Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

H F A M 12.

Cuentos chinos de fantasmas.

Aventura en el País de los Fantasmas.

Según dicen, cuando los fantasmas no andan fastidiando por el mundo
de los vivos, se retiran a su propio país fantasmal.
Hace siglos, hubo quien se atrevió a visitar esa Tierra de los
Espíritus, y volvió para contarlo.
El hombre, mercader y marinero, tenía el coraje propio de la gente de
mar y la curiosidad alerta de quien ha conocido los países más diversos
y lejanos.
El mercader partió en su junco del puerto de Shangtung y después de
haber navegado tres semanas con viento a favor y mar calmo, de pronto
fue sorprendido por una espantosa tormenta. El mar embravecido parecía
querer tragarse el barco y la borrasca hizo el timón ingobernable.
Cuando volvió la calma, ni el mercader ni el timonel tuvieron la menor
idea de cuánto se habían apartado del rumbo.
Después de varios días a la deriva, el vigía dio el tan ansiado
grito: ¡Tierra!. Aguzando la vista era posible distinguir una delgada
línea azulada en el horizonte.
A medida que se acercaban, vieron otros signos alentadores: suaves y
verdes colinas y valles oscuros, sin duda cubiertos de bosques.
La embarcación enfiló directamente hacia la desembocadura de un ancho
río.
El corazón del mercader dio un vuelco de alegría al ver, al pie de
las colinas, los muros de una ciudad. ¿Qué lugar era aquél? Los
tripulantes lo ignoraban. Habló entonces el más anciano de los marineros:
-En mis cincuenta años de navegante, jamás había visto esta costa.
Ahora bien, si hemos llegado a donde yo creo, estamos en el País de los
Fantasmas del que tanto se ha hablado.
Los tripulantes, aterrados, le rogaron al mercader que torciera el
rumbo, pero él se rió de sus temores.
-¡Mis marineros son miedosos como viejas! Para mí, los muros de esa
ciudad son sólidos como piedra. Y las ovejas que se ven en las colinas,
¿qué son? ¿Ganado fantasma?
Inmediatamente dio orden de desembarcar. Parte de la tripulación
permaneció en el barco. El mercader, con cuatro de sus hombres, marchó
resueltamente hacia la ciudad.
Tomaron por uno de los senderos que se internaban en los campos y, a
uno y otro lado, vieron pequeñas parcelas con sembrados de arroz y
porotos, todas de una prolijidad y un verdor jamás vistos en China. Por
el camino pasaron junto a un viejo que removía la tierra con la azada.
El mercader lo saludó amablemente, pero el otro nada respondió, ni
siquiera alzó la vista, por lo que dedujeron que era sordo.
Pasaron luego por unas cabañas: aquí y allá, las gallinas se
entretenían en picotear el suelo de tierra.
De una de las cabañas salió un joven con una pala al hombro y caminó
directamente hacia ellos.
También lo saludaron pero el otro ni los miró y siguió adelante, de
modo que debieron hacerse a un lado para dejarle libre el paso.
-Debe ser ciego -supuso el mercader-. ¡Y qué bien camina, ciego y todo!
A medida que seguían encontrando hombres y mujeres a los que
saludaban con toda cortesía, se repetía la historia: todos parecían
ciegos y sordos. Sin duda no lo eran; simplemente, no percibían la
presencia de los extranjeros.
Tuvieron que aceptar que el viejo marino no se había equivocado:
estaban el País de los Fantasmas.
Un trecho más allá vieron los muros de la ciudad con su gran puerta
de entrada, como en casi todas las ciudades chinas, custodiada por un
portero anciano.
Conscientes de que podían ir y venir sin ser vistos, los cinco
extranjeros entraron tranquilamente.
Todo allí era agradable, las calles amplias y las casas. No faltaba
el mercado abarrotado de gente.
Los visitantes podrían haber imaginado que estaban en una ciudad
china cualquiera, a no ser por el hecho de que nadie reparaba en ellos
... y no sólo por eso. Dos o tres veces, sin querer y para sortear la
muchedumbre, pasaron a través de esos cuerpos de hombres y mujeres, tan
sutiles que parecían hechos de niebla.
En el centro de la ciudad, en un gran espacio abierto, se alzaba un
magnífico edificio.
En las columnas color púrpura de la fachada se asentaba un techo
curvo de tejas amarillas. No podía se otro que el palacio del rey de
aquel país.
El mercader y sus hombres pasaron junto a los soldados que hacían
guardia en el espléndido portón y caminaron por patios y pasillos en lo
que sonaba el canto de los ruiseñores. Los pisos de mármol, las fuentes,
las flores... todo ayudaba a hacer la vida placentera.
Atraídos por la música que sonaba en uno de los salones, fueron hacia
