Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos maravillosos.

LAS METAMORFOSIS DE PÍCTOR

Apenas había caminado unos pasos por el paraíso cuando Píctor se dio de
bruces con un árbol que era hombre y mujer a la vez. Saludó al árbol con
deferencia y dijo:
-¿Eres tú el árbol de la vida?
Pero cuando vio que quien se aprestaba a responder era la serpiente en
lugar del árbol, dio media vuelta y prosiguió su camino. Era todo ojos:
¡le gustaba todo tanto! Sintió intensamente que se encontraba en la
fuente y origen de la vida.
Se topó con otro árbol, que era sol y luna a la vez. Y dijo Píctor:
-¿Eres tú el árbol de la vida?
El sol asintió riendo, la luna asintió sonriendo.
Las flores más maravillosas le miraban, con los colores y reflejos más
variados, con los ojos y los rostros más diversos. Algunas asentían
riendo, otras asentían sonriendo, otras no asentían ni sonreían:
callaban arrobadas, ensimismadas, como en su propio aroma ahogadas. Una
cantaba la canción de las lilas, otra la canción de cuna azul marino.
Una flor tenía unos inmensos ojos azules, otra le recordó a su primer
amor. Una olía al jardín de la infancia, su perfume suave resonaba como
la voz de su madre. Otra se burló de él y le sacó la lengua, una lengua
muy roja y arqueada. La lamió, tenía un sabor fuerte y silvestre, sabía
a resina y a miel, y también a beso de mujer
Allí estaba Píctor, entre todas las flores, desbordante de nostalgia y
de temerosa alegría. Su corazón apesadumbrado latía con fuerza, como si
fuera una campana; ardía en deseo por lo desconocido, presintiendo un
encantamiento.
Píctor vio un pájaro sentado, lo vio en la hierba posado, y de mil
colores pintado; de todos los colores parecía el hermoso pájaro estar
dotado. Preguntó al hermoso pájaro multicolor:
-Dime, ¡oh, pajaro! ¿Dónde está la felicidad?
-La felicidad -dijo el hermoso pájaro riendo con su pico de oro-, la
felicidad, amigo mío, no hay donde no se halle, en la montaña y en el
valle, y se encuentra por un igual en la flor y en el cristal.
Tras estas palabras, el pájaro risueño sacudió su plumaje, estiró el
cuello, meneó la cola, guiñó el ojo, volvió a reír, y después permaneció
inmóvil, sentado en la hierba y, mira por donde, el pájaro quedó
convertido en una flor multicolor, sus plumas transformadas en hojas y
sus patas en raíces. Con sus resplandores, y el fulgor de sus colores,
era ahora flor entre las flores. Píctor se lo quedó mirando maravillado.
Y justo después, el pájaro-flor sacudió sus hojas y sus hilos de polvo,
ya estaba harto del reino de las flores. Dejó de tener raíces, se movió
con suavidad, y lentamente se elevó por los aires; se había convertido
en una mariposa que se balanceó sin peso ni luz, como un ente
reluciente, de rostro resplandeciente. Píctor abría ojos como platos.
Pero la nueva mariposa, el risueño pájaro-flor-mariposa multicolor de
rostro resplandeciente, revoloteó en torno al asombrado Píctor,
relampagueó con el sol, y después se dejó suavemente caer como un copo
ingrávido a tierra, pegadito a los pies de Píctor, respiró tiernamente,
se estremeció ligeramente agitando sus alas deslumbrantes, y en el acto
se transformó en un cristal de colores cuyas aristas despedían una luz
rojiza. Sobre la hierba verde, la gema rojiza resplandecía
maravillosamente con la claridad de un alegre repique de campanas. Pero
parecía como si su hogar, las entrañas de la tierra, la estuviera
llamando, pues muy pronto se volvió diminuta, a punto de desaparecer.
