Texto publicado por Urria Gorria

una salida en la noche #cuento de Taeko Kono ( #Japon 1926 - 2015)

Tiempo aproximado de lectura: 46 minutos.

Una salida en la noche
Taeko Kono

Cuando terminó el partido de la noche, su marido se levantó a apagar el televisor. La multitud de entusiastas se redujo hasta ser apenas un punto sobre la pantalla, y desapareció.
—¿Por qué estarán tardando tanto en llegar? —preguntó Murao, volviendo a cruzar las piernas mientras echaba un vistazo al reloj.
Les habían dicho a los Saeki que vinieran después de la cena, pero ya eran las nueve y media y sus invitados no llegaban.
—No pueden haberse olvidado —contestó Fukuko—.
Pero no creo que vengan ya, es muy tarde.
Murao refunfuñó, por un segundo pareció ponerse de mal humor, pero luego se produjo un cambio en su expresión.
—¿Por qué no les caemos de sorpresa? —sugirió—. Seguro están en su casa.
Era sábado a la noche, así que podían permanecer despiertos todo lo que quisieran. Murao anunció que iría como estaba, en yukata. Fukuko tampoco se quitó la suya, pero se cambió la faja.
Mientras echaba llave a la puerta del frente, Fukuko se detuvo a pensar:
—¿Cerré la puerta de la cocina?
Murao fue hacia atrás e intentó abrir la puerta de vidrio.
—Está cerrada.
Fukuko sacó la llave de la cerradura y la guardó bajo su faja.

Era una noche inusualmente clara para la estación cálida, el aire estaba fresco y húmedo, y se podían ver las estrellas. El tren nocturno a la ciudad iba prácticamente vacío. Fukuko y Murao se acomodaron en dos de los asientos desocupados; por la ventanilla abierta se colaba una brisa fresca, y todo, aun las luces mortecinas del vagón, parecía resplandecer presa de un extraño tipo de excitación.
A Fukuko nunca se le habría ocurrido que un paseo de verano en el tren de noche pudiera ser una experiencia tan placentera. Se veían todo el tiempo con los Saeki; estaban a solo media hora de distancia. El señor y la señora Saeki vivían a cuatro paradas en tranvía del final del recorrido del ferrocarril. Pero era la primera vez que ella y Murao salían de noche para darse una vuelta por su casa. Casi siempre venían los Saeki, que tenían coche. Ellos visitaban a los Saeki cuando volvían de dar un paseo por la ciudad, o quedaban en encontrarse en su departamento al fin de la jornada laboral. Pero sentada allí, mientras disfrutaba de ese agradable paseo nocturno, Fukuko se asombró de que nunca lo hubieran hecho antes. Era raro, pensó, teniendo en cuenta que estaban en tan buenos términos.
Fukuko y la señora Saeki, o Utako, se conocían de niñas.
Sus familias eran vecinas, por lo que, una vez que se hicieron amigas, pasaban todo el tiempo juntas. Utako era un poco mayor que Fukuko, pero solo dos años.

Cuando Fukuko comenzó el jardín de infantes, Utako ya estaba en la escuela primaria. Sin embargo, el jardín de infantes al que iba Fukuko era el mismo al que antes había ido Utako. Fukuko también fue a la misma escuela primaria que su amiga, y aunque nunca hubiera adoptado de manera consciente la decisión de seguir sus huellas terminó yendo a la misma escuela secundaria y más tarde a la misma universidad.

Cuando Fukuko ingresó en la universidad, la guerra estaba en sus etapas finales, y los estudiantes eran enviados a trabajar en distintas fábricas según la clase a la que pertenecían, por lo que durante aquellos años casi no tuvo trato con ninguna persona que no fuera de su curso. Cuando al final de la guerra los estudiantes pudieron regresar a la universidad, a los mayores se los obligó a graduarse con seis meses de antelación, en septiembre. Utako, sin embargo, ingresó al programa de estudios de posgrado y durante el otoño siguiente continuó viajando a la universidad con Fukuko.
Fukuko no imitó a su amiga al punto de convertirse en investigadora. No tenía ninguna ambición en particular, y luego de graduarse consiguió un puesto como empleada administrativa en una empresa. Utako, por el contrario, siguió todos aquellos años en la universidad, donde llegó a ser investigadora asociada, luego profesora y ahora era profesora adjunta.

De niña, Utako era una nadadora excepcional. Pasaba tanto tiempo en la piscina de la escuela secundaria que casi nunca se la podía encontrar en casa hasta después de las seis de la tarde, cuando estudiaba para sus exámenes; aun así, sus calificacio-nes eran sobresalientes. Fukuko se quedó atónita al saber que Utako había decidido preparar sus exámenes para la misma universidad de mujeres a la que ella tenía planeado ingresar dentro de dos años. Utako venía de una familia de académicos.
Su madre era una mujer común y corriente, un ama de casa como cualquier otra, pero su padre era profesor de Física en la universidad, y sus dos hermanas mayores también habían es-tudiado ciencias, llegando a doctorarse en Física y Medicina, respectivamente. Fukuko había dado por sentado que Utako haría el intento, al menos, de ingresar a una escuela de medicina o a una universidad de educación superior. Utako, sin embargo, le dijo que en cualquiera de esos lugares podía llegar a “morirse de aburrimiento”.

Acaso la hayan desalentado las actitudes intelectualoides de sus hermanas mayores; incluso ahora, ya como profesora universitaria, era imposible encontrar en ella el menor resabio de im-postura académica. Utako era la hija menor de una familia con inclinaciones académicas, eso era todo; acumular títulos le resultaba natural. El suyo le parecía un trabajo como cualquier otro.
Fukuko recordaba que, en sus días de escuela, Utako la había ayudado con muchas cosas. Gracias a ella, por ejemplo, aprendió a nadar. Un día, cuando Fukuko estaba en primer año de secundaria, Utako vino a su casa y la hizo practicar las brazadas, de pie sobre el tatami.
—Vas a ver que pronto te sale la brazada de costado —le dijo, y a esto siguieron dos clases en la piscina de la escuela.
Fukuko, que hasta allí había sido incapaz de hacer otra cosa que flotar y dar unas pocas brazadas, de pronto ya podía nadar hasta el final de la piscina y volver, y al año siguiente calificó para la carrera de larga distancia de la escuela. Utako la invitó al cam-pamento (caso contrario, Fukuko, que en ese momento era una novata, no hubiese logrado superar su timidez). La ayudó con la tarea de Álgebra cuando ella ya estaba casi a punto de renunciar a la posibilidad de terminarla para el otoño, copiando con soltura las ecuaciones a una velocidad prodigiosa y casi dándole las solucio-nes. Incluso le trajo el formulario de postulación a la universidad.
Y, cuando estaba preparándose para los exámenes, Utako la acon-sejó acerca de los posibles temas de ensayo; durante los últimos años, le dijo, el tema siempre había tenido que ver con la guerra.
—El decano califica los trabajos —le contó a Fukuko—. Y
le encanta que digas cosas como “las mujeres son el lubricante de la sociedad en tiempos de guerra”. Asegúrate de poner algo así en alguna parte.

