Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El segundo de la serie deVerano cuentos.

Verano

2. De unas vacaciones en banco

Cada mañana al dirigirse a su trabajo, Marcovaldo pasaba bajo el verdor de una plaza arbolada, un cuadro de jardín público recortado en medio de cuatro calles. Alzaba la vista a las ramas de los castaños de Indias, donde eran más tupidas y sólo dejaban asaetear dorados rayos en la sombra transparente de linfa, y escuchaba la algazara de los pájaros desentonados e invisibles entre el ramaje. A él se le antojaban ruiseñores; y se decía: «¡Oh, quien pudiera despertar alguna vez al gorjeo de los pájaros y no a son de despertador y al chillido del nene Paolino y el maldecir de mi mujer Domitilla!», o bien: «¡Oh, ¡si pudiera dormir aquí, solo en mitad de este verdor fresco y no en mi cuarto bajo y caluroso; aquí en el silencio, no entre ronquidos y el hablar en sueños de toda la familia y los tranvías que pasan allá, en la calle; aquí, en la oscuridad natural de la noche, no en esa artificial de las persianas echadas, rayada por el reverbero de las farolas; oh, que pudiera yo ver hojas y cielo al abrir los ojos!» Con semejantes pensamientos, a diario emprendía Marcovaldo su jornada de ocho horas -más los extraordinarios- de peón no calificado.

Había, en una esquina de la plaza, bajo una bóveda de castaños de Indias, un banco apartado y medio escondido. Y Marcovaldo ya le había echado el ojo. En aquellas noches de estío, cuando en la habitación donde dormían cinco no lograba conciliar el sueño, anhelaba el banco como quien, sin techo donde cobijarse, pueda soñar la cama de un palacio. Una noche, a la chita callando, mientras roncaba la mujer y los chicos coceaban en sueños, saltó de la cama, se vistió, se puso bajo el brazo su almohada, salió y tomó el camino de la plaza.

Allá estaban el fresco y la paz. Saboreaba de antemano el contacto de aquellas tablas de una madera -seguro estaba- muelle y acogedora, preferible, de todas todas, al machucado colchón de su cama; se quedaría mirando un minuto a las estrellas y los ojos se le cerrarían en un sueño reparador de tantos atropellos de la jornada.

Fresco y paz allá estaban, pero no libre el banco. Lo ocupaban dos novios mirándose a los ojos. Marcovaldo, discreto, se retiró. «Es tarde -pensó-, ¡no van a pasarse la noche al sereno! ¡Ya acabará el zureo!»

Pero aquellos dos no estaban zureando: se peleaban. Y tratándose de dos enamorados, una pelea nunca se puede decir a qué hora acabará.

Decía él: -¿Pero tú no vas a admitir que, diciendo lo que has dicho, sabías que me dabas un disgusto, y no gusto como aparentabas creer?

Marcovaldo comprendió que había para rato.

-No, no lo admito -respondió ella, y Marcovaldo ya se lo suponía.

-¿Por qué no lo admites?

-No lo admitiré jamás.

«Ay», pensó Marcovaldo. Con su almohada bajo el brazo, marchó a dar una vuelta. Se fue a contemplar la luna, que aparecía llena, grande sobre árboles y tejados. Regresó hacia el banco, rodeándolo desde lejos por no estorbarles, aunque en el fondo esperando que se sintieran molestos y se decidiesen a largarse. Pero estaban demasiado entregados a la discusión para darse cuenta de él.

-¿Lo admites, sí o no?

-¡No, no, no lo admito en absoluto!

-¿Pero admitiendo que lo admitieras?

-¡Admitiendo que lo admitiera, no admitiría lo que intentas hacer que admita!