allá.
Vieron entonces a los ministros sentados a una gran mesa, disfrutando
de deliciosos manjares. En medio del salón, un grupo de jóvenes
bailarinas se movía con gracia agitando sus amplias mangas bordadas.
En el asiento principal había un ser majestuoso que mantenía su
dignidad en el medio del jolgorio. Sin duda, era el soberano de aquel
país. El mercader se abrió paso -no entre las bailarinas sino a través
de ellas-, como si pasara entre los juegos de luces y sombras que el sol
produce en un bosque. Al llegar al sitial del rey, se arrodilló como
ante el Trono del Dragón de la China. Luego, de pie, le hizo una
profunda reverencia.
Sin embargo Su Majestad, lo mismo que sus súbditos, no se dio por
enterado.
Ahora bien, el mercader, hombre curioso, quiso aprovechar la ocasión
para observar a un miembro de la realeza tan de cerca como nunca antes
nadie lo había hecho.
Fue hasta la mesa, se inclinó sobre él y lo miró fijamente.
Fue cosa de segundos porque, al instante, el rey se desplomó como
fulminado y la copa de vino que sostenía se hizo añicos contra el piso.
Todo fue agitación y alboroto. Los ayudas de cámara alzaron al
monarca y lo acostaron en una habitación.
En seguida llamaron al médico, que llegó de inmediato. Después de
haberlo examinado, aquél anunció para alivio de todos:
-Su Majestad ha sufrido un desmayo sin consecuencias y se encuentra
bien. Ignoro qué lo provocó y pienso que hay algo misterioso en todo
esto. Sugiero consultar al mago de la corte.
Poco después se presentó una figura imponente; vestía un traje negro,
bordado con extraños símbolos plateados.
El mago se concentró en el problema y por fin se dirigió a los
ministros que esperaban en un tenso silencio.
-Para que nuestro rey se reponga del todo es preciso alejar cuanto
antes la causa de su malestar. Declaro que Su Majestad ha sucumbido al
aliento de un ser del mundo de los vivos.
Los ministros se preguntaron, consternados:
-¿Un ser vivo entre nosotros?
-¿Dónde está? ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Se encuentra en el palacio, y no está solo -siguió diciendo el
mago-. Él y sus acompañantes llegaron hasta aquí por cosas del destino.
No tienen malas intenciones. Seamos amables con ellos y roguémosles que
se vayan.
Luego aconsejó organizarles un banquete de despedida, lo que se
concretó rápidamente.
En uno de los salones aparecieron los más deliciosos manjares, y
tampoco faltaron los músicos y las bailarinas para entretener a los
huéspedes.
Cuando todo estuvo listo, el Gran Chambelán invitó a los extranjeros;
sin saber hacia dónde mirar, pareció estar hablando con el aire:
-Señores del mundo de los vivos, muy honorables huéspedes: les
rogamos que disfruten del banquete que hemos preparado para ustedes. Una
vez que hayan gustado todos los manjares y bebidas que deseen, verán que
afuera los esperan caballos y carruajes para llevarlos de vuelta al barco.
El mercader y los suyos aceptaron con gusto pues no deseaban causar
más problemas.
Comieron y bebieron como príncipes mientras el mago musitaba
plegarias para que nada entorpeciera la partida.
Por su parte, los ministros observaban maravillados cómo iban
mermando las fuentes de comida y los botellones de vino sin que,
aparentemente, nadie los tocara.
Después de los postres, salieron al patio y allí estaban los
carruajes prometidos.
No bien subieron, los coches de suave andar los condujeron hasta la
playa.
El mercader halló un regalo en su asiento; una pesada caja de laca
que contenía, uno sobre otro, una cantidad de relucientes lingotes de oro.
Cuando dejó la playa y subió al junco, sintió que la caja,
repentinamente, se había vuelto liviana. La abrió y, en vez del oro,
encontró pilas de papelitos amarillos, los mismos que en los funerales
se queman como si fuesen billetes para que al muerto no le falte dinero
en el otro mundo.
Se volvió para dar una última mirada pero la playa estaba desierta;
los carruajes, la gente y todo signo de vida habían desaparecido.
Sólo quedaban las colinas y los valles, y el ancho río corriendo
hacia el mar.
Los buenos vientos impulsaron al junto y en poco días alcanzaron el
puerto de Shangtung.
El mercader y los marineros contaron una y mil veces sus aventuras en
la Tierra de los Espíritus. Los escucharon mudos de asombro, aunque no
faltaron los que pidieron explicaciones como ésta:
-Si ellos no los veían, significa que ustedes eran invisibles.
Entonces, ¿ustedes fueron tan fantasmas como ellos?

Beatriz Ferro