Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Paseo en moto, cuento.

Paseo en moto.

Después de tanto tiempo corriendo en moto, a Gonzalo le dolían las
rodillas y los brazos. Detuvo el motor, respiró hondo, enseguida se bajó
y continuó de a pie, empujando el vehículo por el medio de la calle
estrecha, con las veredas rotas, que parecía abandonada. A un lado,
había pampas y cerros, al otro, cercos de madera y alambradas, unas
gallinas picoteaban el suelo. Al fondo algunos álamos balanceaban sus
copas, agitados por la brisa tibia del verano, manchones blancos teñían
el cielo intensamente azul. Era la hora de la siesta y decidió que antes
de visitar la casa de su tía Carmen, daría una vuelta por la plaza.
Aunque muchas veces lo habían tildado de rebelde, de ser tan distante
con la familia, recordaba con cariño a la tía Carmen. Nunca había
olvidado esos panes recién salidos del horno, que su tía untaba con
mantequilla y el vaso lleno de jugo de ciruela que le daba sonriendo
bondadosamente, mientras secaba sus manos blancas en el delantal. Una
silueta que apareció de pronto, en el extremo opuesto de la calle,
terminó con las agradables escenas que ocupaban su pensamiento. A medida
que se acortaba la distancia, la figura cobraba sentido: era una
muchacha de unos diecinueve años, morena, delgada, de ojos grandes y
labios gruesos. Cuando estuvo a su lado, le preguntó por la plaza y la
calle Rosario Norte. La muchacha le indicó con la mano, agregando unas
cuantas explicaciones. Luego vinieron otras preguntas y otras
respuestas, hasta que terminaron caminando juntos.

La chica iba a su casa, al otro lado del cerro, y le dijo que debía
cruzar la pampa, de modo que Gonzalo arrastró la moto por el pasto verde
y largo donde las cigarras hacían temblar su canto. Cansado con el peso
del vehículo, y aprovechando que la pendiente era suave, ofreció
llevarla en la moto. Al principio ella se negó, pero ante su insistencia
aceptó. Después de acomodarse el vestido, enrollándolo alrededor de las
piernas, se instaló en el asiento posterior, cruzando los brazos en el
torso del joven. La moto arrancó dando saltos, rugiendo como un animal
extraño en aquel paraje soleado. Él sentía los brazos y el cuerpo de la
chica pegados al suyo, un sudor tibio lo empapaba. No supo cuanto rato
siguieron así, sin hablar, pero al detener la moto sentía que la sangre
le galopaba en las venas. Le propuso descansar a la sombra de un árbol.
Se dejaron caer blandamente sobre la hierba. Cuando él le cogió la mano,
ella no la retiró. Luego un beso, las caricias, esa urgencia de la carne
que enciende el ánimo .

Un gruñido ronco los obligó a deshacer el sudoroso nudo en que se habían
atado sus cuerpos. Al buscar con la mirada, Gonzalo descubrió a una
mujer gorda que sostenía con una cuerda a un perro negro de apariencia
feroz. El animal tiraba de la cuerda, ladrando y dejando al descubierto
los colmillos. “¡Es mi mamá!”, gritó la chica intentando colocarse el
vestido. Pero la mujer gorda ya estaba muy cerca y soltando al perro le
ordenó que los atacara. El animal, con las fauces entreabiertas, saltó
sobre su garganta.

Al abrir los ojos vio la dorada luz de la tarde, los sillones de mimbre
adornados con cojines rojos y amarillos, los antiguos muebles de madera,
los maceteros con plantas ordenados en el marco de la ventana, y aunque
el corazón le latía con fuerza, se sintió a salvo. Entonces se dio
cuenta, estaba en la casa de la tía Carmen y se había quedado dormido en
un sillón.

Jorge muñoz gallardo