El día del examen, cuando Fukuko leyó el título del ensayo que pedían, “El papel de la mujer en la guerra”, no tardó en ponerse a escribir.
No obstante, a pesar de todos estos favores, Fukuko nunca sintió el peso de una deuda; Utako nunca se había dado aires.
Fukuko era una hija mayor, Utako era la menor de su familia, a Fukuko nunca se le cruzó por la mente que una niña mayor talentosa estuviera cuidando de ella. La consideraba una amiga de su misma edad, una amiga muy cercana.
En la escuela secundaria, los días que podían pasar juntas en la casa de una u otra eran necesariamente menos, pero todas las tardes se esperaban en la estación y caminaban juntas a casa. Sin embargo, si este llegaba a ser el único momento que compartían al cabo de un mes, Fukuko comenzaba a sentir la imperiosa necesidad de tener una conversación de verdad con Utako, que parecía sentir lo mismo. Fukuko recordaba que solían encontrarse en los entrenamientos del sábado a la mañana.
—¿Puedo ir a tu casa esta tarde? —le decía una a la otra.
—¿Puedes venir a verme mañana?

Durante la última etapa de la guerra, las destinaron a fábricas distintas, lo que puso fin a sus encuentros. Pero una vez terminada, hicieron el firme propósito de encontrarse todos los meses, por más que crecieran y se fueran de casa.
Poco después de que Utako se convirtiera en investigadora asociada, conoció a un joven profesor, un exalumno de su padre. Se comprometieron. Seis meses después, once días antes de la boda, Utako desistió del matrimonio. Nunca dijo qué la había llevado a tomar esa decisión, a pesar de que siempre se habían confiado todo y hasta ese momento siempre le había contado todo acerca de su relación. Después de eso, Utako se mantuvo sin compromisos durante un largo tiempo.

Fukuko, por su parte, renunció a su empleo y se casó con Murao, un compañero de trabajo dos años mayor que ella. Se tomaron su tiempo para anunciar el compromiso, y, una vez anunciado, Murao retrasó la boda hasta que su hermana menor consiguiera marido, y luego el fallecimiento de su padre lo obligó a postergarla una vez más. Cuando al fin se casaron, Fukuko tenía ya casi treinta años. Le había contado a Murao acerca de Utako, por supuesto, y a Utako acerca de Murao, pero nunca había logrado que se conocieran. Murao no era un hombre sociable, y nunca se presentó la oportunidad de hacerlo.
Sin embargo, cuando Utako finalmente les hizo una visita, Murao no le quitó los ojos de encima.
—¡Luce tan joven! —exclamó, apenas se fue—. Nadie diría que tiene mi edad. ¡Parece de veintitrés o veinticuatro años!
Utako era deliciosamente pequeña y delgada, no llegaba siquiera a la contextura media. Su rostro ovalado, en el que no sobraba un gramo de carne, todavía lucía terso y adorable como el de una jovencita, y la expresión de sus ojos era tan inocente que costaba trabajo creer que llevaran treinta años mirando el mundo. Parecía la viva imagen de la lozanía, aunque al parecer ya no nadaba demasiado. Sus modales, también, eran sencillos y modestos. Jamás hablaba de sus hermanas (una de ellas se había casado y la otra había llegado alto como académica) en un tono crítico o denigratorio, sino con la más simple y genuina admiración. Aquella noche se retiró temprano, de hecho, porque tenía que comprarle un libro a una de sus hermanas.
—Si se me hace demasiado tarde, cerrará la librería y por mi culpa no podrá terminar su trabajo.
—Tu amiga tal vez sea brillante —comentó después Murao—, pero es un poco rara, ¿no? Incluso para alguien que parece tan joven.

Desde luego, con esto no quiso decir que le hubiese caído mal. A Utako le gustaba beber, eso es todo, y cuando se emborrachaba un poco se levantaba de la mesa y comenzaba a bailar para ellos. Giraba por la habitación, tarareando una canción, mientras alzaba los brazos con movimientos precisos y elegantes.
Y lo había hecho desde esa primera noche que pasaron juntos.
—Me gustaría ir a una de sus clases, un día de estos —le había dicho Murao, contemplándola con admiración—. Para ver la mirada en sus ojos cuando enseña.
—No se le ocurra… —Utako rechazó la idea con un movimiento de la mano.
Después de que Utako cancelara su boda, Fukuko no había vuelto a oír del asunto, ni tampoco de ningún otro hombre que pudiera haber conocido. Una vez, Fukuko intentó tocar el tema del compromiso roto, pero lo único que dijo Utako fue:
“él tampoco se casó, todavía”. Desde luego, por otros canales Fukuko supo que en ese tiempo Utako había tenido propuestas de matrimonio de dos o tres hombres. Sin embargo, al parecer los había rechazado a todos. Dado que Utako no hablaba nunca de estos asuntos, ni siquiera con ella, y que había roto su compromiso once días antes de la boda, Fukuko suponía que su reticencia al matrimonio debía tener razones muy personales y extrañas; algo que la habría marcado de manera significativa.
De niñas, se llamaban afectuosamente “Utako-chan” y
“Fukuko-chan”. De adultas, sin embargo, se habían vuelto un poco más formales, y comenzaron a tratarse de “Utako-san” y
“Fukuko-san”. No obstante, cada vez que hablaban de su amiga entre ellos, Murao la llamaba “Uta-chan”, y naturalmente con el tiempo Fukuko comenzó a hacer lo mismo. Cuando Murao comenzó a usar esta forma también para dirigirse en persona a Utako, Fukuko lo imitó. Utako, sin embargo, siguió usando la otra apelación, un poco más distante.