Entonces Píctor, presa de un deseo irresistible, se apoderó de la piedra
minúscula. Maravillado contemplaba su mágico resplandor que parecía un
anticipo de todas las dichas que iban a colmar su corazón.
De repente la serpiente se enroscó en la rama de un árbol muerto y le
susurró al oído:
-Esta piedra te metamorfaseará en lo que tú quieras. Dile rápido tu
deseo, ¡antes de que sea tarde!
Píctor se sobresaltó y tuvo miedo de que se le escapara su felicidad.
Rápidamente pronunció la palabra y se metamorfoseó en árbol. Pues ya
había soñado alguna vez con ser árbol, porque los árboles le parecían la
encarnación de la placidez, de la fuerza y de la dignidad.
Píctor se convirtió en árbol. Sus raíces se hundieron en la tierra y
creció en altura, y de sus miembros brotaron ramas y hojas. Estaba la
mar de satisfecho con su suerte. Sus fibras sedientas absorbieron el
frescor profundo de la tierra y sus hojas ligeras se mecieron allá
arriba en el azul del cielo. Los insectos instalaron su morada en su
corteza, a sus pies anidaron liebres y erizos, y pájaros en sus ramas.
El árbol Píctor era feliz y no contaba los años que iban transcurriendo.
Pasaron muchos antes de que se diera cuenta de que su felicidad no era
perfecta. Poco a poco, sólo lentamente, fue aprendiendo a considerar las
cosas con ojos de árbol. Por fin, acabó viéndolo todo claro y se puso
triste.
Vio que casi todos los seres a su alrededor, en el paraíso, se
metamorfoseaban con frecuencia, e incluso que todo discurría en una
corriente mágica de eterna metamorfosis. Vio flores que se transformaban
en piedras preciosas, o que alzaban el vuelo convertidas en
resplandecientes pájaros. Vio muy cerca de él a muchos árboles que de
repente desaparecían: uno se había fundido en un manantial, otro se
había transformado en cocodrilo, otro, convertido en pez, nadaba alegre
y feliz, desbordante de voluptuosos deseos, y pletórico se lanzaba a
nuevos juegos con renovadas energías. Había elefantes que intercambiaban
su ropaje con rocas, y jirafas su cuerpo con flores.
Pero él, el árbol Píctor, permanecía inalterable, él no podía ya
metamorfosearse. Desde que había tomado conciencia de su inmutabilidad,
toda su felicidad se había volatilizado; empezó a envejecer, y cada vez
fue adoptando más y más esa actitud cansada, seria y preocupada que
suele observarse en la mayoría de los árboles viejos. También suele
observarse en los caballos, los pájaros, los humanos y en todas las
criaturas: cuando no poseen el don de metamorfosearse, se sumen con el
tiempo en la tristeza y en la preocupación y acaban perdiendo su belleza
y hermosura.
Pero un día pasó por aquel rincón del paraíso una joven de rubios
cabellos vestida de azul. Entre canciones y bailes, la hermosa rubia
corría entre los árboles, y hasta entonces jamás se le había ocurrido
plantearse si deseaba poseer el don de la metamorfosis.
Más de un mono sabio sonreía a sus espaldas, algunos matorrales la
acariciaban con sus ramas, algún que otro árbol le tiraba una flor, o
una nuez, o una manzana sin que ella le hiciera el más mínimo caso.
Cuando el árbol Píctor vio a la joven, una nostalgia inmensa se apoderó
de él, un ansia de felicidad como no la había conocido hasta entonces. Y
al mismo tiempo se sumió en una profunda reflexión, pues le pareció oír
su propia sangre que le gritaba:
-¡Acuérdate! Acuérdate de toda tu existencia en este momento.
Encuéntrale el sentido, si no será demasiado tarde y nunca jamás
volverás a encontrar la felicidad.
