Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Un cuento.

Rosa Montero, Los besos de un amigo (cuento)
Rosa Montero nació en Madrid en 1951. Es narradora y periodista. Publicó
las
novelas Crónica del desamor, La función delta, Te trataré como a una reina,
Bella y oscura, y La hija del caníbal (Premio Primavera de Novela 1997). Es
autora además de los libros Amantes y enemigos, Pasiones e Historias de
mujeres. "Los besos de un amigo" pertenece a su libro de cuentos Amantes y
enemigos (1998).
Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella vivía en el segundo y él en
el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, corresponsal en España del
Corriere della Sera. Tenía treinta y cinco años, una esposa llamada Johanna
y tres niños pequeños, lindos y rubísimos. Cuando salían juntos y te los
encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecían un anuncio
publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, colocó a Ana desde el
mismo principio en desventaja.
Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos.
En su profesión estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y
había conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no
hay un ejemplo más despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres
sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los
chefs
es ocupado por los varones); había conquistado una estrella Michelin, un
puñado de premios, estupendas críticas. Además le gustaba escribir y
publicaba una sección no de recetas, sino de artículos sobre
gastronomía, en
uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona
triunfadora. Ahora bien, el éxito profesional no es un talismán; aunque
endulza la vida, no te garantiza una protección total contra la pena negra.
El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un maníaco depresivo
que
desee morir tres veces cada noche.
Pero Ana no deseaba morirse y en general tan sólo se deprimía muy de cuando
en cuando y decentemente, esto es, en niveles poco desmesurados y
manejables. En sus cuarenta y cinco años de existencia había convivido con
varios hombres, se había desvivido por unos cuantos más y al cabo había
decidido dejar de hacerles caso. Digamos que había llegado a la certidumbre
de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor
dicho: había descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le
permitía vivir. Esta solución más o menos drástica no se le había ocurrido
únicamente a ella. En realidad había visto que varios de sus conocidos
negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenían muchas
actividades y muchos amigos; salían, entraban, viajaban. Pero en el
horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca
les preguntó -es algo tan privado- cómo se las arreglaban con sus cuerpos;
esto es, si la piel no les exigía el contacto con otra piel ajena; y si en
la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en
ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecían arreglárselas muy
bien; y estaban serenos, mucho más serenos, desde luego, que aquellos que
aún no habían claudicado. Claro que no hay nada más sereno que un cadáver:
el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el
malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad.
Hay que reconocer que Ana nunca consiguió alcanzar esa distancia impávida.
En sus peores momentos, de madrugada, cuando el insomnio hacía de su
cama un
tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el día se
las apañaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de
deslizarse al
sueño dulcemente, mientras imaginaba con qué salsa podría convertir un
trozo
de bacalao en una obra de arte. Era la sensualidad feliz de una boca golosa
contra la sexualidad doliente de unos labios ansiosos. Mal que bien, yo
diría que incluso más bien que mal, se las iba arreglando con la
renuncia al
hombre. Pero entonces llegó Ruggiero con sus años de menos y su familia de
más, y se le vino abajo el tenderete.
Se lo encontró por las escaleras el mismo día que se mudaron, muy alto,
atlético, con el pelo rubio y los ojos azules, imposible creer que era
italiano (pero procedía del norte, de Milán). Le llamó la atención su mera
guapeza, su sonrisa de niño un poco ajado (pero si él estaba ajado,
entonces
ella...); porque se había retirado de los hombres, pero no era ciega. A las
pocas semanas empezó a coincidir con él en el autobús, siempre a las nueve
de la mañana, cuando él iba a la delegación de su periódico y Ana a revisar
la compra diaria hecha por su ayudante. Se sonreían, a veces se saludaban,
en ocasiones caían cerca el uno del otro y entablaban pequeñas
conversaciones amigables, a medias en italiano y a medias en español,
chapurreos bienintencionados y divertidos, porque Ruggiero, pronto se dio
cuenta Ana, tenía un gesticulante y agudo sentido del humor; y ella sentía
debilidad por los tipos ingeniosos. Toda su vida se había enamorado de
hombres muy graciosos que la habían hecho llorar.