De vez en cuando, Utako se quedaba a pasar la noche en la casa del matrimonio. Si al día siguiente tenía clases por la mañana, Murao la instaba a apresurarse y se iban juntos; todo el mundo pensaría que son amantes, pensaba Fukuko complacida mientras los veía cruzar el umbral. Los puso al tanto de estas ideas, y se aseguró de que Murao supiese que no le desagradaban:
—Cuando tengas un amorío, por favor, que sea con Uta-chan, y vivamos los tres juntos.
—Mmm, no es una mala idea —le contestó él.
Pero entonces, unos tres años atrás, Utako vino cierta tarde a contarle a Fukuko que estaba comprometida.
—De hecho —agregó, con vergüenza—, lo conoces.
—¿No será Murao, no? —se preguntó Fukuko por un instante.
—Lo conoces muy bien —siguió Utako.
Y con una amplia sonrisa, anunció que su prometido era Saeki.
—¿No te parece gracioso?
Algunos años atrás, Fukuko había contratado a Saeki como tutor de inglés para su hermana, que en ese momento estaba preparando sus exámenes de ingreso al secundario. Por aquel entonces, él estaba en el primer año de su carrera universitaria, su hermana tenía quince años y ella debía rondar los veinticinco.
Fukuko había hecho el intento de ser ella la tutora de su hermana, pero Toshiko no hacía otra cosa que quejarse, la acu-só de ser incompetente para la tarea y luego de enseñarle puras tonterías. Peleaban todo el tiempo. Fukuko ya había pensado por su cuenta que tal vez no supiera enseñarle bien a su hermana. Si bien su título la habilitaba para dar clases, había comple-tado sus estudios al finalizar la guerra, cuando prácticamente no se daban clases, por lo que enseñar le resultaba una tarea casi desconocida y en cierta forma también abrumadora.
—Muy bien —le dijo a su hermana—. Tu próximo maestro no cometerá errores, pero tampoco tendrá que soportar tus lloriqueos.

Fue directamente a la universidad, pidió el nombre de estudiantes que buscaran un trabajo de medio tiempo y consiguió un tutor: así fue como terminó contratando a Saeki.
A fines de otoño de ese mismo año, al regresar un día del trabajo, cuando estaba a punto de llegar a su casa, Fukuko se encontró con Saeki, que caminaba unos pasos delante de ella.
—Aprecio mucho lo que está haciendo por mi hermana
—le dijo, alcanzándolo.
—No es nada —contestó Saeki, y luego de unos pocos pasos agregó—: Hay algo que me gustaría discutir con usted.
—Oh…
—Si no le molesta, quisiera hablar después de la clase. En la sala de estar, tal vez.
—Ya veo.
Habían llegado a la casa. Probablemente quisiera tocar un tema incómodo, pensó Fukuko, como los exámenes de su hermana o incluso sus indolentes hábitos de estudio. Fukuko lo había contratado, y a él sin dudas le resultaría más fácil hablar con ella que con sus padres.
—Nos vemos en un rato, entonces —dijo ella, y abrió la puerta.
Tres horas más tarde estaban sentados frente a frente, en la sala de estar.
—Bueno, en realidad —comenzó Saeki—, se trata de unas cartas que he estado recibiendo.
Se desabotonó la chaqueta hasta la mitad y sacó del bolsillo interior tres pequeños sobres negros, ya abiertos.
—Lea estas, por favor. —Las deslizó sobre la mesa, y volviendo a abotonarse la chaqueta, se quedó esperando, con la cabeza gacha.

—Bueno, veamos.
Fukuko levantó un sobre y sacó de él una carta plegada. En la parte superior de la página sin renglones, vio las palabras “A mi amado”, escritas con torpeza. La línea siguiente comenzaba con “Oh, maestro, usted es tan malo”.
—¿Qué? —preguntó Fukuko, frunciendo el ceño—. ¿Quiere decir que Toshiko…?
Saeki levantó la mirada y, quitándole la carta de las manos, la dio vuelta para mostrarle el nombre del remitente, un nombre que Fukuko no reconoció.
—¿Quién es esta persona?
—Es mi otra alumna —contestó Saeki—, está en segundo año de secundaria. ¿Qué debería hacer? Por favor, lea estas otras dos.
Fukuko nunca había visto una carta de amor en su vida, así que no tenía con qué compararlas, pero las tres comenzaban con las mismas palabras, “A mi amado”, y parecían escritas de una manera espantosamente recargada. Irritadas y quejum-brosas, acusaban al maestro de ser tan malo que ni siquiera se avenía a reconocer los sentimientos de la alumna, por más que supiera que era ella la que le escribía las cartas.
—¿Está realmente enamorada de mí, no? —preguntó Saeki.
—Así parece.
—¿Qué debería hacer?
A su juicio, dijo el joven, tenía dos alternativas: informar a los padres de la joven de esta situación y pedirles que hablaran con ella o renunciar a su trabajo como tutor. Pero tenía miedo de que la muchacha tomara una resolución drástica. Por ello quería el consejo de Fukuko. Ella tenía una hermana. Ella había sido una muchacha de esa edad. Ella estaba capacitada para predecir las reacciones emocionales de una adolescente.

Qué persona genuinamente sincera, pensó Fukuko. De haber sido ella quien recibiese las cartas, las habría considerado una broma y se hubiese divertido mucho leyéndolas con sus amigas. Pero allí estaba este hombre, que se las tomaba en serio, con la cabeza gacha, pidiéndole que las leyera y le dijera qué hacer. Bueno, su hermana estaba completamente a salvo con un hombre como él.
Aliviada por el hecho de que las cartas no tuvieran nada que ver con su hermana, decidió sostener su papel como consejera de Saeki hasta las últimas consecuencias. Le dio la opinión más estricta de la que fue capaz: afirmó que sin importar el curso de acción que él decidiera tomar, nadie podía impedir que la muchacha tuviera esos sentimientos; y, en ese sentido, el único modo seguro de evitar una decisión drástica de su parte sería que él correspondiese a sus sentimientos. Sin embargo, ¿debía hacerse él responsable por una niña que había decidido obsesionarse con él, y meterse en problemas sola?
—En fin… —concluyó ella, presuntuosa—. Si fuera usted, yo dejaría de darle clases. A menos que tenga algún interés en ella…
Finalmente, Saeki renunció a su trabajo como tutor de la muchacha, decisión que probablemente estuviera basada en muchos otros elementos además del consejo de Fukuko. La alumna no tomó ninguna resolución drástica. Fue recién muchos años más tarde que Fukuko comentó el incidente con su hermana menor y con sus padres. Y se lo contó también a Utako, y a todos les pareció muy divertido.
Utako puso a Fukuko al día con la carrera de Saeki: después de su graduación había conseguido un empleo en un periódico en lengua inglesa. Utako se había cruzado con él en un congre-so seis meses atrás, pero al principio no se había dado cuenta de que era el mismo Saeki de la historia de Fukuko. Recién después de salir con él durante varios meses estableció la conexión.

