esfuerzo, el Sordo se soltó y se apartó de Jacinto,
caminando con pasos rápidos hacia la esquina, mientras el otro y la
muchacha discutían acaloradamente. Se oyó el ruido de un motor que se
detenía y luego volvía a ponerse en marcha, un bus cruzó la calle
alejándose entre las sombras.

Jacinto permanecía inmóvil, con los dedos crispados sobre el mango del
puñal, que le abultaba el bolsillo. “Cuando tenga que matarte…,” pensó,
pero estaba sólo, la muchacha también se había marchado.

Jorge muñoz gallardo