Pasó un mes, y luego otro, y así hasta medio año; y para entonces Ana
empezó
a descubrirse unos extraños comportamientos matinales: a veces, lenta y
alelada, deambulaba sin rumbo fijo por la casa durante largo rato; y a
veces
se aceleraba histéricamente, se atragantaba con el café, se le caían las
cosas. Al fin no tuvo más remedio que reconocer que todo eso no eran sino
mañas, maniobras horarias para llegar al autobús justo a las nueve y
coincidir así con el vecino. Y, en efecto, él siempre se encontraba allí, o
casi siempre. E incluso parecía buscarla. "He venido toda la semana a la
misma hora, pero no estabas", le dijo una vez, tras un pequeño viaje de Ana
a Londres. Ella era autosuficiente, ella era una mujer retirada del
mercado,
ella era un iceberg: pero empezaban a derretírsele las láminas de hielo.
Cómo la miraba Ruggiero: con qué ojos de interés y de seducción. Y con qué
pareja intensidad le contemplaba Ana. Los cristales del autobús siempre se
empañaban en torno a ellos.
Hubieran podido seguir así durante mucho tiempo, llenando el mundo de vaho
sin mayores consecuencias, de no ser por un pequeño movimiento que lo
cambió
todo. Un día, Ana le contó a Ruggiero que acababa de conectarse al correo
electrónico; y él le envió, a la mañana siguiente, un breve mensaje: "Ciao,
«bienvenita» a la Red, espero que te «divertas» con este juguete". Por
entonces, siendo novata como era, Ana ignoraba los efectos fatales del
e-mail: lo digo en su descargo. Empezó a teclear carta tras carta sin darse
cuenta del extraordinario sucedáneo de intimidad que el hilo cibernético
iba
creando. Porque el correo electrónico establece una comunicación inmaterial
y limpia, instantánea, extracorpórea; es como lanzar al aire un pensamiento
puro, sabiendo que alcanzará el cerebro del otro de inmediato. Es un
espejismo telepático.
Si la pasión amorosa es siempre una invención, no hay como poner distancia
con el objeto amado para convertirlo en algo irresistible. Quiero decir que
el hecho de que Ruggiero fuera extranjero (ese idioma medio farfullado,
esas
frases que ella podía completar, traducir, ampliar en su cabeza) ya
colaboraba activamente en la perdición de Ana; pero el e-mail vino a
rematar
la situación. Ella estaba más o menos preparada para defenderse de su
propio
deseo cuando se encontraba cara a cara con los hombres, pero no supo
manejar
al Ruggiero cibernauta; o, mejor dicho, no supo controlarse a sí misma
cuando soñó a Ruggiero al otro lado del opaco silencio electrónico. Asomada
a la dócil ventana de su ordenador, Ana inventaba palabras cada vez más
atrevidas para un Ruggiero cada vez más inventado. "A veces, cuando estamos
juntos en el autobús, tengo la tentación, siempre reprimida, de poner mi
mano sobre tu pecho y sentir, a través de la tela de tu camisa, la firme
tibieza de tu carne", le dijo un día, entrando en materia. La frase
debió de
impresionar a su vecino, porque, a la mañana siguiente, la miró de una
manera extraña. Ese día el autobús iba muy lleno; ellos se habían quedado
atrás, juntos y aplastados contra el cristal del fondo. Ruggiero siempre se
bajaba cuatro paradas antes; y aquella mañana, cuando llegó a su
destino, le
besó, a modo de despedida, ambas mejillas; pero después titubeó un
momento y
se demoró un instante sobre los labios de ella. Apenas si fue un leve roce:
esos calientes y desnudos labios de hombre, esa boca un poco entreabierta,
esa fisura mínima, ese precipicio en donde todo empieza y todo termina.
Ana creyó que aquello era el comienzo, pero era el fin.