Cuando Utako tildó su compromiso de “gracioso”, pensó Fukuko, probablemente quisiera decir que era una coincidencia graciosa, aunque tal vez hiciera referencia a la edad de Saeki.
Saeki era mucho más joven que Utako; era incluso considera-blemente menor que Fukuko, que era dos años menor que su amiga. Utako era bastante explícita al respecto: tenía seis años más que Saeki. Pero Utako parecía cuanto menos seis años más joven de lo que en realidad era, y en todo caso, pensó Fukuko, lo único que importa en una pareja es que se lleven bien.
—¿Por qué no lo traes la próxima? —dijo Fukuko.
Una vez hecha la invitación, se dio cuenta de que Saeki ya no podía ser el joven que ella tenía en mente.
—¿Cómo es él ahora? —quiso saber.
—Oh, es muy agradable —contestó Utako, de una manera un poco decepcionante.
Saeki finalmente vino de visita con Utako una vez durante su compromiso. Cuando salió a la luz el episodio de las cartas de amor, le dijo a Fukuko:
—Me alegra mucho haberle pedido consejo a usted en ese momento.
Era el tipo de cosas a las que uno está obligado a responder
“no hay por qué”; pero parecía sincero y Fukuko sintió algo de vergüenza, y no supo qué contestar. Saeki no había perdido nada de su sinceridad. Pero ahora era un hombre, y casi un adulto.
—¿No te dije? —le dijo Fukuko a Murao después—. Son el uno para el otro, ¿no?
Murao gruñó.
—Uta-chan parece cuanto menos seis años más joven de lo que es, y Saeki se ve exactamente de su edad. Sin embargo, al verlos juntos, ella sigue pareciendo un poco mayor que él.

¿No te resulta raro que alguien que siempre se refiere a sí misma como la menor de la familia se dé vuelta y le diga a su marido con tono tan firme: “Bueno, querido, es hora de irnos”? Pero se la ve muy bien, la verdad. Y sus modales siguen siendo impecables. Deberían tener un buen matrimonio.
—Eso no te conviene, ¿no?
—Es verdad —contestó Murao y sonrió.
Cada vez que Fukuko encontraba algo particularmente fresco o delicioso, lo primero que se le cruzaba por la cabeza era invitar a los Saeki a comer. Desde luego, no había nada nuevo en su hospitalidad hacia Utako, pero ahora también Murao, cada vez que le gustaba un lugar al que habían ido, solía decir “Me encantaría que los dos estuvieran aquí. Digámosles de venir, la próxima”. En su caso, esta sociabilidad recién había aparecido después de la boda de Utako. Tal vez porque fuera más fácil tener citas dobles. Así que de vez en cuando salían a distintos lugares como un grupo de cuatro.
—Utako me dice que prefiere venir aquí en vez de ir a lo de su familia —anunció un día Saeki, en el transcurso de una visita.
—¡Bueno, espero que así sea! —contestó Fukuko.
La madre de Utako había muerto pocos años antes, y su hermana se había casado y se había ido del hogar. Los únicos que quedaban en la casa eran su padre, el profesor, ya retirado, su otra hermana y un ama de llaves de unos cuarenta años.
—¿Y qué nos dices de ti? —le preguntó Fukuko a Saeki.
—Me pasa exactamente lo mismo —contestó, entre risas.
Fukuko también rio, imaginando la cara de sus amigos durante las tensas visitas familiares. Murao y Utako se les suma-ron y entonces, mientras todos reían, Fukuko se dio cuenta de que en realidad no se estaban riendo de la familia de Utako, sino más bien de cierta complicidad, cierto entendimiento al que habían llegado acerca de la naturaleza de las relaciones que los unían.

Los Saeki vivían a cuatro o cinco cuadras de la parada del tranvía. Fukuko y Murao se apartaron de la carretera principal por una callecita estrecha y cuando al llegar a la segunda intersección giraron se encontraron frente a un terreno baldío en el que había un letrero pintado con letras blancas: “Se vende: veinticinco tsubos”.1 ( 1 Unidad de medida tradicional japonesa, equivalente a unos 3,3 metros cuadrados. Los 25 tsubo serían aproximadamente unos 82,7 metros cuadrados.
)

Los Saeki solían estacionar allí, aunque era ilegal, y entre otros cuatro o cinco coches Fukuko y Murao distinguieron con total claridad su pequeño vehículo beige, estacionado en ángulo, frente a ellos.
—Están en casa —señaló Murao.
—¿Qué diablos estarán haciendo? —exclamó Fukuko, y su voz también sonó entusiasmada.
Tras doblar en una esquina, un par de calles más adelante, se encontraron ante un edificio de dos pisos, frente a una galería de arte, que tenía veinte departamentos, todos con las mismas puertas y ventanas. El departamento de los Saeki estaba en el segundo piso, era el segundo contando desde la izquierda. Sin embargo, no se veía luz en la ventana de la cocina.
—Deben estar en el cuarto de adelante —dijo Fukuko, mientras comenzaba a subir las escaleras de hierro. Hacía tres años que los Saeki alquilaban este pequeño departamento de un solo dormitorio, y Fukuko y Murao ya sabían qué cuartos solía usar la pareja en los distintos momentos del día. Pero Fukuko dijo lo del cuarto de adelante para intentar aminorar la decepción que le causó ver que nadie los esperaba con luces y de buen ánimo.
Se dio cuenta de que los Saeki no estaban en casa. La oscuridad detrás de la ventana cubierta de escarcha la desalentó.
—¿No hay nadie en casa? Somos nosotros. —Murao sacudió el picaporte, pero la puerta no cedió—. ¡Ey, Saeki! —llamó desde afuera, golpeando la puerta.
—Parece que no hay nadie —dijo ella—. El coche está.
Pero si estuviesen por aquí…
Si estuviesen por allí, es cierto, habrían dejado las luces encendidas como lo hacían cada vez que acompañaban a Murao y Fukuko hasta la parada de autobuses al final de una visita.
—Bueno, habrán salido —dijo Fukuko. Intentó abrir la ventana corrediza, pero tampoco cedió. Habría querido oír encenderse una lámpara dentro del departamento, y a Utako decir
“¡Ya voy!” con esa voz clara y transparente tan suya…
Se abrió la puerta del departamento contiguo, del que salió una muchacha con el cabello mojado.
—No están en casa —les dijo—. La señora Saeki se fue en un coche con un desconocido a eso de las cinco de la tarde.
La mujer no supo decir si el señor Saeki habría quedado en encontrarse con ella en algún sitio, o si había salido por su cuenta. En cualquier caso, lo más probable era que no volvieran hasta tarde.
—¿Quieren dejar un mensaje? —preguntó.
—No, está bien —contestó Murao—. Tan solo salimos a dar una vuelta, y decidimos pasar por las dudas.
Dieron las gracias a la joven y bajaron las escaleras.