Marcovaldo volvió a mirar para la luna, luego se fue a mirar un semáforo que quedaba poco más allá. El semáforo señalaba amarillo, amarillo, amarillo, sin parar de encenderse y volverse a encender. Marcovaldo cotejó la luna y el semáforo. La luna con su palidez misteriosa, amarilla también, pero más bien verde y algo azul, y el semáforo con aquel amarillejo vulgar. Y la luna, tan serena, irradiando su luz sin prisas, veteada de vez en cuando por sutiles restos de nubes, que ella con majestad dejaba caer a su espalda; y el semáforo entretanto sin acabar con su enciende y apaga, enciende y apaga afanoso, falsamente vivaz, aburrido y esclavo.

Regresó para ver si la muchacha había admitido: ni hablar, no admitía, es más, no era ya ella la que no admitía, sino él. La situación estaba enteramente cambiada, y era ella la que decía a él: -Bueno, ¿lo admites? -y él que nones. Así pasó media hora. Por fin él admitió, o ella, la cuestión es que Marcovaldo les vio incorporarse y marchar cogidos de la mano.

Corrió al banco, se dejó caer en él, pero la verdad, tras tanta espera, algo de aquella delicia que esperaba encontrar ya no estaba en condiciones de sentirla, e incluso la cama de su casa no la recordaba ya tan dura. Mas se trataba de minucias, y su intención de gozarse aquella noche seguía invariable: hundió la cara en la almohada y se aprestó al sueño, a un sueño como hacía mucho tiempo ya no tenía por costumbre.

Ahora acababa de encontrar la posición más cómoda. No estaba dispuesto a cambiarla ni un milímetro por nada del mundo. Lástima sólo que permaneciendo así, su mirada no abarcara una perspectiva, de árboles y cielo estrictamente, de modo que el sueño le cerrara los ojos ante una visión de absoluta serenidad natural, sino que frente a él se sucedían, en escorzo, un árbol, la espada de un general desde lo alto de su monumento, otro árbol, un tablón de ordenanzas municipales, un tercer árbol, y detrás, algo más lejos, aquella falsa luna intermitente del semáforo que seguía desgranando su amarillo, amarillo, amarillo. Conviene advertir que en los últimos tiempos Marcovaldo tenía un sistema nervioso en tan malas condiciones que, pese a sentirse derrengado, bastaba la menor cosa, bastaba con que se le metiera en la cabeza que algo le estaba molestando, y ya no se dormía. Y ahora le estaba molestando aquel semáforo que se encendía y se apagaba. Era allá abajo, lejos, un ojo amarillo que parpadeaba, solitario: no había por qué prestarle atención. Pero Marcovaldo debía tener un buen agotamiento nervioso: no quitaba ojo a aquel enciende y apaga y se repetía: «¡Lo bien que dormiría si no estuviera ese trasto! ¡Lo bien que iba a dormir!» Cerraba los ojos y le parecía sentir bajo los párpados el enciende y apaga de aquel botarate amarillo, guiñaba un ojo u otro y veía decenas de semáforos; los abría otra vez, y vuelta a empezar.

Se levantó. Había que colocar una pantalla entre él y el semáforo. Se llegó al monumento del general y miró en torno. Al pie del monumento había una corona de laurel, basante recia, pero ya seca y medio despampanada, montada sobre varillas, con una gran cinta descolorida: «Los lanceros del Decimoquinto en el Aniversario de la Gloria.» Marcovaldo trepó por el pedestal, izó la corona, la pinchó en el sable del general.

El guardián nocturno Tornaquinci efectuando su ronda cruzaba la plaza en bicicleta; Marcovaldo se disimuló detrás de la estatua. Tornaquinci había visto en el suelo moverse la sombra del monumento: se detuvo receloso. Escrutó aquella corona en el sable, echó de ver que era algo que no estaba en su sitio, mas no acertaba a saber qué. Dirigió hacia arriba la luz de una linterna con reflector, deletreó: «Los Lanceros del Decimoquinto en el Aniversario de la Gloria», cabeceó en signo de aprobación y se fue.