Y obedeció. Lo recordó todo, su origen, sus años de ser humano, su
mudanza al paraíso y muy particularmente aquel instante en el que se
había metamorfoseado en árbol, aquel instante maravilloso en el que
había tenido la piedra mágica en la palma de la mano. En aquel momento,
cuando todas las posibilidades de metamorfosis se abrían ante él, ¡nunca
antes había ardido así en su interior la vida! Pensó en el pájaro que se
había reído, en el árbol que era sol y luna a la vez: tuvo entonces la
intuición de que antaño algo se le había escapado, de que había olvidado
algo y de que la serpiente no le había aconsejado bien.
La muchacha oyó un murmullo en las hojas del árbol Píctor. Alzó la
mirada y la embargaron, con un repentino dolor de corazón, nuevos
pensamientos, nuevas ansias, nuevos sueños que despertaban dentro de su
ser. Impulsada por una fuerza desconocida, se sentó al pie del árbol. Le
pareció muy solitario, solitario y triste, no obstante hermoso,
conmovedor y noble en su silenciosa tristeza; seductora le sonó la suave
melodía del murmullo tembloroso de su copa. Apoyó su cuerpo contra el
tronco rugoso, sintió que el árbol se estremecía profundamente, sintió
el mismo estremecimiento en su propio corazón. Un extraño dolor percibió
en su corazón; corrían las nubes por el cielo de su alma; y lentamente
unas lágrimas pesadas fluyeron de sus ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por
qué tanto sufrimiento? ¿Por qué anhelaba su corazón salírsele del pecho
para saltar hacia él y fundirse en él, en el hermoso árbol solitario?
El árbol se estremeció suavemente hasta la raíz, debido al esfuerzo
realizado para concentrar toda su fuerza vital y proyectarla hacia la
muchacha, en el abrasador anhelo de la unión. ¡Ay! ¡Haberse dejado
engañar por la serpiente y haberse convertido para siempre en un árbol
solitario! ¡Qué ciego, qué insensato había sido! ¿Acaso tan ignorante
había sido, tan ajeno al secreto de la vida había permanecido? No, ya lo
había intuido oscuramente entonces, confusamente ya lo había presentido
-¡ay, con qué pesar recordó y comprendió entonces al árbol que era
hombre y mujer a la vez!
Pasó volando un pájaro, era rojo y verde el pájaro que pasó, y alrededor
del árbol voló, el hermoso y valiente pájaro. La muchacha lo siguió con
la mirada, vio que de su pico caía algo, rojo como la sangre, rojo como
las brasas, que caía y relucía en la hierba verde, con unos destellos
rojos tan poderosos que la muchacha se agachó, y en la hierba la piedra
roja recogió. Era un carbunclo, era un rubí, y donde hay un carbunclo,
oscuridad no puede haber allí.
Apenas la muchacha hubo recogido la piedra mágica en su mano blanca que
el deseo anhelado que henchía su corazón se realizó. La joven se
volatilizó, se fundió, formó una sola cosa con el árbol. Una rama joven
y vigorosa brotó del tronco y deprisa se disparó hacia arriba hasta él.
Ahora todo estaba como ha de estar, todo estaba en su lugar, el mundo
estaba en orden, por fin había encontrado el paraíso. Píctor dejó de ser
un árbol viejo y preocupado. Ahora cantaba a voz en grito: ¡Pictoria!
¡Victoria.'
Estaba metamorfoseado. Y debido a que, esta vez, por fin había sabido
encontrar la metamorfosis eterna, debido a que de una mitad había hecho
un todo, a partir de aquel momento podía seguir metamorfoseándose cuanto
quisiera. La corriente mágica del devenir fluyó perenne por sus venas y
para siempre formó parte de la constante y permanente creación eterna.
Se transformó en ciervo, se transformó en pez, se transformó en ser
humano y en serpiente, y también en nube y en pájaro. Pero bajo
cualquier apariencia, siempre formó un todo, una pareja, sol y luna,
hombre y mujer, y como ríos gemelos fluyó a través de las tierras y como
estrellas gemelas brilló en el firmamento.

Hermann Hesse