—¿Te gustaría caminar un poco? —sugirió Murao, cuando llegaron a la carretera.
—¿Qué hora es?
Murao se detuvo y alzó ligeramente la muñeca, para que la luz del alumbrado público cayera sobre su reloj.
—Ni siquiera son las diez y media.
Giraron y siguieron caminando, alejándose de la carretera principal. Al final de la calle, divisaron un pequeño bosquecillo que solían ver a la distancia cada vez que caminaban desde la parada del tranvía hasta la casa de los Saeki. Fukuko siempre había creído que allí debía haber un santuario dedicado a Inari, el dios zorro, pero al acercarse pudieron constatar que solo había varios árboles añosos.
Debían decidir si tomar a la derecha o a la izquierda. A la derecha se extendía una callecita estrecha de casas rústicas, entre las que se intercalaba, cada tanto, un baño público o un sitio de comidas. El camino de la izquierda parecía más prometedor para una caminata. Se alcanzaban a ver algunas residencias, no demasiado grandes, pero bastante impresionantes, con sus tradicionales pórticos de madera.
—Me sorprende que no se hayan quemado en los bombar-deos —comentó Fukuko. Incluso bajo esa luz tan tenue, llegó a distinguir que algunos de esos pórticos y cercas eran anteriores a la guerra.
—Es cierto —dijo Murao. En aquella calle silenciosa no había peatones ni pasaban autos; probablemente, durante el día estuviera igual de desierta.
—Es muy tranquilo aquí —señaló Fukuko, cuando de pronto, frente a ellos, un pequeño punto de luz trazó un arco en el aire y se desvaneció. Después, más adelante en el camino, se encendió otro arco en la oscuridad.
—Oh, ¡una luciérnaga!
Fukuko tuvo la impresión de que acababa de encontrarse con algo cuya existencia había olvidado hacía ya mucho tiempo. Vio otra vez el destello de luz, a uno o dos metros, al pie de una cerca, como si se tratara de un minúsculo faro.
—Voy a atraparla —anunció Fukuko, y cruzó la calle.

—Déjala en paz —dijo Murao.
Ella hizo caso omiso y se inclinó sobre la cerca.
—Que la dejes en paz, ¡mierda! —le ordenó Murao.
—Estás de un pésimo humor —replicó ella, pero dejó caer las manos y volvió a su lado.
Murao no le contestó. Cuando reiniciaron la marcha, él tomó su mano derecha, la acarició por un buen rato, y luego, tomando su dedo índice, se lo llevó a la boca y se lo mordió, con fuerza.
—¿Pero qué te crees que haces? —Fukuko se lo dijo en voz baja, pero con mucho dolor. La luciérnaga voló sobre su cabeza, y desapareció.

Unos dos meses antes, Utako fue a visitar a Fukuko a primeras horas de la tarde. Fukuko le sugirió que llamara a Saeki y lo convenciera de venir, después del trabajo, y ella llamó a Murao.
Era la forma en que las mujeres solían arreglar sus encuentros.
Utako bailó para ellos aquella noche, una vez más. Fue la única pista de que estuviera alegre; su discurso siempre resultaba claro, por más borracha que estuviera. Si sus pasos llegaban a vacilar, es que estaba muy pasada. Esa noche, todos la vieron ponerse de pie y bailar en tres oportunidades, sus movimientos fueron cada vez más lánguidos y tambaleantes.
—Ey —Saeki hacía de cuenta que le daba instrucciones—.
Ahora quiero que hagas una danza de Indonesia. Más controlada.
—No, los movimientos de sus manos… son exquisitos
—decía Murao, aunque también estaba riendo—. Deberíamos filmarla. ¿No que lo hace cada vez mejor?
—Shhh, no hablen —dijo Utako, girando a su alrededor.
Comenzó a tararear creativamente, y siguió bailando, perdida en su propio placer.