Galvanizada por ese aperitivo de lo carnal, fue cediendo más y más al
espejismo amoroso y cibernauta, hasta perder pie completamente. Le enviaba
ardorosas cartas electrónicas, sin querer advertir que él se iba arrugando
más y más con sus embestidas verbales. Los mensajes de Ruggiero eran cada
vez más breves, más secos, más tardíos. Pero ella no asumió como afrenta
sus
retrasos, ni su creciente austeridad expresiva: es pasmoso lo mucho que
aguantamos, en el amor, cuando estamos dispuestos a mentirnos. Estará
ocupado, tendrá mucho trabajo, es tímido, no puede expresarse bien en
castellano, teme herirme, estos italianos del norte son como alemanes y no
saben mostrar sus emociones, se consolaba ella. Pero no, de los teutones
Ruggiero sólo tenía el color de su pelo; en lo demás era latino y
jacarandoso y expresivo, y tan coqueto como un siciliano retinto. Por
eso al
principio hizo ojitos con Ana y sonrió con su cara irresistible de niño un
poco ajado (pero entonces ella...); y fue luego, a medida que la desmesura
de la necesidad de la mujer fue cayendo sobre él como gotas de plomo
derretido, cuando se fue achicando. El amor es un juego de vasos
comunicantes; y cuanta más presión apliques sobre el líquido emocional en
este extremo, más se desbordará por el otro lado. A Ruggiero le daba miedo
la pasión de Ana; y le inquietaba su situación, esa tópica soledad de
persona sin pareja y sin hijos, ese desequilibrio frente a Johanna y los
lindos niñitos; adónde voy, estaba diciéndose Ruggiero, en menudo lío me
estoy metiendo.
De modo que a veces empezó a faltar a la cita del autobús de las nueve; y,
cuando iba, los trayectos comenzaron a convertirse en algo embarazoso.
Allí,
a la cruda luz de la mañana, entre el sudor y el olor a sueño de los otros
viajeros, zambullidos en la mera realidad, ya no sabían de qué hablar, cómo
mirarse, qué hacer o qué decir; tanto los había sobrepasado, en su
atrevimiento, la escritura y el ensueño cibernético. Es decir, la escritura
de ella; porque Ruggiero hacía malabarismos con sus cartas para quedarse
siempre en un perfecto limbo entre lo cariñoso y lo remoto, y nunca
terminaba sus mensajes con nada más caliente ni más íntimo que un muy
cauteloso "cuídate".
Y, mientras tanto, Ana proseguía su descenso a la total indignidad con las
velas al viento.
Qué extraña enfermedad es la pasión. Desde niños llevamos en el ánimo un
dolor, una herida sin nombre, una necesidad frenética de entregarnos al
Otro. A ese Otro, que está dentro de nosotros y no es más que vacío, lo
intentamos encontrar por todas partes: nos lo inventamos en nuestros
compañeros de universidad, en el colega de trabajo, en nuestro vecino. Como
Ana y Ruggiero. Ahora bien, cuando ese perfecto extraño no responde a
nuestra necesidad y nuestra fabulación, entonces nos embarga la tristeza
más
honda y más elemental, esa desolación que Dios debió de crear en el Primer
Día, tan antigua es y tan primordial. Desciende la melancolía del desamor
sobre nosotros como una lluvia de muerte sólo comparable a la del Diluvio
Universal; porque igual de tristes y de excluidos y de condenados a la no
vida debieron de sentirse, cuando aquella hecatombe, todos los seres que no
encontraron plaza en el Arca de Noé. Aupados a una última colina que en
pocas horas también se anegaría, las criaturas no admitidas contemplarían
con desgarradora nostalgia cómo se alejaba la barca salvadora, toda ella
repleta de parejas. Las felices e inalcanzables parejas de los otros.