Para darle tiempo a alejarse, Marcovaldo volvió a dar la vuelta a la plaza. En una calle próxima, un brigada de obreros estaba arreglando una aguja de los raíles del tranvía. De noche, en las calles desiertas, esos grupitos de hombres tumbados en el resplandor de los soldadores autógenos, y sus voces que resuenan y al momento se cortan, adquieren un aire secreto como de gente que prepara algo que los habitantes diurnos no deberán saber jamás. Marcovaldo se aproximó, estuvo mirando la llama, los gestos de los operarios, con una atención un tanto embarazada y unos ojos que el sueño iba achicando. Se sacó del paquete un pitillo, para mantenerse despierto, pero no llevaba cerillas. -¿Quién me da lumbre? –pidió a los obreros-. ¿Con esto? -dijo el hombre de la llama oxhídrica, echando un vuelo de chispas.

Otro operario se levantó, tendiéndole el cigarro encendido.

-¿También usted hace la noche?

-No, hago el día -dijo Marcovaldo.

-¿Y qué hace en pie a estas horas? Nosotros, dentro de nada desmontamos.

Volvió a su banco. Se tumbó. Ahora el semáforo quedaba fuera de su vista; podía dormirse, por fin.

No se había dado cuenta del ruido, antes. Ahora aquel zumbido, como un oscuro soplo aspirante y a la vez como una carraspera interminable, y también una crepitación, le llenaba los oídos. No hay sonido que atosigue más que el de ese soldador, una especie de grito en voz queda. Marcovaldo, sin osar moverse, acurrucado como estaba en el banco, apretado el rostro contra la maltrecha almohada, no veía escape, y el estridor le continuaba evocando la escena iluminada por la llama gris que salpicaba en derredor chispas de oro, los hombres agazapados con el vidrio ahumado ante la cara, la pistola del soldador en la mano agitada por un temblor rápido, el halo de sombra en torno al carrillo de las herramientas, al alto castillete que llegaba a los cables. Abrió los ojos, se dio vuelta en el banco, miró las estrellas entre las ramas. Insensibles, los pájaros continuaban durmiendo allá arriba en el follaje.

Adormecerse como un pájaro, tener un ala bajo la cual descansar la cabeza, un mundo de frondas suspendidas sobre el mundo terrestre, que apenas se adivina allá arriba, amortiguado y remoto. Se pone uno a no aceptar su propio estado presente y ya vete a saber adónde llegas: ahora Marcovaldo para dormir hubiera necesitado algo que ni él mismo acertaba a determinar, ni siquiera un auténtico silencio podía ya bastarle, antes bien algo como un leve viento que cruza la espesura, o un murmullo de agua que brota y se pierde en un prado.

Le rondaba una idea por el magín, y se levantó. No precisamente una idea, pues medio atontado por el sueño que le rezumaba por todos los poros, no despegaba a modo pensamiento alguno; pero sí una especie de recuerdo de que por allá en torno hubiera alguna cosa relacionada con la idea del agua, con su correr cantarín y sumiso.

En efecto, había una fuente, allí cerca, ilustre obra de escultura y de hidráulica, con ninfas, faunos, deidades fluviales que trenzaban surtidores, cascadas y juegos de agua. Salvo que estaba enjuta: de noche, en verano, dada la menor disponibilidad del acueducto, la paraban. Marcovaldo dio la vuelta en torno, poco menos que como sonámbulo; más que por razonamiento sabía por instinto que una fuente debe tener un grifo. Quien tiene ojos encuentra lo que busca incluso con los ojos cerrados. Abrió el grifo: de las caracolas, de las barbas, de los ollares de los caballo se alzaron altos chorros, las fingidas breñas se velaron con mantos centelleantes, y aquella hermosura de agua sonaba como el órgano de un coro en la vasta plaza vacía, con toda la gama de zumbidos y chapoteos que puede hacer el agua. El guardián nocturno Tornaquinci, que volvía a pasar en bicicleta afanándose a pasar los comprobantes bajo las puertas, al ver estallar de pronto ante sus ojos la fontana como un líquido fuego de artificio, por poco no cayó de sillín. '

Marcovaldo, tratando de abrir los ojos lo menos posible, para no dejarse escapar la pizca de sueño que le parecía haber atrapado, corrió a tumbarse otra vez en el banco. Pues sí, se sentía ahora como en el borde de un torrente, con el bosque sobre él, sí, dormía.