Una hora más tarde, Fukuko trajo vasos de agua con hielo para todos, y fue entonces que Saeki lo sugirió.
—Creo que tal vez me convendría salir desde aquí mañana —dijo, con la mirada fija en el vaso vacío que giraba en sus manos.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Murao.
—Ninguno de ustedes debería conducir —agregó Fukuko.
—Oh, no estamos tan mal —intervino Utako—, pero es una linda idea.
Los Saeki ya habían pasado una noche con ellos. Pocos meses después de su boda, habían tenido una pelea, y Utako se había refugiado en la casa de Fukuko y Murao. Saeki no tardó en llegar en el coche. Utako, tan tranquila siempre, aquella noche parecía verdaderamente ofendida. Se negó a dirigirle la palabra a su marido durante toda la velada. Solo cuando ya se hizo tan tarde que Fukuko los invitó a quedarse, se dignó a reconocer su presencia.
—Vine aquí para no tener que verte la cara —le espetó—.
¿Me harías el favor de irte?
—Bueno, debería ir yendo —dijo Saeki, con voz de derro-tado. De antemano había estado en obvia desventaja, obligado a representar el vergonzoso papel del marido joven que intenta poner de buen humor a una esposa mayor.
—No es necesario —intercedió Murao—. Tu encantadora esposa dejó el coche en casa para que pudieras venir detrás de ella.
Al final, se quedaron los dos.
Tan solo en otra oportunidad habían dormido todos bajo un mismo techo; el verano anterior, en un viaje a Nasu, porque se hospedaron en el mismo hotel.
Y ahora, mirando fijo a Saeki, Fukuko se dio cuenta de que había sido él quien había dicho que quería quedarse esa noche. De manera muy casual, muy íntima, pero también indirecta, al dejar caer esas palabras en la conversación no se había dirigido a nadie en particular, ni siquiera había mirado a nadie a los ojos…
—¡Ey! ¡Ey! —Murao la sacó de su ensimismamiento, y se dio cuenta de que Utako había comenzado a levantar los vasos de la mesa.
—En realidad no hay necesidad de lavar ahora —dijo Utako—. Mañana te ayudo. No tengo que irme a trabajar.
Fukuko no había bebido tanto como Utako, pero lavar los vasos era lo último en lo que podía pensar en ese momento.
Una vez que llevaron los vasos y platos a la cocina, y que acomodaron el coche lo mejor posible en la entrada de vehículos, y que la puerta de entrada estuvo cerrada, no les quedó más por hacer que sentarse y relajarse. Murao trajo algo más de vino y prosiguieron la conversación; ya eran casi las dos de la mañana cuando se dieron cuenta de que debían ir a dormir.
—Voy a poner la alarma para que no nos quedemos dormidos —dijo Fukuko. Como en ese momento Saeki regresaba del baño, le señaló el reloj que estaba sobre la repisa y le pidió—:
¿Me lo alcanzas? Gracias.
Lo tomó de sus manos, se sentó y se encorvó sobre su falda.
Saeki volvió a la repisa, donde había un plato ornamental.
—Cuidado —alertó Utako—. Va a romper algo.
—¿Qué es esto?
—Oh, eso, demasiado grande y vulgar —contestó Fukuko, sin despegar los ojos de la agujilla de la alarma que en ese momento giraba alrededor del reloj—. Nos lo regaló hace mucho alguien que conocíamos, que era alfarero.
—No, no me refiero al plato —dijo Saeki—. Esto.
Ella alzó la vista. Saeki había sacado el plato de su soporte, y miraba algo que estaba detrás de él.
Fukuko se sonrojó:
—Oh, no.
—Ah, ya veo —siguió él—, es un candelabro, ¿no? ¿Dónde lo encontraron?
—En la sección de antigüedades de las grandes tiendas T.
—contestó Murao, que era quien lo había encontrado y lo había traído a casa.
—Déjame verlo mejor —dijo Saeki, volviendo a dejar el plato en su soporte, y haciéndolo a un costado. Tomó el candelabro y trajo también una vela que encontró a su lado, los apoyó sobre la mesa y se sentó.
Se trataba de un pequeño candelabro de bronce, con la forma de un aborigen, de pie con el pecho alzado, sosteniendo la cabeza de una mujer decapitada.
—La vela va aquí, supongo —dijo Saeki, y la colocó en el hueco que había en la cabeza de la mujer —. ¿Alguna vez lo usan?
—Pregúntale a Fukuko —contestó Murao —. Dile que te cuente.
Fukuko gozaba del dolor físico durante el sexo, y Murao se lo proporcionaba de buena gana, pero en ocasiones, cuando hacían ciertas cosas, ella no conseguía alcanzar una plena satisfacción si no había en el cuarto determinada luz.
Aquel candelabro arcaico y el efecto de misterio que producía la profunda y sombría luz de la vela llevaban su excitación al límite. Con la mirada fija en aquella llama temblorosa y en las oscuras y titilantes sombras a las que daba vida sobre las paredes, Fukuko se sentía transportada fuera del presente, como si estuviera participando de una orgía de dolor y placer, la suma del dolor y el placer experimentados por las mujeres de alta y baja cuna, desde tiempos ancestrales. A la mañana siguiente, empero, se apresuraba a guardar aquellos objetos, convertidos ya en parte del menaje cotidiano, privados de magia. Antes los guardaba en el aparador, pero, desde que tenían el plato, había comenzado a ocultarlos detrás de él.
Saeki, siguiendo la pista de Murao, le dijo:
—Dime, Fukuko, ¿alguna vez enciendes la vela? ¿La enciendes y la miras, no? Déjame probar.
Encendió un fósforo y una llama se alzó del pabilo de la vela posada sobre la cabeza de la mujer.
—Mira eso.
Saeki sostuvo la cabeza de la mujer entre sus dedos.
—Tiene los ojos cerrados, pobrecilla —dijo, recorriendo los párpados de la mujer con el pulgar—. Eres una mujer de gustos extraños, Fukuko.
—Basta —sopló la llama, avergonzada, pero también ligeramente excitada—. Por favor, déjalo en su lugar.
—Como gustes —obedeció Saeki.
—¡Pero qué hombre tan encantador ! —dijo Fukuko. Era encantador que fuera tan obediente, eso había querido decir; de pronto se encontró recordando la época en que él había tra-bajado para ella como tutor. Pero también había querido decir que le parecía muy encantador que pudiera divertirse tanto con su esposa cuando estaban en su compañía.
—¡Qué hombre tan encantador! —repitió, y entonces, de pronto, estas palabras comenzaron a tener un significado cada vez mayor. Comenzó a sentir como si algo se le subiera a la cabeza—: Sí, encantador. Usted me gusta, señor Saeki —dijo con efusividad—. Me gusta de verdad.
—Ve con cuidado —dijo Murao—. Esta ni siquiera bebió tanto y ya está perdiendo el control.
—¡Cierto! —respondió Fukuko—. Pero tú te la pasas diciendo que te gusta Uta-chan.
—Es verdad. Me gusta mucho.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer al respecto? —respondió Utako.
—Deberíamos hacer algo para expresarnos nuestra mutua gratitud —dijo Saeki.
La excitación de Fukuko aumentó cuando se metieron en la cama.
—Creo que los cuatro nos hemos metido en un apuro —dijo, hablando con sus amigos a través de las puertas corredizas—, ¿qué haremos?
—Nosotros estamos dispuestos —replicó Saeki.
—Solo dilo —contestó Murao, dándole un golpecito con el dedo en el hombro a su mujer.
—¿Y tú qué piensas, Uta-chan? —preguntó Fukuko.
—Lo haré si ustedes lo hacen.
Fukuko le dio un codazo a Murao y él le empujó la espalda. Se estaban incitando el uno al otro, y Fukuko sabía que lo único que tenía que hacer era levantarse, caminar hasta la otra habitación y decir: “Bueno, aquí estoy. Ve, Uta-chan, él te espera”. Pero el cuerpo no le obedeció, y, poco después, ya había pasado el momento. Los hombres se decían cobarde el uno al otro.
—¡Qué gracioso! —le dijo Fukuko a Utako—. Sí, ¿no?
Todos dijeron buenas noches y eso fue todo.
Después, cuando la semana pasada visitaron a los Saeki, el episodio surgió en la conversación. Todos se hicieron bromas por haber sido demasiado cobardes como para animarse a llevar la situación hasta las últimas consecuencias. Pero cuando Fukuko y Murao ya se estaban yendo, Saeki dijo:
—Son solo las nueve, ¿están huyendo?
—No, no —contestó Murao—. Tengo que salir temprano mañana. Debo encontrarme con alguien en Haneda. —Era cierto.

—Suena sospechoso, como si fuera una excusa —lo provocó Saeki.
—Yo no necesito excusas —le contestó Murao—. No soy un cobarde como tú.
—Muy bien. ¿Ponemos día y hora, entonces?
—Sí —contestó Murao—. Vengan a casa. Esta vez no beban demasiado, y no lleguen demasiado temprano.
Así, un poco en serio, un poco en broma, habían acordado aquella cita, que supuestamente tendría que haber ocurrido esta noche.
A sus oídos llegó el rumor de un curso de agua, y la carretera de pronto se hizo cuesta abajo. Poco a poco, fueron espacián-dose las casas sobre la izquierda, dando paso a una barandilla baja que se extendía a todo lo largo del canal. Llegaron a un puente, lo cruzaron y continuaron su camino, siguiendo ahora el cuerpo de un sinuoso riachuelo.
El agua se hizo más ruidosa y vieron otro puente. Debajo de él, salpicando, el nivel del agua descendía en ángulo abrup-to, cayendo en una vertiginosa cascada. En la ribera contraria, los blancos y fríos destellos de una enorme lámpara de mercurio iluminaban algunos arbustos y árboles que crecían a los pies del puente, y también un enorme portón de madera.
—Debe ser la entrada de atrás de ese restaurante —dijo Murao; sobre su rostro caía la luz que llegaba a este lado del río.
El restaurante era célebre por sus soberbios jardines.
Fukuko se percató de algo:
—Oh, de allí deben haber venido las luciérnagas.
Siguieron su marcha, entreviendo de tanto en tanto, detrás de los árboles, los edificios tradicionales situados sobre la otra ribera.
Llegaron a otro puente.

