Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El título lo dice todo.

SOLEDAD

En aquel aeropuerto de aquella ciudad tan grande y cosmopolita, los pasajeros bajaban y subían a los aviones, iban y venían, regresaban y se alejaban. Entre ellos se hallaba aquel hombre de un poco más de cuarenta años que, solitario, pasó los controles y emprendió el retorno, ese que durante tanto tiempo había soñado.

Finalmente, estuvo cómodamente instalado. Entornó los ojos y su pensamiento fue y vino más de veinte años atrás. Repasó todo lo que en ese lugar dejaba. Había cumplido muchos de sus sueños, logrado una posición económica y social muy buena y en su medio era respetado y apreciado, pero eso quedaba atrás. Volaba al solar nativo. Su recuerdo lo acompañó siempre. Allá había quedado Susana con su rojizo cabello ensortijado, sus grandes ojos verdes, sus pecas, su pícara sonrisa y aquel hoyuelo en la mejilla izquierda, que aun entonces le producía raptos de enorme ternura. Su corazón se estremeció en el ensueño de su primer amor.

Se conocían desde niños. Compartieron el colegio, el club deportivo y la enseñanza superior. Siempre juntos, crecieron sin saberlo. Sin darse cuenta, el amor floreció entre ellos. El hombre recordaba el primer beso y aún se estremecía.

Recordó a su madre, aquella gran amiga incesantemente comprensiva, quien acunaba sus sueños y alentaba sus esperanzas. Por ella desgranaba en las cuerdas de su guitarra desde las más simples melodías hasta su tema preferido: el “Concierto de Aranjuez”.

Recordó sus amigos, su familia entera, las playas inolvidables. Especialmente su amada playa Malvín: testigo de su tristeza, su nostalgia, sus sueños y sus primeras manifestaciones del amor recorriendo su piel. Evocó el rumor de las olas, las risas que aún resonaban en sus oídos; las pequeñas justas deportivas, aquellas que después del apasionamiento, sin vencidos ni vencedores, terminaban en el fraterno abrazo y el disfrute del refresco deseado.

Pero en su ensueño volvía a los ojos verdes, el cabello ensortijado ...su actitud valiente y su promesa cumplida. A pesar de sus ojos brillantes, las lágrimas no cayeron.

Elevó en el aire el blanco pañuelo del adiós.

Pero por muchas razones ese momento tan anhelado se posponía una y otra vez.

Reclinado cómodamente soñó y soñó con todo lo que dejaba y sonrió feliz. Imaginó el arribo. Allí lo esperaba todo eso tan querido, pensó y lo deseó con todos sus sentidos. La nube de nostalgia esperanzada lo cubrió de olores, colores y sabores.

Fueron muchas las horas de vuelo. Gentilmente, el servicio de abordo sirvió el almuerzo. Él apenas probó bocado. Prefirió reservar el apetito, se frotó las manos, miró su reloj y sonrió complacido. Ya faltaba poco.

Al fin oyó el anuncio tan esperado. Los pasajeros estaban alerta. Solo faltaba el aterrizaje y descenso.

Sus ojos brillaron de ansiedad y su corazón latió con más prisa. Sin embargo, aún faltaba tiempo de trámites. Nadie lo esperaba porque él había preferido regresar en silencio. Quería saborearlo todo, lentamente como para compensar tantos años de ausencia.

Inspiró profundo el tan deseado aire y olor de su tierra. Se llenó los ojos con aquel panorama tan distinto de lo que durante años viera y viviera...

Con su equipaje buscó un taxi. Le pidió al taximetrista que circulara lento. Un poco dolorido y algo sorprendido rehizo el camino.

Había llegado a destino. Allí estaba su casa.

El jardín del frente, demasiado crecido, parecía que hacía largo tiempo no era podado. Las celosías estaban cerradas. Buscó la llave y con mano trémula la introdujo en la cerradura. La puerta cedió el paso con un chirrido de sorpresa. Olía a casa cerrada. Tenía olor a ausencia. Abrió las ventanas y celosías. El sol entró con una sinceridad que dolía. Recorrió todo. Casi nada le era desconocido... el dormitorio de su madre, la lámpara, el rosario, el Niño Jesús de porcelana que como siempre lo miró con dulzura, una fotografía familiar sobre la mesa de noche, aquella que se tomaron juntos cuando él emprendió su viaje.

Todos sonreían. Estaban felices aquel día... Su dormitorio estaba igual. Nada había cambiado: sus libros, su camiseta de fútbol y la pelota con los colores de su cuadro favorito. Todo estaba detenido en el tiempo. Llegaba a la salita y allí estaba la mecedora de su madre.

Sobre la mesita descansaba un álbum de fotos familiares, casi todas en blanco y negro. Allí estaba nuevamente la vida atrapada en imágenes... Sobre la silla, de espaldas al ventanal que daba al jardín estaba su guitarra. Las cuerdas estaban rotas. La tomó en sus brazos. Su rostro se bañó en lágrimas.

Las cortinas del ventanal, antes blancas, estaban amarillentas y caídas por la acción del tiempo. En el hogar, los leños estaban apagados. A pesar del sol, sintió frío. Miró hacia fuera.

En el jardín, vio la parra caída. Las glicinas también extrañaban el cuidado de las manos amigas de su madre. Se extendían como en un abrazo solidario con las demás especies del jardín. Parecían rezar.

El hombre se sentó en un banco del jardín y con el rostro entre las manos, lloró amargamente.

En el gran roble, una pareja de palomas alimentaba a sus pichones.

MARIE DIAZ

Cordialmente Marie Díaz