Soñó con una cena, el plato estaba tapado como para que no se enfriara la pitanza. Lo destapó y había una rata muerta, que hedía. Miró en el plato de su mujer: otra carroña de rata. Frente a los chicos, otros ratones, más pequeños pero también medio podridos. Destapó la sopera y vio un gato con las tripas al aire, y el tufo lo despertó.

A poca distancia estaba el camión de la limpieza urbana que pasa de noche a vaciar los tanques de basura. Distinguía, a la media luz de las farolas, la grúa que graznaba a trompicones, las sombras de los hombres tiesos en lo alto de la montaña de barredura, que guiaban con la mano el recipiente colgado de una polea, lo vaciaban en el camión, lo apretaban a palazos, con voces broncas y quebradas como los tirones de la grúa: -Alza... Suelta... Maldita sea... -y ciertos topetazos metálicos como opacos gongs, y el acelerón del motor, lento, para detenerse poco más allá y volver a empezar la maniobra.

Pero el sueño de Marcovaldo se hallaba ya en una zona en que los ruidos no le alcanzaban, y aún éstos, con ser tan desmañados y chirriantes, quedaban como envueltos en un halo esponjoso de amortiguamiento, acaso por la consistencia misma de la basura estibada en el furgón; en cambio, lo que le mantenía en vilo era el hedor, el tufo avivado por una intolerable idea de hedor, en virtud de la cual los propios ruidos, esos ruidos amortiguados y remotos, y la imagen a contraluz del camión con la grúa no llegaban a su mente como ruido y vista sino tan sólo como hedor. Y Marcovaldo desvariaba, siguiendo en vano con la fantasía de sus narices la fragancia de una rosaleda.

El guardián nocturno Tornaquinci sintió su frente bañada en sudor al entrever una sombra humana corriendo a gatas por un arriate, para arrancar rabiosamente unas francesillas y desaparecer. Mas pensó s se trataría de un perro, de evidente competencia de los laceros, o de una alucinación, de competencia de médico alienista, o de un licántropo, de competencia no sabía de quién, pero no suya, a ser posible, y dio media vuelta.

Entretanto, Marcovaldo, de vuelta a su yacija apretaba contra su nariz el convulso pomo de francesillas, intentando colmar el olfato con su perfume aunque poco podía extraer de aquellas flores inodoras; pero la sola fragancia de rocío, tierra, hierba estrujada constituía ya un gran bálsamo. Ahuyentó la obsesión de la basura y se durmió. Era alba.

El despertar fue un improviso abrirse el cielo lleno de sol sobre su cabeza, un sol que parecía haber borrado el follaje y lo restituía a la vista semiciega, poco a poco. Pero Marcovaldo no podía remolonear porque un escalofrío le puso en pie de un salto: la rociada de una manguera, con que los jardineros municipales riegan los arriates, le hacía correr helados regatos por la ropa. Y en torno a él armaban bulla los tranvías, los camiones del mercado, los carretones a mano, las furgonetas; y los obreros con sus velomotores corrían a las fábricas y los cierres metálicos de las tiendas subían de golpe, y las ventanas de las casas arrollaban las persianas, y los vidrios centelleaban. Con los ojos y boca empegotados, entontecido, la espalda de una pieza y un costado molido, Marcovaldo se apresuraba hacia el trabajo.

Ítalo Calvino