Ana también miraba cómo Ruggiero se iba apartando de ella acompañado de su
mujer y sus hijos, de todas esas cosas que él tenía y con las que había
llenado su Arca de Noé particular; y, mientras le veía desaparecer en el
horizonte, ella iba cumpliendo una vez más todas las etapas habituales
de la
infamia. Por citar unas cuantas: rogó. Suplicó. Le juró que dejaría de
escribirle. Se desdijo. Le juró que dejaría de quererle. Se desdijo otra
vez. Si no había llegado para el autobús de las nueve, se esperaba hasta el
de las nueve y media para ver si venía (aunque lloviera o tronara o
granizara o soplara un vendaval insoportable). Incluso empezó a ir al
autobús de las ocho y media, por si acaso él se levantaba antes (aunque
soplara un vendaval insoportable o tronara o lloviera o granizara). Y
además: cada vez que veía el nombre de Ruggiero en los buzones del
portal le
entraba taquicardia. Cada vez que oía o leía o veía algo relacionado con
Italia le abrumaba el desconsuelo. Cada vez que caía un periódico en sus
manos creía morir de añoranza aguda. Inventó platos seudoitalianos para
homenajearle secretamente en la distancia: Provolone al Corriere della
Sera,
Espinacas Milanesas Rugientes; tanto los empleados del restaurante como los
clientes estaban turulatos ante lo estrafalario de los actos de Ana. La
gente no entendía, no podía saber que, por entonces, ella no tenía otro
afán
en la vida que el de embarcarse en el antiguo viaje, el único que en verdad
merece la pena realizar, ese viaje que te conduce al otro a través del
cuerpo. Porque no hay prodigio mayor en la existencia que la exploración
primera de una piel que se añora y se desea. Conquistar el cuello del amado
con la punta de los dedos, descubrir el olor de sus axilas, zambullirse en
el deleite del ombligo, adentrarse en el secreto de esa boca entreabierta
como quien se aventura en la inexplorada Isla del Tesoro.
De manera que Ana siguió haciendo el ridículo durante algunos meses.
Hasta que una madrugada, en un momento de lucidez, o quizá de hastío, o
probablemente temiendo haberle hecho mala impresión con tantas quejas, le
mandó una carta razonable a su vecino. Estoy contenta con mi vida, le venía
a decir; no me importa que no hayas respondido a mis avances, se sugería
entre líneas. Y terminaba, magnánima y airosa, enviándole un "casi amistoso
beso". Ruggiero le contestó a la mañana siguiente, con una celeridad y una
expresividad insólitas en él desde hacía mucho tiempo. Su carta, larga,
locuaz, chistosa, estaba llena de alivio y de palabras afectuosas: "Qué
bien
que estás contenta, yo soy contento si tú estás feliz", decía. Y al
final se
despedía con unos inesperados "besos amistosos".
Ana hubiera querido matarle.
Fue la estocada final, la herida última; ella había sobrellevado su
creciente frialdad, su desatención y sus retrasos, pero lo que ya no podía
soportar era todo ese afecto equivocado. ¿De modo que durante meses le
había
sido tan difícil escribir en sus cartas una miserable expresión cariñosa
(todos esos petrificados circunloquios del "cuídate") y ahora era capaz de
pasar, de la noche a la mañana y tan fácilmente, a los exuberantes besos
amistosos? Pero, entonces, ¿no había sido timidez, no había sido represión
emocional, no había sido diferencia cultural, sino que simplemente nunca la
había mirado como Ana había querido que la mirara? El rugiente Ruggiero no
rugía para ella.
"Me mandas besos amistosos, y deduzco por ello que a lo mejor pretendes ser
mi amigo. Pues lo siento mucho, Ruggiero, pero ya ves, tengo amigos de
sobra
y ni necesito ni me interesa entablar una amistad con nadie más. O, por lo
menos, no tengo ningún interés en hacerlo contigo. ¡Ah! Por cierto:
cuídate." Este texto escribió Ana, este texto envió como última carta de su
precaria historia.
Y a partir de entonces, muy furiosa y muy digna, empezó a coger el autobús
de las nueve y media.

Rosa Montero.