—¿Qué es eso? —Fukuko señaló más allá del riachuelo, hacia un empinado risco en la cima del cual se erigía un enorme y único edificio, como un hotel.
—No sé —dijo Murao.
Al pie del risco había tenues luces amarillas, de las mismas que se encuentran en los parques de juegos para niños, y, tras cruzar el riachuelo, descubrieron que se trataba exactamente de eso. Árboles y arbustos cubrían la ribera del riachuelo y las lade-ras del risco, pero entremedio había un extenso claro en el que podían verse dos toboganes y un columpio para dos. Fukuko sintió el impulso de subirse a ellos, pero entonces oyó la voz de Murao que la llamaba.
—Parece que por aquí podemos subir. —Caminó hasta el pie del risco, donde algunas piedras redondas demarcaban un sendero que se internaba en el bosquecillo.
Pero cuando se dispusieron a seguir el camino, no tardaron en descubrir que las piedras, zigzagueantes entre los arbustos y las matas, habían sido dispuestas para conformar un laberinto.
Cada vez que llegaban a una curva, debían elegir entre dos o tres caminos que se abrían en distintas direcciones. Por más que eligieran el que parecía ascender por el risco, pocos pasos más adelante descubrían que descendía, luego subía otro poco y al final bajaba hasta el pie del risco, lo que los obligaba a volver sobre sus pasos y comenzar todo de nuevo.
En determinado momento, al fin, se encontraron exactamente debajo del enorme edificio. No podían estar demasiado lejos de la cima, pero todavía se vieron obligados a retroceder varias veces.
—Necesito descansar —dijo Fukuko, sin aliento, cuando llegaron a otra curva.
—¡Ya casi llegamos! —afirmó Murao. Siguió hacia la derecha, a la izquierda, luego recto hacia delante y al final alcanzó la cima. Entonces se dio vuelta y permaneció allí, con las dos manos dentro de su faja, contemplando el paisaje.

—¡Ven a ver esto! —la llamó, y haciendo un último esfuerzo Fukuko subió a gatas y llegó hasta él.
—¡Oh, esto hace que la subida valga la pena! —exclamó, al darse vuelta.
Exactamente debajo de ellos se encontraban ahora el parque de juegos, sumido en la oscuridad, y el riachuelo, y más allá, del otro lado del valle, las franjas compuestas por las innumerables lámparas titilantes del alumbrado público se extendían hasta las colinas. No había un solo letrero de neón, pero, esparcidas entre aquellas luces blancas, otras pocas lámparas amarillas, del mismo tamaño, brillaban con radiante intensidad. Era una hermosa escena nocturna.
A su derecha, un reloj iluminado daba las 11:20, y oyeron el sonido lejano del tranvía, probablemente fuera el último de la noche.
—Ya no llegamos a alcanzarlo para ir a casa —señaló Fukuko.
Murao refunfuñó.
—Si no nos apuramos —agregó ella—, tampoco vamos a tener trenes.
—¿Qué más da? —dijo Murao—. Podemos tomar un taxi.
—Y tras decir esto miró a sus espaldas, hacia el gran edificio.
O pasar la noche aquí. O dormir al aire libre; está agradable y fresco.
Callada, Fukuko se inclinó sobre la barandilla y contempló las luces.
Poco después caminaban por un estrecho sendero de tierra detrás del alto edificio, que estaba rodeado por una cerca. Al final del camino se alzaban dos casas pequeñitas, detrás de las cuales alcanzaron a divisar una carretera más ancha.

Caminaron hacia allí y al doblar a la derecha sobre la carretera de pavimento se encontraron delante de la fachada de ese gran edificio detrás del cual acababan de estar.
—Bueno, pero si es un complejo de departamentos…
—dijo Murao.
Giraron a la izquierda, en el sentido en que debían ir hacia su casa, ya fuera que encontraran o no un taxi. Tras pocos minutos de caminata comenzaron a aparecer algunas casas que eran aún más señoriales que las que habían podido entrever a la orilla del riachuelo. El ruido de sus geta (2) resonaba con claridad sobre el pavimento, pero todo lo demás estaba absolutamente silencioso y en calma.

2 - Zuecos japoneses, similares a una sandalia, ojota o chancleta, que tienen por suela una única pieza de madera.

Al cruzar la siguiente intersección, advirtieron que la esquina contraria, a su izquierda, estaba tan iluminada como un estudio de televisión. Detuvieron la marcha para ver lo que allí se erigía: una moderna casa de dos pisos, todavía en construcción. Una potente lámpara había sido colocada en uno de los aleros inferiores para evitar cualquier robo de la pila de materiales de construcción.
—¡Qué casa encantadora! —dijo Murao y cruzó la carretera.
Las distintas alas de la casa estaban cubiertas por techos a dos aguas. Las ventanas del segundo piso eran todavía agujeros vacíos, pero las puertas de la terraza del primer piso lucían grandes paños de vidrio, sobre los que alguien había escrito apresuradamente “vidrio” con pintura blanca.

Murao se inclinó hacia adentro para ver mejor el interior de la casa, y luego le hizo señas a Fukuko.
—Ven —dijo—, nos servirá de referencia. Algún día, construiré para nosotros una casa como esta.

Fukuko cruzó la carretera, subió a la terraza y se acercó cui-dadosamente hasta él, evitando los materiales de construcción.
Apoyó la frente contra una parte de la ventana que la pintura blanca no había llegado a tapar y miró hacia dentro. La luz de la terraza le permitía ver sin dificultad dentro del cuarto, a pesar de los reflejos. En aquella habitación se podrían acomodar casi doce tatamis.
—Las escaleras parecen de piedra artificial —dijo Murao.
Llegaba a divisarlas, eran estrechas, tenían pasamanos, su-bían hacia la izquierda sobre la pared del fondo. Había dos puertas, entreabiertas: una debajo de la misma escalera, y otra sobre la pared de la derecha, pero estaba demasiado oscuro para saber qué había del otro lado. A la izquierda había un hogar hecho de la misma piedra que las escaleras, en uno de sus lados podía verse la salida de gas. La lámpara que colgaba del techo todavía estaba envuelta en papel, y el piso, al que todavía le faltaba tal vez que lo recubrieran de tablas lustradas o le dieran una mano de barniz, estaba cubierto de pisadas de barro.
Nadie había vivido nunca dentro de aquella casa a medio terminar, entendió Fukuko; ese tipo de lugares tiene una at-mósfera particular, distinta de la que se siente en una vieja casa abandonada. Una casa abandonada resulta fría y extraña, da miedo entrar. Pero esta parecía atraerla con su extraña vitalidad.
Nada de aquella casa le resultaba odioso, pero de pronto la in-vadió el impulso de garabatear un grafiti en el amplio marco de madera cruda, o arrojar uno de sus zapatos de madera a través de una de las ventanas del segundo piso vacío.
—Sigamos —dijo Murao.
—Está bien. —Fukuko echó un último vistazo a la terraza iluminada—: Qué desperdicio de energía eléctrica, pero probablemente valga la pena.

Volvieron a la carretera, y al hacer dos cuadras más se encontraron con una vía de ferrocarril.
—Tomemos un taxi aquí —dijo Murao.
A lo lejos, había visto algunos coches que pasaban sobre la carretera principal, a toda velocidad ahora que ya no circulaban los tranvías. Pero cuando llegaron a la carretera, en el intenso flujo del tráfico no parecía haber casi ningún taxi. Los pocos que pasaron iban ocupados. De pronto vieron un taxi con el letrero rojo de libre encendido, se acercaron al borde del camino y le hicieron señas, pero siguió de largo.
—Es porque vamos de yukata —dijo Murao, cuando otros taxis, después de este, también siguieron de largo—. Deben pensar que vamos cerca.
—¿A cuánto estamos de la estación?
—Unos dos kilómetros y medio.
—Bueno, tomemos un taxi allí.
—¿Puedes caminar tanto?
—Creo que sí; igual podemos seguir haciendo el intento de parar alguno en la carretera.
Mientras caminaban, iban viendo las lámparas rojas de los aleros de los establecimientos de bebidas, y algunos letreros de neón encendidos en la calle, pero todos los negocios estaban cerrados.
—Nos llevará unos treinta minutos —dijo Murao, y miró su reloj—. Llegaremos allí y media.
—¿Una y media?
—Doce y media. Todavía no es medianoche.
—Apuesto que esos dos todavía no volvieron a la casa
—musitó Fukuko.
¿Pero qué habría ocurrido si los Saeki se hubieran presen-tado en su casa aquella noche? ¿Qué estarían haciendo en este momento?, se preguntaba. ¿Llamándose “cobardes” unos a otros una vez más? Cómo la habría sorprendido a Utako que, al extender sus brazos para abrazar a Murao, este la hubiese aferrado con fuerzas para someterla. Con ese cuerpecito tan delicado, tan ágil, bastaría un tirón para tenerla con las muñecas cruzadas sobre la espalda y atarla bien firme. ¿Y cómo habría reaccionado Saeki si ella, Fukuko, le hubiese pedido que le hiciera lo mismo? ¿Se habría negado, abochornado? ¿Y qué habría hecho cuando ella comenzara a rogarle? Cuantos más detalles sumaba Fukuko a su fantasía, más intenso se hacía el deseo que sentía por aquel hombre que, como una sombra, caminaba junto a ella, casi invisible pero siempre a su lado.

—Es la tercera parada de autobús que pasamos —oyó que decía Murao.
Sus palabras la devolvieron al movimiento del tráfico, a los bocinazos de los coches, a las filas de negocios cerrados y al sonido de sus propios geta de madera sobre el pavimento.
Allí arriba, colgando en medio de la carretera, brillaba inter-mitente la luz anaranjada de un semáforo. Detrás, se dibujaba el contorno del majestuoso pórtico de un templo budista. Un templo ilustre, pero Fukuko nunca lo había visitado. Tres líneas de tranvía se cruzaban allí.
—¡Qué oportuno! —dijo ella—. ¿No te parece que podríamos descansar en el templo? Seguro encontramos algo de agua para beber.
—La entrada debe estar cerrada.
Pero cuando se acercaron la hallaron abierta de par en par, y entraron al recinto por un largo sendero de grava.
—Qué lugar espléndido —recalcó Fukuko, alzando la vista tras pasar bajo el pórtico de madera.
Aparecieron en los oscuros y amplios jardines del templo.
Solo había algo de luz en tres o cuatro edificios de madera, parecían ser oficinas o depósitos. A su derecha había un enorme edificio de hormigón sin iluminar que parecía un centro de reuniones, y en línea recta, justo delante de ellos, se alzaba el amplio techo negro del santuario principal.

Las estrellas habían desaparecido, pero la cubierta de nubes reflejaba ahora el brillo sonrosado de la ciudad, haciendo que la noche fuera más luminosa. O tal vez sus ojos se hubieran acostumbrado ya a la oscuridad, y llegaban a discernir algunos vagos contornos en el jardín.
Avanzaron por un sendero de piedra que rodeaba el edificio del templo principal.
—No hay agua, ¿ves? —dijo Murao—. Los templos budistas no tienen lugares para lavarse las manos y la boca antes de rezar. Los que tienen la fuente de dragón y una fila de cucharo-nes de metal para hacerlo son los templos sintoístas.
—Sí, pero es un templo muy grande, por algún lugar debe haber agua.
Caminaron un buen rato. Al llegar a una esquina del edificio principal, vieron la puerta trasera del templo, y pocos metros más adelante un pabellón circular de madera. Al lado de este, había un pequeño poste del que sobresalía una llave de agua.
—¿No te dije? —Fukuko se apresuró y tomó un sorbo—.
Incluso hay un pequeño lugar para sentarse —comentó, mientras él bebía a su vez.
Al entrar en el pabellón, descubrió que el asiento estaba cubierto de polvo. Aunque intentó limpiarlo con enérgicos golpes de su pañuelo, no se avino a sentarse en él.
Decidieron que intentarían salir no por donde habían ingresado, sino por el otro lado del templo. Al caminar, divisaron una pequeña luz en un rincón alejado; venía de una pequeña casita.
—Allí debe vivir el sepulturero —dijo Murao.
Había visto el cementerio, a la derecha, detrás del seto.

—Oí alguna vez que estas tumbas son muy antiguas —replicó ella—. Creo que una pertenece a una aristócrata del período Tokugawa, o a alguien así.
Ya un poco más cerca, descubrieron una pequeña abertura en el seto. A través de ella, vieron las filas de lápidas de piedra, que se perdían en la oscuridad.
—Creo que las tumbas ilustres están al fondo —dijo Fukuko—. Si no está demasiado lejos, me gustaría visitar la de la aristócrata.
—Está tan oscuro —refunfuñó Murao— que no lograremos ver ni una maldita cosa.
Pero ya se dirigían a la entrada del cementerio. Al atra-vesarla, Fukuko se estremeció; había algo blanco tendido en el camino. Pero era tan solo un letrero que se había caído.
el cementerio es peligroso de noche, leyó, ayudada por la débil luz de la casita. prohibido el ingreso.
Fukuko se dio cuenta entonces de que llevaba ya un buen rato de un ánimo extraño, un ánimo que la impulsaba a in-ternarse con Murao en la noche, a caminar y seguir andando hasta convertirse en los perpetradores —o las víctimas— de un crimen impredecible.